Si el objeto de la historiografía musical de una época y de una sociedad es la música vivida, asimilada y consumida por el gran público, el suceso más grande de la historia musical del siglo XX no es la música “contemporánea” cultivada en las capillas de especialistas consagrados a su culto, sino el jazz y sus derivados en la música popular. El jazz representa una mina de oro para un estudio de sociología musical que conjugue la historia cultural, la historia de las ideas e incluso la historia de la medicina. En vano buscaríamos otro capítulo donde la correspondencia entre moral, registros estilísticos y segregación racial haya sido tan estrecha como en la historia del jazz estadounidense. Desde el despegue del ragtime, en la última década del siglo XIX, el color de piel —del negro al blanco, pasando por todos los matices intermedios— ha gobernado de manera directa todas las variables de la materia, y ha establecido una correspondencia muy estrecha entre registros estilísticos y contextos sociales en conflicto. A partir de 1917, cuando una banda de músicos blancos provenientes de Nueva Orleans —The Original Dixieland Jass Band— les mostró a los dueños de la Victor Talking Machine Company cómo ganar un millón de dólares con un solo disco, las grandes casas de grabación abrieron sus puertas a los músicos negros, que hasta entonces eran rechazados o grababan con nombres falsos. Pero en los catálogos se usaban rúbricas exclusivas para separar el jazz de la música de verdad mediante etiquetas ad hoc, difundidas bajo el apelativo de race recordings. Ese furor segregacionista lograría incluso impregnar con su color a la universalidad incolora de la melodía. El jazz será negro o blanco, auténtico o comercial, desgreñado o bien peinado (y sobre todo por parte de Paul Whiteman —nombre adecuado— que pretendía “convertir al jazz en una dama”), y se podrá distinguir una manera “blanca” y otra manera auténticamente negra de ritmar. En resumen, entre 1890 y 1918, el ritmo hiperpotente del ragtime contaminó, como si fuera una fiebre pandémica, todo Estados Unidos, y movilizó a moralistas y médicos, quienes terminarían por probar “científicamente” sus efectos nefastos para la salud física y mental.
La síncopa y su historia
Entre 1890 y 1918 el odio racial contó con un nuevo pretexto desconocido en la música occidental: la síncopa sistemática. Recordemos, para que conste, que se designa así al efecto desestabilizador que produce el desplazamiento de una unidad métrica puesta en un tiempo débil —o en una parte débil de un tiempo— y que se prolonga en el tiempo siguiente. Así, una negra en la segunda de las cuatro corcheas de una medida a 2/4 (primary syncopation) es una síncopa, y la última semicorchea (tied syncopation) de un grupo de cuatro semicorcheas, unida a la primera del grupo siguiente, “a caballo” entre dos grupos, es también una síncopa. La síncopa siembra el conflicto entre la figura métrica y el pulso regular de la medida, produce la impresión de un desplazamiento del acento esperado. Llevado al paroxismo por su uso sistemático, tal procedimiento refuerza como por defecto el vigor del pulso subyacente, y les transmite una actividad rítmica intensificada a los miembros inferiores del bailarín. Hasta el surgimiento del bebop, la mayoría de los pianistas de jazz lograron ese objetivo mediante una disociación del pulso y de la métrica sincopada, confiados, respectivamente, a la mano izquierda y a la mano derecha. Conocida desde el Ars nova y el Ars subtilior del siglo XIV, la síncopa recorre la historia de la música occidental, sin lograr la energía rítmica del jazz. Los autores reconocen en el cuerpo de la composición la acción conjugada de una “forma” y de una “materia”, de un “ritmo” y de un “ritmado”. La “materia” está constituida por la alternancia del fuerte y el débil (thesis-arsis) en la sucesión periódica de un tactus o medida, determinada por números enteros, ternarios o binarios, y las células métricas superpuestas se verán como una forma más abstracta, calificadas como figurae rythmicae.
