La película Talentos ocultos (2016),1 dirigida por Theodore Melfi, narra la historia de tres matemáticas afroamericanas, Katherine Johnson, Dorothy Vaughan y Mary Jackson, cuyas aportaciones fueron fundamentales para que la NASA se mantuviera a la cabeza en la carrera espacial. Gracias a sus cálculos, el astronauta John Glenn fue el primero en orbitar la Tierra. La historia de estas tres mujeres es sorprendente, no por lo que lograron —las tres eran brillantes—, sino porque la mayoría de las personas ignoran que existieron. Éste no es un caso aislado, pues mientras que los logros de muchos científicos hombres han quedado plasmados en la historia, los de una gran cantidad de mujeres han permanecido en el olvido: ellas se han vuelto invisibles, como si estuvieran en el lado oscuro de la Luna. Más aún, muchos de sus descubrimientos se han atribuido a sus asesores o colaboradores del género masculino.
Pensemos, por ejemplo, en Ada Byron (1815-1852), escritora y matemática. Hija de una matemática y un escritor, recibió una estricta educación en ciencias, que incluía geografía, botánica, astronomía y matemáticas. Como pertenecía a una familia aristocrática, frecuentaba las tertulias de la alta sociedad a las que acudían los intelectuales más importantes de su época. En estas reuniones conoció a Mary Somerville, “la reina de las ciencias” de la Inglaterra victoriana, y a Charles Babbage, un inventor excéntrico que se convertiría en su amigo más cercano y que la invitaría a colaborar con él para diseñar y construir una “máquina analítica”, un instrumento con el que además de hacer cálculos sencillos se podría programar. La aportación más importante de Ada a este proyecto fue que propuso usar tarjetas perforadas para alimentar la máquina. La idea vino de una visita que ella y su madre hicieron a las zonas industriales del norte de Inglaterra, donde vieron los primeros telares mecánicos, en los que se usaban tarjetas perforadas para indicar los distintos tipos de puntadas. Este tipo de tarjetas se usaron para ingresar información en las primeras computadoras en los años sesenta del siglo pasado. Otra de las aportaciones de Ada fue el texto que escribió como introducción a un artículo del científico italiano Luigi Federico Menabrea, que hablaba sobre las máquinas analíticas. Esta introducción resultaría ser visionaria, pues en ella se explicaba que en el futuro las máquinas analíticas podrían usarse para tocar música, pintar y hacer cálculos. Estas ideas se volvieron realidad casi cien años después de que se publicó el texto. El impacto del trabajo de Ada en nuestros días es inconmensurable; sin embargo, poca gente sabe que ella fue la madre de la computación moderna.2 Otra mujer científica de la que pocos han oído hablar es Rosalind Franklin (1920-1958). Nació en Londres en una familia judía de clase alta y estudió ciencias naturales en la Universidad de Cambridge, donde también obtuvo su doctorado con una tesis sobre la combustión de los carbones. En 1950 recibió una beca para hacer investigación en el King’s College de Londres. Su trabajo durante este tiempo fue muy complicado, pues no tenía los mismos derechos que sus colegas hombres. Un ejemplo de ello es que no se le permitía tomar café en la sala de profesores de la facultad por ser mujer, y si alzaba la voz se le acusaba de ser una feminista que se quejaba de trivialidades. John Randall, director del King’s College, le pidió que investigara la estructura del ácido desoxirribonucleico (ADN) usando rayos X. Con dicha técnica, Franklin obtuvo la famosa “fotografía 51”, en la que capturó la estructura de doble hélice del ADN. Watson y Crick, dos de sus colegas, usaron la fotografía sin la autorización de su autora como base para construir un modelo tridimensional del ADN y publicaron un artículo sobre él en la revista Nature. Diez años después, Watson y Crick recibieron el premio Nobel de Medicina por el descubrimiento de la estructura del ADN sin darle ningún crédito a Rosalind Franklin.3
Jocelyn Bell Burnell también ha tenido una historia muy interesante. Nació en Irlanda del Norte en 1943. Su padre fue un hombre muy culto; poseía una enorme biblioteca y fue el arquitecto del planetario de Armagh. Impulsó el interés de su hija por la astronomía, a través de frecuentes visitas al planetario y de la lectura de libros relacionados con el estudio del universo. Bell estudió la licenciatura en física en la Universidad de Glasgow y el doctorado en la Universidad de Cambridge. Mientras era estudiante en ésta, se incorporó a un grupo dirigido por su asesor Anthony Hewish que construía un radiotelescopio para estudiar cuásares.4 Cuando el aparato entró en funcionamiento, Jocelyn recibió la tarea de analizar las señales que detectaba. Encontró una señal muy rápida y periódica, proveniente de una región específica del cielo, que no podía provenir de un cuásar. En un principio pensó que una señal tan regular solamente podría ser un mensaje enviado a la Tierra por una civilización inteligente, por lo que la llamó LGM (“Little Green Men”: Pequeños hombres verdes). Cuando la joven le contó el hallazgo a su asesor, éste no le creyó. Poco tiempo después Jocelyn encontró una señal similar, proveniente de otra región del cielo. Como era muy poco probable que existieran dos civilizaciones inteligentes que enviaran el mismo tipo de señal, se dio cuenta de que en realidad las señales provenían de un nuevo tipo de estrellas, que recibieron el nombre de pulsares (o estrellas de neutrones). El descubrimiento se publicó en la revista Nature, en un artículo firmado en primer lugar por Anthony Hewish y en segundo lugar por Jocelyn Bell. En 1974 Hewish recibió el premio Nobel por el descubrimiento. Años después, Bell comentó en una entrevista a la BBC que había dos impedimentos en la época para que recibiera el galardón: era estudiante y mujer. Cuando se le preguntó si estaba resentida por ello, contestó que no, pues estaba en buena compañía, refiriéndose a todas las mujeres científicas que no han recibido reconocimiento por su trabajo.
