La herencia de la colonización española en los pueblos originarios del territorio que hoy conocemos como México es una brecha eterna, una cicatriz supurante, una adherencia dolorosa llamada mestizaje, constitutiva de los “dos Méxicos”.
Uno se percibió como incivilizado, subdesarrollado, pobre, romantizado, objeto de estudio antropológico y etnográfico. Este México racializado y atravesado por la violencia y el despojo es también fuente de mano de obra barata, o se traduce en habitantes de zonas de sacrificio para el extractivismo y la contaminación, víctimas de una violencia lenta. Este México ha sido históricamente escenario de políticas públicas de modernización y bienestar, así como de múltiples representaciones en el ámbito de la cultura.
El “otro” México es el criollo-mestizo, occidental, moderno, culto, urbano, privilegiado. A lo largo de la historia ha asumido la tarea de gobernar y configurar al primero, ya sea concibiéndolo como el heroico motor de la historia (por ejemplo, en el muralismo); tildándolo de subdesarrollado aunque rico en folclor y tradiciones (desde la perspectiva etnográfica); contemplándolo con nostalgia ante su inminente extinción por la modernización (Juan Rulfo); retratándolo como amenaza armada y personaje de la guerra contra las drogas, heredero y epicentro de la violencia colonial (Elena Garro, Rosario Castellanos), enclave preciado de la diversidad cultural del país o portador de tradiciones ancestrales y bellezas naturales (pienso en los comerciales de los años noventa “Estrellas del Bicentenario” de Televisa, protagonizados por modelos blancas).
Ahora bien, con los gobiernos asumidos como neoliberales el “otro” México apareció como víctima de violaciones de derechos humanos o de violencia de género, pero también como emprendedor potencialmente exitoso —pienso en La camarista (2018) de Lila Avilés —, carne de cañón de la modernidad y el desarrollo —en la obra de Santiago Sierra o en Roma (2018) de Alfonso Cuarón—, o narco-criminal.
En esta versión del “otro” México no se vislumbró una alternativa posible al sistema capitalista y una sensibilidad surgió de la incapacidad de la izquierda de proponer alternativas al neoliberalismo. En este “capitalismo realista” la solidaridad se hizo imposible, la culpa y el miedo omnipresentes y las cuestiones políticas se abordaron desde lo individual o privado, en vez de desde lo colectivo. El cinismo tendía a predominar también. En sintonía con la “transición a la democracia”, la producción cultural de los últimos 35 años en México se consolidó como un lugar para disentir y denunciar bajo la “tolerancia represiva” de los políticos neoliberales, que buscaron legitimar su política económica garantizando libertad de expresión y “derechos culturales” a las poblaciones marginadas.
El régimen posneoliberal actual descalificó esta producción cultural por considerarla “accesoria” y espectáculo elitista, y dio pie a una verdadera representación revolucionaria. En este contexto, no sorprende que el estreno de Bardo, falsa crónica de unas cuantas verdades (2022), la más reciente película de Alejandro González Iñárritu, haya polarizado las opiniones y causado un acalorado debate.
La película se resume como el viaje de visita a México de un documentalista local exitoso en Estados Unidos que viene a recibir un reconocimiento. El viaje de Silverio desata toda una serie de imágenes oníricas que bordean lo surrealista y denotan una serie de crisis existenciales del personaje. En Bardo las tragedias sociales que documenta Silverio son en realidad tangenciales, o el trasfondo de las elucubraciones psicológicas y meandros choreros del personaje. En ese sentido, Bardo perpetúa el statu quo de la división originaria de los “dos Méxicos”, el que sufre y el que, consternado o padeciendo de conciencia infeliz, mira, documenta, da testimonio, se pasea entre la tragedia tal flâneur decimonónico. En ese sentido, el filme refleja el statu quo conservador y muestra la urgencia de iniciar una emancipación cognitiva de ese régimen sensible en que la pregunta ya no será “¿quiénes somos?”, sino más bien “¿en qué nos convertiremos?”.
Ruido (2023), el cuarto largometraje de la cineasta Natalia Beristáin, y Feral (2022), la muy esperada novela de Gabriela Jauregui, son narrativas esenciales para entender el convulso presente desde una perspectiva de resistencia real. Ambas obras suponen un parteaguas en la historia de las representaciones recientes de la violencia entendida generalmente como “Guerra contra el narco” y traducida en narcoseries, narcoliteratura o documentales que reproducen relatos sobre víctimas de desapariciones y feminicidios.
Ruido y Feral abordan las luchas por la defensa del territorio, la persecución a los periodistas y defensores de derechos humanos, el crimen organizado, la impunidad y la misoginia asesinas, y se dilatan en el interregno espantoso de la búsqueda de respuestas en que se ha convertido el proceso de duelo de los familiares de desaparecides y de víctimas de feminicidios. Escritora y directora transforman este interregno de pesadilla en una oportunidad para la “subjetivación micropolítica”, que es lo mismo que sembrar semillas de esperanza, sororidad interseccional, resistencia y resiliencia.
