Siempre he repudiado la postura de hablar en nombre de un “tercero”, porque ése es un acto de silenciamiento; sea este tercero las trabajadoras sexuales, l@s indígenas, l@s proletari@s, l@s trans, la mariconada. La lista es infinita; es una práctica de la izquierda intelectual, del feminismo académico, pero también del “popular” hablar a nombre de l@s de abajo. El resultado se convierte en un acto de usurpación e impostura e inclusive muchas veces de simplificación. No me coloco frente a la cuestión gigante del trabajo sexual, prostitución, situación de prostitución, etcétera, como vocera ni representante de nadie. No hablo en nombre de mis compañeras y creo que si hay algo importante y político en éste como en todos los temas habidos y por haber es la palabra en primera persona. Lesbianas, indias, trabajadoras del hogar, trabajadoras sexuales, trans y otras hemos venido construyendo nuestras propias voces en un largo camino de enunciación que es por demás novelesco y fecundo. Cada uno de esos procesos de enunciación ha provocado un enriquecimiento de los debates y los lenguajes de lucha como también la invención de nuevas palabras y de nuevos espacios. Al mismo tiempo y aunque parezca contradictorio, tampoco soy de la idea de que la discusión, por ejemplo, sobre trabajo sexual sea un tema sobre el cual únicamente las trabajadoras sexuales puedan tomar la palabra, lo mismo que en la cuestión de los pueblos indígenas o cualquier otra. Ninguna discusión sin los sujetos protagonistas, pero tampoco encerrarnos en guetos identitarios que terminan homogeneizando y repitiendo una y otra vez el mismo contenido autoenunciativo por carencia de diálogo con otros universos de sentido. Propongo entonces asistir a toda discusión desde la primera persona, lo que éticamente nos obliga a explicitar ese lugar desde donde hablamos reconociendo las limitaciones y el alcance de la voz singular. Tengo cara de puta. La palabra puta en mi vida como en la vida de todas las mujeres apareció en mi primera infancia y es existencial. Mi comportamiento sexual como el de cientos de millones de mujeres ha sido calificado como el de una “puta”. Nunca he ejercido el trabajo sexual pero muchas veces no lo habría descartado como opción de subsistencia. Hablo sobre trabajo sexual y sobre la condición de la puta como propiciadora de un espacio que considero imprescindible para los feminismos, un espacio de alianzas insólitas1 en el que la trabajadora sexual es, como muchas veces lo he dicho, “anfitriona del cambio social, es decir, figura central”. Sin trabajadoras sexuales no hay feminismo. No estoy hablando de una forma de inclusión “caritativa”, para “salvarla” sino al contrario, ella, la puta, tiene la vara con la que remover las sexualidades de todas las mujeres y por eso es un sujeto imprescindible.
Pareciera que en muchos escenarios feministas la discusión entre la lucha por abolir la prostitución o regularla fuera eterna e irreconciliable y, peor aún, pareciera que únicamente existen esas dos posibilidades ante el trabajo sexual. Las acusaciones mutuas no esclarecen ni aportan al avance del debate, sino que representan enfrentamientos estancados hace décadas. Éstos se intensifican cada que aparecen financiadores detrás de alguna de las posturas, que no aceptan, por otro lado, ningún argumento nuevo: o te adscribes a una de las dos o te callas. De más está decir que ésta es otra de las discusiones instaladas en los feminismos de esta parte del mundo desde visiones eurocéntricas y estadounidenses; el debate llegó en avión con argumentos ya armados y autoras que había que canonizar de antemano de uno y otro lado. Ambas posturas configuran un cuadro binario y dicotómico que se sataniza mutuamente y dentro del cual he decidido no colocarme. No me adscribo a ninguna de esas posturas, nunca lo hice y para permitirnos pensar la realidad y avanzar es absolutamente necesario pararse por fuera de ese binarismo simplificador que ha terminado por poner la cuestión del trabajo sexual sobre un eje moral y no político. Ambas posturas explotan la victimización de la trabajadora sexual en dos sentidos distintos pero igualmente tóxicos. A propósito: juego con la incorrección de usar puta, trabajo sexual y prostitución de forma indistinta.
Éste es el título de uno de los ensayos sobre trabajo sexual más leídos en castellano. Junto con Sonia Sánchez soy su coautora y quiero decir que fue robada mi coautoría y mal utilizada por Sonia Sánchez, quien coloca el texto como un ensayo abolicionista. El título pertenece a la organización boliviana de mujeres en prostitución con quienes ya habíamos trabajado para nuestra tesis y en ese contexto conocimos a Sonia, a través de la Lavaca y el Colectivo Situaciones. Montamos la muestra de arte “Ninguna Mujer nace para puta” en Bolivia y pasamos un mes en una de las llamadas “zonas rojas” de La Paz. Sonia asistió como invitada para que se nutriera del trabajo boliviano, de ninguna manera como creadora. Gracias a Lavaca la muestra se llevó a Buenos Aires. Por lo que decidimos escribir un ensayo desde ambas realidades en el que Sonia aportó muy poco pues el trabajo estaba prácticamente listo y elaborado por el equipo boliviano. Con la ilusión de ir más allá de nuestro contexto nacional aceptamos colocarlo en diálogo con Sonia quien terminó robando el trabajo y entregándolo a manos de grupos abolicionistas que la usan a ella y usan un trabajo que en ningún momento se colocó dentro de la historia de trata que hoy falsea Sonia para obtener espacio mediático.
