Toda poesía deslocaliza el lenguaje unívoco del poder y devuelve los significados perdidos o degradados a una comunidad. Es la voz, dice Stéphane Mallarmé, de la tribu, o al menos lo fue hasta el inicio de la modernidad. El profeta (“el que habla en nombre de”), el nabí en hebreo (“el que habla con vehemencia y bajo el influjo de algo que lo trasciende”), tenía esa función. Contra el lugar común que lo mira como un adivinador del futuro y el reduccionismo teológico que lo acota a ser el vaticinador de la venida de Cristo, la función del profeta era restablecer para el pueblo los significados extraviados por el poder. De allí que el profeta haya surgido en el periodo cuando Israel tuvo reyes. El poeta en Grecia —el receptor de Mnemosina, la hija de Gaya, la madre de la musas, que recoge los recuerdos de los muertos antes de entrar en las aguas del olvido—, el rapsoda, “el zurcidor”, como lo llama Platón en Ión —que cantaba lo que la musa le susurraba— preservaba el sentido de una nación contra los vaivenes de la historia. Su palabra era un dique contra el olvido. Era, semejante al nabí, el ministro del dios. Bajo la luz de la poesía, los poetas podían así concitar a un pueblo, expresar su alma y sacudir los extravíos de su existencia histórica y política. Desde la modernidad, la tarea del poeta parece, sin embargo, muerta. Ha perdido, al menos en Occidente, la autoridad para asumir la vocación histórica de un pueblo y su sentido. Confinada en los libros y en la salas de lectura, su palabra no tiene ya la autoridad que tuvo Esquilo para denunciar en Las troyanas las atrocidades de los griegos en Melos. Cercada, dice George Steiner, por la erosión que ha sufrido el lenguaje a causa de las simplificaciones groseras, de las trivialidades de la comunicación de masas y sus escrituras digitales, del uso de clichés, de definiciones acríticas, palabras inútiles y discursos políticos que, desarraigados de sus raíces morales, justifican la mentira y ocultan las bestialidades y los crímenes contra la humanidad, la palabra poética está en crisis. El hecho de que esto sea así no ha impedido, sin embargo, que la poesía —“inmortal y pobre”, decía Borges—, rompa por momentos los diques en que la inanidad moderna la ha contenido y desbordándose vuelva a refundar el sentido. Para saberlo hay que escapar de la idea de que el único lugar de la poesía es el de su escritura, el de su confinamiento en las páginas silenciosas de un libro. La poesía, en su sentido fundamental, no pertenece a ese dispositivo nacido en los siglos XII y XIII, sino a la oralidad y a la plaza pública. Puede, como desde esos siglos empezó a hacerse, preservarse en la memoria de un libro, pero como se preserva una partitura musical. Puede, incluso, como en un concierto, ejecutarse en una sala cerrada para edificación de un público. Pero su tarea fundamental —la de redescubrir al pueblo su vocación y su sentido— hay que buscarla hoy en otra parte: en los grandes movimientos sociales que no buscan el poder, sino, como lo hicieron el nabí y el rapsoda, deslocalizarlo y recordar lo que se perdió, se humilló, se destruyó; surge allí donde alguien no habla por sí mismo, como el poeta moderno, sino en nombre del sentido, y se vuelve nuevamente “la voz de la tribu”. Pienso, en este sentido, en Gandhi en su condición de Mahatma. Como todo gran poeta, Gandhi recordó “verdades tan viejas como los cerros”, pero las expresó en un lenguaje nuevo, macerado por siglos de la más alta tradición poética, la de los libros sagrados. A través de sus escritos, de sus discursos públicos, de sus ayunos, de sus largas caminatas, de su vida austera, hablaba la dignidad de un pueblo humillado y recuperaba su ser y su sentido aplastado por la univocidad occidental del imperio británico. El movimiento zapatista pertenece a ese orden y el finado subcomandante Marcos, renacido en el subcomandante Galeano, a la naturaleza del poeta. Desde la aparición del Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN), el 1o de enero de 1994, el subcomandante Marcos lo expresó: “Por mi voz habla el Ejército de Liberación Nacional”. Como Isaías, como Ezequiel, como Homero o Esquilo, Marcos es un medio, un nabí, un rapsoda o, para usar una palabra del mundo maya, un votán: “el corazón que habla”. Lo explicitará, de manera tan directa como moderna, cuando en mayo de 2014, a raíz del asesinato del profesor Galeano —base de apoyo—, el zapatismo decida matar simbólicamente a Marcos y hacer resurgir al profesor asesinado en el subcomandante Galeano: “Si me permiten definir a Marcos diría […] que fue una botarga […], un medio”. A través de esa voz, no sólo el alma de un pueblo oprimido y silenciado durante 500 años recuperó su sentido y su lugar en el mundo, sino que a través de ella, nos recordó el sendero perdido por el discurso unívoco del poder.