De varias maneras, Feral nos ofrece el horizonte de la memoria de las rastreadoras de restos, las carroñeras, las enfermas de la memoria: perspectivas micropolíticas centradas en figuras femeninas que representan lazos de continuidad, solidaridad y amor forjados en la compartición del dolor por la ausencia y la violencia. Ellas dan cuenta de otras formas de entablar lazos comunitarios, circuitos de afecto, cuidado y solidaridad femeninos que ofrecen nuevos códigos y lenguajes de subjetivación micropolítica.
En la novela, las buscadoras se reúnen más allá de la identificación y de la conmemoración de la injuria para destruir la mística de las narrativas de la modernidad y sus manifestaciones contemporáneas: la intensificación de la violencia de género y del extractivismo, pero también la política basada en el género como ajena a la “política real”. Lo político se alinea aquí con la necesidad de trascender los marcadores identitarios que impiden la solidaridad interseccional y el potencial de construir coaliciones para resistir las violencias que constituyen la experiencia del presente.
En Feral la comuna se convierte en un tejido de ayuda y acompañamiento mutuos para cubrir necesidades al margen del control del Estado y las estructuras heteropatriarcales, al mismo tiempo que en un proceso de auto-educación en el poder propio para construir zonas seguras, al abrigo del poder, así como formas de vida ajenas al orden y las leyes del mundo heteropatriarcal. La comuna representa una red de personas que no se vinculan necesariamente desde el contrato social de clase vigente, pero que a través del afecto, la solidaridad, el dolor y las búsquedas compartidas crean alianzas interseccionales que se relacionan con la politización del duelo.
Otros ejemplos de estas redes son los colectivos de búsqueda que se reúnen para compartir sus historias. “No estás sole” es su lema. Estas formas de autoorganización y sus miembros son personajes clave en Ruido.
La película se centra en la historia de Julia, una artista plástica madura que busca a su hija Ger, de 25 años, desaparecida nueve meses atrás. Al no obtener respuesta por las vías institucionales, con la ayuda de una periodista que la contacta con una abogada, viaja a San Luis Potosí, donde se vio por última vez a Ger. El viaje de Julia (Julieta Egurrola) no es el de ella sino el de miles de personas que viven con el dolor de tener a une familiar desaparecide. Beristáin se detiene a descifrar las emociones de la protagonista, a retratar cómo se vive una pérdida que es inimaginable si no se vive en carne propia. También es un viaje que explora todas las aristas de la desaparición y la violencia de género, los movimientos feministas, los colectivos de búsqueda, las formas inconcebibles de violencia y represión en el México actual que han dado lugar a formas de acompañarse y tejer redes de solidaridad y resistencia.
Las pesquisas llevan a Julia a buscar a Ger en diversos escenarios contemporáneos del horror: un contenedor lleno de cuerpos de mujeres en estado de descomposición; el “Albergue del Pastor”, un hogar temporal para migrantes donde hay un altar con cruces rosas y una especie de cuaderno donde la gente cuenta historias de sus desaparecides; un colectivo de búsqueda real —el colectivo Voz y Dignidad por los Nuestros SLP— que usa drones y rastreo manual para localizar fosas comunes. Muches de les buscadores llevan impresas playeras con imágenes de sus desaparecides. Cuentan sus historias y las amistades que se forjan en la búsqueda. Junto con Julia nos revelan más dimensiones del problema: personas que tienen hasta cinco familiares desaparecides juntes, gente que busca desde hace diez años o más. “Los muchachos desaparecían. Tuvimos que aprender a buscarlos”, dice una de ellas.
Ruido también documenta los patrones de violencia, la indolencia y la ineficacia de las autoridades. Notamos que los casos se parecen en sus particularidades, y también las formas de lucha, búsqueda y resistencia. Todos los aspectos de la desaparición se figuran a través de la mirada de Julia, que es partícipe (no testigo) y navega todos los ángulos de la situación.
Beristáin y Jauregui abordan de manera magistral las diversas aristas de la desaparición forzada y la violencia de género desde un punto de vista feminista e interseccional, encaminado hacia la muy necesaria emancipación cognitiva que parte de cuestionar las narrativas que nos han llevado a la ruina del presente, así como de abrir camino a la pluralidad de expresiones de las resistencias. Ambas obras dejan de lado la dialéctica de la victimización y la búsqueda del resarcimiento de los derechos humanos, la contemplación desinteresada del dolor ajeno, el miedo y el terror paralizantes, y la violencia conjugada en la abstracción. La interseccionalidad que abrazan es un proyecto de emancipación post-identitario y solo una nueva alianza de las luchas feministas, anticoloniales, por la defensa del territorio, y de las resistencias organizadas alrededor de la búsqueda y el dolor, puede hacer frente al monstruo extractivista y depredador que también es el macho violador y femicida. Desde esta coalición podemos imaginar cómo recomponer la comunidad de comportamiento y sentir, además de darle la vuelta a la página del régimen sensible del realismo capitalista.
Sexto Piso, CDMX, 2022
Cartel de la película Ruido, de Natalia Beristáin, 2023
Imagen de portada: Fotograma de la película Ruido, de Natalia Beristáin, 2023