Hotel Francés, la cuarta novela de Raúl Carrillo Arciniega y Premio Internacional de Narrativa Ignacio Manuel Altamirano 2021, consigue algo involuntario: iluminar con brutal intensidad la hediondez, violencia, corrupción y racismo de México, y digo “involuntario” pues la novela (paradójicamente) no trata sobre México: Hotel Francés versa sobre los padres de Ricardo Arnau, el protagonista y narrador de esta historia espeluznante. A través de ellos —y solo en segunda instancia a través de sus hermanos—, Carrillo Arciniega logra una sinécdoque del país, un ejercicio similar al que hiciera Enrique Serna con El vendedor de silencio (2019): ambas novelas son (a su manera) una radiografía del México de los años sesenta y setenta. Difícil encontrar novela más repulsiva; he ahí, no obstante, su dostoievskiana sublimidad: Carrillo Arciniega sublima a través de la forma lo peor de los seres humanos, la excrecencia pura de mis compatriotas; en particular, la de los padres de Ricardo. Hotel Francés no es para cualquier apetito. A quien imagine una novela más o menos “funcional” psicológicamente hablando, este relato le dará una cuchillada en el esternón. No hay resquicio, no hay momento de alegría y ni siquiera una página de sosiego en la vida de Ricardo Arnau: todo es, desde que nació, infierno. Ricardo no ha conocido sino las heces del inframundo mexicano a pesar de ser un niño rico, a pesar de tenerlo todo en un país desigual, corrupto y clasista. Mas eso que le ocurre no es su culpa; él no ha tomado esas malas decisiones que abundan en la novela. La culpa es de Silvia, la madre, y de Enrique Arnau, el padre, que no hicieron sino destruirle la existencia desde que nació. Hay que decir que Carrillo Arciniega logra describir las cosas “como fueron”, sin clichés, maniqueísmos o asignando “culpas” a posteriori para justificar el destino de Ricardo. En muchas novelas solemos presenciar erradas decisiones ante los grandes dilemas de la existencia; aquí leemos una historia donde son otros (los padres) quienes le joden la vida al protagonista. Si acaso algo consigue salvar a Ricardo Arnau del horror, es la posibilidad de contar su vida, y lo hace con crudeza, sin cortapisas y a ratos, sí, de manera abyecta:
Yo hubiera querido tener la familia de otros, la armonía de otros en los que todo estaba bien, en los que no hubiera falsas pretensiones de reconocimiento, una familia con roles funcionales y esa pretensión de que todo estaba bien. Pero el universo por alguna razón se había confabulado […] para ponerme en medio de una familia más cercana al caos, a la indiferencia, pero sobre todo a la violencia intrafamiliar.
Recapitulemos qué le ha acaecido a Ricardo Arnau: a los 11 años, un chofer oaxaqueño lo viola y al poco tiempo la madre también lo hace con el extravagante pretexto de “probar” su hombría. Según la interpretación a posteriori del narrador, no habría nada peor para Silvia que un hijo maricón y, tras haber sufrido el ataque sexual, había que comprobar que no se hubiera vuelto homosexual, el peor de los maleficios para una madre machista como la suya. Dicho esto, es plausible que, aparte de la locura de la madre, exista otro aspecto soterrado: y es que el padre de Ricardo, senador de Baja California y político prominente del PRI, no ha sino (indirectamente) solapado esta violación al haber escapado de las garras de su temible mujer (cabe decir que, primero, ha huido de Rosa, su primera esposa, diagnosticada con esquizofrenia). Es justo por la ausencia de ese padre, conjetura un Ricardo Arnau ya adulto, que la madre lo ha utilizado sexualmente como sustituto. En este sentido, es notable la capacidad psicoanalítica del narrador para, una y otra vez, desmenuzar el origen psíquico de los problemas de sus progenitores y, por ende, los suyos. Esto lo lleva a cabo con una suerte de empecinamiento que francamente no había leído nunca antes en la literatura latinoamericana: Carrillo Arciniega analiza hasta el cansancio cada ángulo y arista, cada acción y cada efecto de esa acción, como para asegurarse de que no existen otras posibles motivaciones ocultas. Por ejemplo, cuando en la tercera parte de la novela, Ricardo Arnau deduce que su padre no lo abandonó de niño porque simplemente no deseaba repetir el abandono que había sufrido de su propio padre, infiere que:
La decisión de Enrique por hacerse cargo del hijo [o sea de él mismo] fue hecha por el abandono de su propio padre. Silvia había ponderado esto o tal vez no, pero la causa verdadera del porqué había decidido que seguiría con Silvia fue demostrarle a su padre cómo se era un padre genuino […]; era su manera de reprocharle su ausencia.
