Viaje a la luna

Mapas / suplemento / Julio de 2018

Luciano de Samósata

5) En cierta ocasión zarpé desde las columnas de Heracles y un viento favorable me condujo hacia el océano occidental. El motivo y propósito de mi viaje eran mi desmesurada curiosidad y el ansia de ver cosas nuevas, pues quería saber dónde acababa el océano y quiénes eran los hombres que vivían más allá. Así pues, cargué en el barco gran cantidad de alimentos y agua suficiente, y reuní una tripulación de cincuenta hombres con quienes compartía edad y determinación. Me había procurado además una gran cantidad de armas y había reclutado al capitán de mayor pericia por una suma nada desdeñable. Hice que reforzaran la nave, que era un navío mercante, para que pudiera resistir una travesía larga y peligrosa.


6) Navegamos con buen viento durante un día y una noche, sin perder de vista la costa y dejándonos llevar con suavidad. Pero al amanecer el viento empezó a soplar con fuerza y el mar se encrespó, la oscuridad nos envolvió y no pudimos izar la vela. No nos quedó otro remedio que abandonarnos a la tormenta, que nos azotó durante setenta y nueve días. Cuando al octogésimo apareció el sol de repente, pudimos vislumbrar no muy lejos una isla alta y frondosa contra la que batían suavemente las olas. Lo peor del temporal había pasado. Pusimos proa hacia allí y apenas hubimos desembarcado nos tumbamos un buen rato en el suelo para recuperarnos de tan prolongado esfuerzo. Finalmente nos levantamos y elegimos a los treinta compañeros que se quedarían custodiando la nave mientras los veinte restantes venían conmigo a explorar el interior de la isla.

7) Nos metimos por el bosque y a unos quinientos metros del mar encontramos una estela de bronce, con una inscripción en letras griegas, muy desgastadas y borrosas, que decía: “Hasta aquí llegaron Heracles y Dioniso”. A su lado sobre una piedra había dos pisadas, una de casi treinta metros de largo y la otra más pequeña; a mi entender la pequeña era de Dioniso y la otra de Heracles. Nos postramos en señal de adoración y proseguimos nuestro camino. No habíamos avanzado apenas cuando nos encontramos un río por el que fluía un vino muy parecido al de Quíos. La corriente era caudalosa y profunda, tanto que en algunos lugares resultaba incluso navegable. Entonces le dimos mayor crédito a la inscripción de la estela, pues ante nuestros ojos se hallaban las pruebas de la presencia de Dioniso. Se me ocurrió entonces descubrir dónde se originaba el río, de modo que avancé corriente arriba, pero no encontré ninguna fuente, sino muchas viñas de gran tamaño cargadas de racimos. De la raíz de cada una manaba gota a gota un vino transparente que daba origen al río. En él se podían ver también muchos peces de color y gusto parecidos a los del vino. Pescamos algunos y al comerlos nos emborrachamos, cosa normal pues al abrirlos descubrimos que estaban llenos de heces de vino. Más tarde se nos ocurrió la idea de mezclarlos con otros peces de agua para rebajar la fuerza de ese vino comestible.

8) Luego atravesamos el río por un vado y nos encontramos una especie de viñas gigantescas. La parte inferior de su tronco, la que salía de tierra, era gruesa y frondosa, pero en la superior eran mujeres con un cuerpo perfecto de cintura para arriba, tal y como nuestros artistas representan a Dafne cuando en brazos de Apolo se convierte en laurel. De las puntas de los dedos les salían sarmientos colmados de racimos y en la cabeza, en lugar de cabello, tenían hojas, pámpanos y racimos. Cuando nos acercamos nos saludaron y nos dieron la mano, unas hablaban en lidio, otras en indio y la mayoría en lengua griega. También nos besaron en la boca. Pero aquél a quien besaban enseguida se emborrachaba y empezaba a tambalearse. En cambio, no nos permitieron coger sus frutos, pues al arrancarlos gritaban de dolor. Algunas deseaban mantener relaciones con nosotros, pero dos compañeros que se abrazaron a ellas ya no pudieron separarse y quedaron atrapados por sus partes. Se fundieron con ellas y echaron raíces, en un instante sus dedos se convirtieron en sarmientos, el cuerpo se les cubrió de pámpanos y parecía que también ellos estaban a punto de dar frutos.