La figura de la trata y tráfico ha sido creada recientemente dentro el campo policiaco y penal para endurecer el control sobre las trabajadoras sexuales. Viene impulsado por fuertes fondos de cooperación internacional y el efecto político es que no discutamos el trabajo sexual dentro de un campo político, sino que toda forma de prostitución sea investigada y perseguida como producto de la trata y el tráfico. A pesar de que la prostitución no es un delito en Bolivia ha servido para que la policía desencadene con mayor impunidad y cinismo la persecución contra las trabajadoras sexuales. Semanalmente nos vemos en comisarías para liberar a cientos de compañeras arrestadas, manoseadas, insultadas, maltratadas por la policía e incluso extorsionadas o violadas. Los cuerpos de las trabajadoras sexuales sirven gracias a la creación del delito de “trata y tráfico” para que la policía descargue toda su violencia y abuso de poder. No se persigue ni a proxenetas ni a tratantes que tienen fácilmente arreglos directos con las cúpulas policiales. Lo que se hace es descargar la violencia policial contra las trabajadoras sexuales que están en prostitución callejera o en los locales más pequeños. Se lleva a cabo un simulacro ante la sociedad que da la sensación de que se está luchando contra la “inseguridad ciudadana”, con el fin de obtener rédito mediático ante sociedades moralistas e hipócritas. Toda esta acción convierte el trabajo sexual en una actividad altamente peligrosa para las compañeras y las condiciones de clandestinidad y criminalización a las que se ven empujadas favorecen al prostituyente y al proxeneta. A ese conjunto de condiciones jurídicas, policiacas y “sanitarias”3 que rodean al trabajo sexual es a lo que llamo Estado proxeneta, una de las características del Estado Patriarcal. En ese contexto, por ejemplo, no se trata de luchar por derechos sino contra el secuestro de las libertades y contra las formas de persecución y vigilancia. Como lo dije varias veces, si el problema contra el que se quiere luchar es la trata y tráfico de mujeres lo que hay que hacer es cuestionar el orden colonial de las fronteras y luchar contra las leyes de extranjería del espacio Schengen, los Estados Unidos y Canadá. De todos los universos de mujeres el que con mayor rigor sufre persecución política es inocultablemente el universo de las trabajadoras sexuales, al punto de que esta persecución es rutinaria.
Hay una continuidad fundante entre puta y no puta, y al mismo tiempo un universo de conocimientos propios del trabajo sexual que son continuamente negados. Lo mismo que en todo trabajo o actividad de subsistencia se desarrolla un conjunto de saberes. Así como la cocinera, la panadera, la pescadera, la vendedora ambulante, todas adquieren saberes propios de su oficio, la trabajadora sexual también lo hace. El oficio no es simplemente cobrar por sexo. La peligrosidad de sus saberes y la importancia de los mismos, el lugar que ellas ocupan en su relación con el universo masculino, es eso lo que realmente no se quiere discutir cuando se discute sobre trabajo sexual. Los saberes de la trabajadora sexual tienen un carácter inflamable y explosivo.
Propongo un conjunto de tres elementos que podrían ser diez o 25 que convierten a la trabajadora sexual en la anfitriona del cambio social y en una protagonista central del cuestionamiento de la norma patriarcal en torno al cuerpo y la sexualidad.
“un pene, cualquier pene es siempre una miniatura” (es un grafiti cuya autora es una trabajadora sexual). Ella acumula más que ninguna otra mujer, más que la esposa y más que la amante, una cantidad de conocimientos sobre la afectividad, la sexualidad, el cuerpo, las dolencias y los complejos del macho. Recibe al mismo tiempo un mandato que es el de guardar esos saberes en secreto; la subversión es contar ese secreto.
si como dice Rita Segato hay una “guerra contra las mujeres” o si no queremos usar la categoría de Segato, pero evidenciamos un despliegue de violencias machistas contra las mujeres, en ese despliegue las trabajadoras sexuales son quienes están funcionando como dique, como pared de impacto primero de esas violencias, como lugar donde esas violencias se presentan como legítimas. De esas experiencias y de la forma de confrontarlas, evadirlas y prevenirlas la trabajadora sexual es la mayor maestra. Las ve venir, las escruta en los ojos de su interlocutor y las huele. La subversión es revelar lo que sabe.
el trabajo sexual es tan antiguo como la Biblia; esa antigüedad le da en el tiempo la misma densidad histórica que al trabajo de las curanderas o las campesinas, la diferencia es que ese saber acumulado ha sido desacreditado y despojado de toda dignidad. Pero mientras cualquier prostituyente se atreve a recordarle a cualquier mujer la antigüedad del oficio, las mujeres nos negamos a utilizarla como dato fundamental del valor de los saberes de “la puta”. En las culturas precoloniales, por ejemplo en la inca, se llamaban pampayruna.4 La antigüedad del oficio implica la necesidad urgente de entender el trabajo sexual como un hilo conductor de la historia misma de las mujeres. La subversión es reconstruir nuestras historias colectivas a partir del lugar de la puta en nuestras culturas y en nuestras sociedades. Por ejemplo, los pueblos indígenas en la zona andina se niegan a reconocer la existencia precolonial de la prostitución. Esa historia es un eje fundamental para la comprensión de todas las formas de intercambio de mujeres al interior de los pueblos indígenas.