No deja de llamar la atención el hecho de que, a pesar de su indiscutible penetración psicológica, Arnau no se dé cuenta de que son esas las mismas razones por las cuales él no ha abandonado a sus hijos al cabo de cuarenta años.
Después de la violación de la madre, vienen el abuso a las sirvientas del hogar, y más tarde, la vida prostibularia de Ricardo, a la que se hace adicto gracias al dinero malavenido del padre priísta, quien, de manera oblicua, necesita asegurarse de que su hijo (el único varón) no se ha hecho gay. No obstante, hay algo aún peor en este infierno de degradaciones: las golpizas de la madre, las vejaciones consuetudinarias.
Ricardo no es alto, no es firme, no es astuto y cabrón como Enrique, su padre, y, para colmo, quiere ser escritor, específicamente poeta. Esa es la puntilla para Silvia, quien, a lo largo de Hotel Francés, no hará sino maltratar a su hijo hasta desangrarlo. Uno no puede sino preguntarse, ¿y por qué no ha huido este adolescente o, bien, por qué vuelve a la casa materna después de tantos años? Porque hay que decirlo, la novela arranca con la muerte de la madre (como en El extranjero de Camus), y solo a partir del “regreso” de Ricardo a La Paz se destapa la cloaca de la historia familiar.
Ricardo tiene que ver muerta físicamente a su madre para, por fin, reconciliarse con su pasado. Cuando diez años atrás, Enrique Arnau fallece, el hijo ha decidido no asistir al funeral del padre, pues lo último que en ese momento quisiera es tener que encarar a su madre. La enfrentará, por fin, cuando esté muerta y pueda contarnos la historia de su vida. Insisto: solo lo hará de refilón, oblicuamente, pues esta es, sobre todo, la historia de los padres, la de sus infancias y juventudes imaginadas durante los años sesenta y setenta hasta su posterior encuentro amoroso, el cual Ricardo imagina de la peor manera posible: una joven Silvia rastrera, escaladora social, resentida y racista, déspota y agresiva, dispuesta a todo con tal de conquistar al político prominente, una mujer decidida a aceptar las innumerables amantes de su esposo siempre y cuando sea capaz de eventualmente destruirlas, cosa que hará en repetidas ocasiones.
En Hotel Francés no hay pudor, consideraciones al buen gusto ni medias tintas para decir las cosas de buena manera o más o menos suaves y edulcoradas. Como botón de muestra, termino:
Silvia intuía lo que estaba ocurriendo, pero dejaba que sucediera. Quería ver si la naturaleza podía recomponer algo que al final ella había tratado de reparar. Silvia había comprobado mi erección en esas visitas esporádicas cuando iba de Oaxaca a Guaymas en las que se quedaba por dos semanas. Dormía en mi cama, me acariciaba el pene y lo frotaba contra su vagina. En algunas ocasiones se lo introdujo y musitó algo mientras yo me hacía el dormido […] Simple y llanamente Silvia también me había violado.
Imagen de portada: ©Francisco Gamero, Gameboy color, 2020. Cortesía del artista