Todo el zapatismo está así puntuado de poesía. Su fuerza no radica en las armas ni en la ideología, sino en la poesía misma, cuya voz se expresa mediante el panfleto que adquiere otra vez en ellos el rango literario que las ideologías destruyeron; en cuentos como los del Viejo Antonio o la aventuras de Durito, donde el sentido de la tradición de Occidente y del mundo indígena se unen sorprendentemente; en símbolos como el pasamontañas o el paliacate —no un embozamiento, sino el signo de lo que el poder borró: “Somos los sin rostro”— y en la encarnación del sentido: los Caracoles. A través de ella, el zapatismo no ha dejado de recordarnos que la tierra y el ser humano son sagrados, que defender su sacralidad implica poner límites al poder mediante autonomías y formas de vida proporcionales, que el progreso, el neoliberalismo —venga del Estado o de la iniciativa privada— es, en su condición sistémica, depredador e inhumano, porque al contraponer los intereses de cada quien mediante la ambición de todos los bienes, crea el estado de competitividad y de violencia en el que México se hunde, y que para escapar de él —es la pedagogía de los Caracoles— hay que volver a la proporción. Ella —que, dice Platón en el Timeo, es la más bella de todas las relaciones entre dos o más elementos— es la condición bajo la cual cada persona y cada cultura florecen a su manera y preservan la vida. Uno de los más bellos momentos de esa poesía sucedió a finales de 1995 y principios de 1996. Después de más de un año del levantamiento, de haber rechazado la amnistía del gobierno con su comunicado “¿De qué nos van a perdonar?”; a menos de un año de iniciados los diálogos, el presidente Ernesto Zedillo ordenó una avanzada militar que rompió la tregua establecida entre el EZLN y el gobierno. Cercados, criminalizados, perseguidos, la participación de los zapatistas en la Convención Nacional Indígena que se realizaba en la Ciudad de México estaba vedada. Si lo intentaban serían detenidos y encarcelados. Ante la amenaza, los zapatistas, a través del nabí, del rapsoda, del votán, de la botarga, de la voz del EZLN enviaron un comunicado escueto, mordaz: “¡Uyyy!” y tras él, “el arma más beligerante e intransigente del zapatismo”, la Comandanta Ramona: pequeña, pobre, desarmada, enferma, cubierta con un pasamontañas y envuelta en su huipil. La sorpresa de la poesía doblegó al poder, silenció las armas, deslocalizó el discurso, restableció otra vez el sentido. Lo pequeño, lo pobre, no sólo es hermoso —como decía E. F. Schumacher— es el sentido donde los seres nos miramos, nos reconocemos y nos amamos. Otro momento tan hermoso como el de la llegada de Ramona sucedió el 21 de diciembre de 2012, fecha del fin del tiempo en el calendario maya. Decenas de miles de bases zapatistas marcharon en absoluto silencio con sus pasamontañas y paliacates en cinco municipios de Chiapas. Al final, la palabra escueta, profunda, certera: “¿Escucharon? Es el sonido de su mundo derrumbándose. Es el nuestro resurgiendo. El día que fue el día era noche. Y noche será el día que será el día”. La fuerza de la poesía del zapatismo —lo que ella contiene de verdad— es la que ha impedido que el discurso del poder lo destruya. Ni el ejército ni las guardias blancas ni las grandes traiciones del aparto de poder —llámese PRI, PAN, 4T— han podido vencerlo. Cada vez que lo han intentado, la poesía, que es el corazón del zapatismo, reaparece, deslocaliza y rompe el cerco de la mentira y la violencia. Hoy su silencio, su confinamiento en los Caracoles frente a la nueva embestida neoliberal de los megaproyectos de la 4T (el Tren Maya, Dos Bocas, el Corredor Transístmico) y el despliegue de la Guardia Nacional para contener y reprimir a los migrantes no es otra cosa que la continuación del comunicado del 21 de diciembre de 2012. Detrás de ese silencio seguimos escuchando el ruido de un mundo que, disfrazado de día con la 4T, continúa su desmoronamiento, y bajo esa noche de los tiempos plagada de mentiras, violencia, desapariciones y crímenes atroces, el silencio de la poesía que —como el silencio de la luz del cirio en la noche de la resurrección— conserva el fulgor del sentido que prepara, en medio de la tiniebla y para quien sabe oír, la llegada del día.
Texto resultado de la colaboración con la Cátedra Nelson Mandela de Derechos Humanos en las Artes.
Imagen de portada: Pintura del Compañero Tomás, 2015