Más allá de toda discusión ideológica una cuestión que ha caracterizado nuestro trabajo es volcar toda postura en formas de lo que llamamos política concreta. Desplegar prácticas políticas. A eso le llamamos también feminismo concreto, que tiene que ver con la crítica a movimientos ideológicos que en general se limitan a relatar y discutir cómo deberían de ser las cosas, pero no hacen nada en la realidad concreta sino prometer el cambio una vez conseguida “la revolución”. En relación con el universo del trabajo sexual nosotras hemos propuesto junto a varias compañeras con las que hemos trabajado6 y discutido desde hace muchos años el desarrollo de locales de prostitución autogestionarios que son pequeños y que están integrados y gestionados por las propias trabajadoras sexuales. Estos locales son diurnos, se denominan en la jerga interna como “oficinas”. Las compañeras eligen los horarios en los que deciden trabajar allí y combinan el trabajo sexual con otras actividades de estudio o de trabajo, lo cual en otros locales es imposible. Nuestra mayor dificultad ha sido precisamente el enfrentamiento con las mafias proxenetas que se han dedicado a mandarnos redadas policiales que con el pretexto de intervenir locales clandestinos desmontan nuestros espacios. Hemos logrado después de diez años de luchas una ley municipal de regulación del trabajo sexual autogestionario de manera que las compañeras puedan obtener una licencia de funcionamiento para que la policía deje de tener como pretexto su “clandestinidad”. Esta ley municipal7 ha sido redactada colectivamente por nosotras y peleada ante el gobierno municipal de La Paz, los proxenetas y las oenegés regulacionistas se han opuesto porque les quita poder, las abolicionistas se han opuesto también. Si esta ley hubiera salido en Ámsterdam o en París hubiera sido tapa del New York Times, como la hemos hecho en Bolivia ha quedado invisibilizada. Su originalidad está en que nos hemos atrevido a pensar colectivamente por nosotras mismas y por fuera de toda corrección política. Somos malas, queremos ser peores.
Imagen de portada: A principios de siglo las mujeres en situación de prostitución debían aparecer en un registro policial con un pañuelo negro en señal de arrepentimiento. La Paz, foto Archivo Cordero. Cortesía de la autora
“Indias, putas y lesbianas, juntas, revueltas y hermanadas. ¡Un libro sobre Mujeres Creando!”, en No pudieron con nosotras: El desafío del feminismo autónomo de Mujeres Creando, Elizabeth Monasterios P. (ed.), University of Pittsburgh/Plural Editores, La Paz, 2006, pp. 27-59. Es una propuesta teórica que desarrollé y que sirve como base fundacional de la organización Mujeres Creando. ↩
En Bolivia las compañeras están obligadas a sacar un llamado “carnet sanitario” donde figura su nombre verdadero, su apellido y una foto suya. Con ese carnet deben hacerse una revisión vaginal semanal que las convierte en vaginas caminando. De hecho el Estado protege con esta medida la “salud” del prostituyente; con cada revisión ellas obtienen un sello que les permite trabajar. Si no tienen el carnet son acusadas por el Estado de daño a la salud pública. ↩
Pampayruna es un nombre que alude a la morada y al oficio, porque está compuesto de pampa que es plaza o campo y de runa que quiere decir persona. Véase Bernardo Ellefsen, Matrimonio y sexo en el Incario, Los Amigos del Libro, La Paz, 1989. ↩
Usamos de forma indistinta trabajo sexual y prostitución porque estamos a medio camino entre ambos conceptos. La organización en La Paz que lleva adelante este trabajo se llama OMESRPO: Organización de Mujeres en Prostitución, ellas han decidido impulsar un trabajo colectivo no público, no quieren hacer una militancia pública, porque no quieren pagar a nivel personal el costo político que eso supone. ↩
La OMESRPO, fundada en Mujeres Creando, lucha simultáneamente contra dueños de locales y contra el Estado. ↩
“Luis Revilla promulgó la ley de trabajo sexual”, Página Siete, disponible [aquí]{:target=”blank”}(https://www.paginasiete.bo/sociedad/2018/12/29/luis-revilla-promulgo-la-ley-de-trabajo-sexual-204521.html) y María Galindo, “Hipócritas y proxenetas son l@s que se oponen”, _Página siete, disponible aquí ↩