La presencia del ragtime en la mayoría de los lupanares del continente, unida a la idea del calor tórrido que éste transmite al cuerpo de los bailarines, terminará por otorgar a la música sincopada una fuerte connotación sexual; a tal punto que ragtime y perdición parecerán pleonasmo. No se sabe si el ragtime entró en los lupanares con los pianistas o los pianistas con el ragtime. Lo que es seguro es que, en ese tiempo, los prejuicios raciales les cerraron a estos últimos todas las puertas de los recintos en que se podía oír música, con excepción de las iglesias, los cafés y los prostíbulos. Dado que los intentos de purgar las almas de los parroquianos de ese tipo de establecimientos mediante un régimen de fugas, contrafugas y cánticos eclesiásticos probablemente se consideraron un fracaso, los pianistas que habían elegido esa opción muy pronto tuvieron que dejar la virtud por el vicio y la síncopa. Jelly Roll Morton, pianista desde los doce años en la casa de Hilma Burt en Storyville —Babilonia terrenal con 250 prostíbulos—, fue conocido por su habilidad en esa vertiente; desde que el cliente entraba, era acogido por un vasto repertorio de música preparatoria ampliamente recompensada por las propinas, que Morton no verá sino hasta el fin de sus días, “dirty songs”, canciones improvisadas hechas a medida para el cliente, músicas de encanto que favorecen el consumo de alcohol y la lujuria. También sabemos que la mayoría de los lupanares de Nueva Orleans organizaba “circos” o espectáculos coreográficos durante los cuales los espectadores asistían al desfile de la “mercancía”, que bailaba vestida de Eva con un acompañamiento de ragtime. Muchas veces se podía asistir a la celebración pública del acto sexual. La composición pianística que lo acompañaba era por lo general un ragtime muy bien ejecutado del tipo de la naked dance que Jelly Roll Morton tocará en 1938 para Alan Lomax en memoria de Tony Jackson, modelo venerado del género. Nacido del ragtime, el jazz heredará sus connotaciones sexuales. El origen de la palabra sigue siendo muy controvertido, pero se puede deducir su valor a partir de una frase que pronunció un testigo confiable que asistió a su nacimiento, Eubie Blake, Diplodocus, centenario de la época del ragtime (1887-1983): “yo nunca pronuncio la palabra jazz delante de una dama, es una palabra muy vulgar”.
La integración
Cuando acabó la Primera Guerra Mundial, la voluntad de igualar el ragtime con la música clásica europea marcaría algunas victorias, primero entre sus defensores de color, y luego entre los más “justos” de los blancos. De ser la vileza de los prostíbulos, pasará a ganarse el corazón de la nación a partir de sus medios periféricos. Esta música ofrecerá a generaciones de niños ricos hartos del lujo el medio para encontrar un nuevo modelo identitario en la transgresión y la degeneración. El esnobismo de sus padres abrirá a la síncopa las puertas de los entornos más respingados. El ragtime dará ritmo al baile hiperpotente de nuestros bisabuelos, instruidos sobre la complicación de sus pasos por revistas femeninas que cada temporada difundían un nuevo baile “animal” de moda: fox trot, grizzli bear, turkey-trot, viper’s drag; un baile que marcará el dinamismo de toda una élite abierta hacia el futuro, el progreso y el enriquecimiento, en esa “bella época” en que la Primera Guerra Mundial pronto daría el la a otro tipo de instrumentos. Uno de los medios de difusión que más contribuyeron a la integración del ragtime, de mayor alcance que los periódicos, que los cilindros de piano mecánico, que las partituras de piano o que el teatro de bulevar, fue el repertorio de las fanfarrias.
Antes de convertirse en un género y en una forma de composición, el ragtime fue un modo de ejecución aplicado a una materia que por lo general simplemente se confundió con el repertorio de las fanfarrias, en el cual es fácil, además, encontrar huellas en sus distintas declinaciones: marchas sincopadas, quick-step, two-step, scottish, quadrilles, popurrís operísticos. El síntoma más elocuente de la integración del ragtime al rango de una música reconocida por la nación fue su consagración oficial por parte del Ejército. De ella es prueba la evolución que sufrieron las imágenes propuestas en las portadas de las partituras. Con la inminente cercanía de la Primera Guerra Mundial, el ragtime se pone el uniforme para dar a luz a un nuevo género, calificado de “marcial”. Las vulgaridades y caricaturas del inglés chapurreado por los negros desaparecen bruscamente de las portadas, y ceden el lugar a imágenes de propaganda que minimizan el espectro de la guerra. En 1916, el celo de las autoridades llegará incluso a vincular a la mejor orquesta de ragtime de Nueva York con el Regimiento de Infantería 369, para vigilar que se preservara la moral de las tropas