9) Los dejamos allí y salimos huyendo hacia la nave. Al llegar se lo contamos todo, incluyendo la unión de nuestros compañeros con las viñas, a los que se habían quedado esperando. Luego cogimos unas ánforas y nos abastecimos de agua y vino del río. Acampamos muy cerca en la orilla, y al amanecer zarpamos empujados por una brisa ligera. Pero a eso del mediodía, cuando ya habíamos perdido de vista la isla, nos sobrevino de repente un tifón que hizo volcar la nave, la levantó a más de cinco mil metros de altura y no dejó ya que volviera al mar, pues el viento soplaba con fuerza en las velas e hinchaba la lona, llevando así nuestra nave suspendida por los aires.

Mapa de la Luna, Planetary Maps for Children. Ilustrador: Lázló Herbszt

10) Surcamos los cielos durante siete días con sus correspondientes noches y al octavo divisamos en el espacio una gran extensión de tierra, una especie de isla brillante y redonda que resplandecía con una luz rutilante. Pusimos proa hacia ella y tras fondear la nave desembarcamos. Al explorar el país descubrimos que estaba habitado y cultivado. Durante el día no se veía nada desde allí, pero cuando se hizo de noche fueron apareciendo muchas otras islas vecinas, unas más grandes y otras más pequeñas, todas de color fuego. Más abajo había otra tierra con ciudades y ríos, con mar, bosques y montañas, que nos pareció que era la que nosotros habitamos.

11) Estábamos decididos a avanzar un poco más cuando nos salieron al paso los que allí llaman hipobuitres. Estos hipobuitres son hombres que cabalgan a lomos de unos buitres enormes y utilizan estas aves como si fuesen caballos. Los buitres son muy grandes y suelen tener tres cabezas. Para dar una idea de su tamaño diré que cada una de sus alas es más larga y gruesa que el mástil de un barco mercante. Los hipobuitres tenían la misión de sobrevolar la tierra y conducir a presencia del rey a todo extranjero que se encontrasen, de modo que nos capturaron y nos llevaron ante él. Al vernos se fijó en nuestras ropas y preguntó: “Extranjeros, ¿sois griegos?” Respondimos que sí y él replicó: “¿Cómo habéis logrado atravesar el espacio y llegar hasta aquí?” Entonces le explicamos toda nuestra aventura y él a su vez nos contó la suya. Nos dijo que era un hombre como nosotros y que se llamaba Endimión, y que un día, mientras dormía, lo raptaron de nuestra tierra y al llegar lo hicieron rey del país. Nos explicó que aquella tierra era lo que nosotros aquí abajo conocemos por la Luna y nos exhortó a tener valor y a no temer peligro alguno, pues se nos proporcionaría todo cuanto hiciera falta.

12) “Y si logro ganar la guerra que en estos momentos libro contra los habitantes del Sol, pasaréis a mi lado la vida más dichosa que podáis imaginar.” Nosotros le preguntamos quiénes eran los enemigos y cuál la causa del conflicto. “Faetón, el rey de los habitantes del Sol —pues el Sol, al igual que la Luna, también está habitado—, hace tiempo que nos tiene declarada la guerra”, respondió. “Comenzó por el motivo siguiente: en cierta ocasión reuní a los súbditos más pobres de mi reino porque quería enviarlos a fundar una colonia en el Lucero del Alba, que está desierto y deshabitado. Movido por la envidia, Faetón impidió la colonización, pues a mitad de camino nos salió al paso a lomos de sus hipotermitas. Aquella vez fuimos derrotados, pues no podíamos rivalizar con su ejército y tuvimos que retirarnos. Pero ahora quiero emprender de nuevo la guerra y enviar otra expedición colonizadora. Si queréis acompañarme os procuraré un buitre de los establos reales y el resto de las armas a cada uno. Mañana nos pondremos en marcha”. “Así sea, ya que es lo que deseas”, dije yo.

Pasaje de Relatos verídicos de Luciano de Samósata, Auieo Ediciones, México, 2012.