Éste también es el caso de Valentina Tereshkova (1937). Aunque es bien sabido que el primer hombre en viajar al espacio fue el astronauta ruso Yuri Gagarin y que el primero en pisar la Luna fue Neil Armstrong, muy pocos saben que Tereshkova fue la primera mujer en orbitar la Tierra. Nació en Yaroslavl Oblast, en el centro de Rusia. Su padre había sido un héroe de guerra, que murió cuando ella era muy pequeña, y su madre trabajaba en una planta textil. Estudió algunos años en la escuela y después continuó su educación por correspondencia; además, era aficionada al paracaidismo y miembro del Partido Comunista. En 1961, después de que Gagarin llegara exitosamente al espacio, surgió la idea de enviar a una mujer a orbitar la Tierra. En 1962 se lanzó una convocatoria y Tereshkova fue seleccionada junto con otras cinco mujeres, entre cuatrocientas candidatas, para ser formada como astronauta. El entrenamiento al que fueron sometidas era intensivo e incluía vuelos que simulaban gravedad cero, pruebas de aislamiento, clases de ingeniería y saltos en paracaídas. Después de tener un desempeño sobresaliente, Tereshkova fue la elegida para ir al viaje. Así, en 1963, cuando tenía 26 años, despegó sola en el cohete Vostok 6, para convertirse en la primera mujer en viajar fuera de la Tierra. Aunque sufrió varios malestares, orbitó la Tierra 48 veces y estuvo en el espacio durante casi tres días. Aún hoy son pocas las mujeres que han tenido la oportunidad de ir al espacio: de las 585 personas que lo han hecho, solamente 53 han sido mujeres. Hasta el momento hemos hablado de mujeres científicas de muchas nacionalidades, pero no podemos dejar de mencionar que México también ha tenido científicas muy destacadas, de las que pocos han oído hablar fuera del ámbito científico. Una de ellas es la primera astrónoma mexicana, Paris Pişmiş. Nació en Estambul, Turquía, en 1911, dentro de una familia armenia de clase alta. A pesar de que había muchos prejuicios en su país para que las mujeres estudiaran, terminó una licenciatura en matemáticas y astronomía clásica en la Universidad de Estambul. Como era una alumna brillante, su asesor Erwin Freundlich la apoyó para que continuara sus estudios en la Universidad de Harvard, donde obtuvo un doctorado en astrofísica y donde conoció al que sería su esposo, el matemático mexicano Félix Recillas, con quien se casó en 1941. Un año después la pareja se trasladó a México, donde Paris se convirtió en la primera astrónoma profesional del país. Durante su carrera en México, como profesora e investigadora de la UNAM, Pişmiş impulsó enormemente la educación de la astronomía en México y publicó varias investigaciones importantes sobre temas como la estructura de las galaxias espirales y el movimiento de las estrellas dentro de cúmulos y galaxias en un área conocida como dinámica galáctica.5 Las historias que mencionamos anteriormente son sólo unos cuantos ejemplos: alrededor del mundo hay un gran número de mujeres brillantes que han trabajado con poco o nulo reconocimiento por su labor científica. Es muy importante que recordemos y reconozcamos a las mujeres científicas, además de que impulsemos a las niñas y jóvenes para continuar con su legado.
Imagen de portada: Valentina Tereshkova.
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En inglés, la película se tituló Hidden Figures y está basada en el libro homónimo de Margot Lee Shetterly. ↩
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Francisco Haghenbeck, Matemáticas para las hadas, Editorial Grijalbo, México, 2017. ↩
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Brenda Maddox, The Dark Lady of DNA, Perennial, London, 2003. ↩
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Los cuásares son los objetos astronómicos más brillantes del universo. Surgen cuando un agujero negro, situado en el núcleo de una galaxia, comienza a absorber toda la materia que encuentra en su cercanía, produciendo una enorme cantidad de energía. ↩
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Paris Pişmiş, Reminicenses in the Life of Paris Pişmiş: A Woman Astronomer, Instituto de Astronomía/Instituto Nacional de Astrofísica, Óptica y Electrónica, México, 1992. ↩