mediante un régimen de ragtimes marciales. Su director, el lugarteniente James Reese Europe (1881-1919), producto típico de las clases medias de Estados Unidos, violinista y pianista proveniente de una familia acomodada con padre médico, es un símbolo emblemático del movimiento de integración del ragtime, tanto por su involucramiento voluntario como por la forma en la que vislumbró la emancipación del ragtime al nivel de una música nacional afroamericana de pleno derecho. En 1910, la federación de músicos de Nueva York, al prohibir el acceso a los negros, funda una organización sindical para músicos de color, conocida con el nombre de The Clef Club, que funcionaba como una agencia de espectáculos para músicos que aseguraba la afiliación a sus miembros. La asociación dispone de un efectivo de 150 elementos, The Clef Club Symphony, que conjuga un ensamble “de plantación” a base de banyos y una orquesta sinfónica. El repertorio es al ragtime lo que el jazz sinfónico de Gershwin es al jazz: una tentativa de fusión que mezcla cantos de plantación orquestados con los bailes de moda. En 1912, el ensamble es la primera orquesta negra en presentarse en el Carnegie Hall, que, por primera vez, suspende las normas vigentes sobre la segregación de los asientos. La verdadera línea de demarcación entre ragtime “negro” y ragtime “blanco” fue la notación. Visto “desde abajo”, desde el punto de vista de sus artesanos afroamericanos que, como Joplin y Europe, consagran todos sus esfuerzos a elevar su música al rango de la música clásica, el ragtime es “noble”, “elevado” —“regular” y “legítimo”— y digno de alcanzar el rango de una música nacional si es que puede escribirse, leerse en partitura y no improvisarse; pues un músico que sabe leer partituras es un músico educado. En cuanto a la improvisación, es muy significativo que, según cuentan sus músicos, el lugarteniente Europe siempre tenía que intervenir manu militari para prohibirla. De ahí la existencia de al menos dos corrientes bien distintas que, simplificando, podríamos calificar de negra y blanca: un arte de la síncopa estereotipada conforme a la división aritmética del tiempo en números enteros y un ritmo improvisado que se aloja en los intersticios de la sintaxis. Por supuesto que esta dicotomía se puede prestar a confusión, dado que fueron músicos negros quienes optaron por fundir el ragtime en el molde de la notación escrita.
El nacimiento del jazz
La razón por la cual el origen del jazz fascina a tal punto es la ausencia total de documentos sonoros que permitan identificar sus rasgos en sus primeros años de vida. Contrario a lo que sucede con el jazz, el ritmo estereotipado del ragtime que lo precedió pudo ser anotado, leído y comunicado a través del lenguaje sonoro entendido por el gran público. El ragtime fue grabado. Improvisado en los poco probables entornos de Storyville, el ragtime jazzificado de los orígenes no deja ningún rastro, sólo queda un hueco enorme en donde debían estar sus raíces. El resto es un asunto verbal. A decir de los sobrevivientes, el inicio de ese cambio se remonta a los primeros años del siglo XX. El periodo de florecimiento de la orquestra de Bolden, el “pionero” legendario que llevó a los jóvenes criollos de su generación a rebajarse a los caminos hirsutos del estilo “hot”, es entre 1895 y 1907, fecha en la cual su salud mental empezó a degradarse. A decir del banyista Johnny St. Cyr, el New Orleans Blues de Jelly Roll Morton data de 1902. Y la orquesta de Keppard llega a la cumbre de su gloria antes de 1913. El jazz no sucede al ragtime como una página que se voltea en un libro de historia. La música sincopada sobre partitura que practicó el lugarteniente Europe en Nueva York hasta la cima de su carrera demuestra que el jazz coexistió con el ragtime de manera subterránea durante las dos primeras décadas del siglo XX. Con Europe y Joplin, el programa de los músicos afroamericanos que aspiran a elevar el ragtime al rango de una música nacional logra por fin su objetivo. A la muerte de Europe, el ragtime es una música escrita, regular y relativamente bien integrada, incluso entre las filas del ejército, al cual le marcó el paso durante sus campañas. Que los primeros síntomas de la reacción “analfabeta” con respecto a ese registro docto se hayan manifestado en los entornos de una población desclasada del barrio caliente de Nueva Orleans dice mucho sobre la extracción social de la rítmica improvisada. Su calidad de pobre e inconmensurable con la notación cuantitativa lo volvió invendible durante unos veinte años. Las partituras fieles a la ejecución son más que escasas, y mientras esperaban a que el jazz negro obtuviera el valor comercial como para vender un millón, o bien se prohibió el acceso de sus “rústicos artesanos” en las casas discográficas, o bien se les admitió bajo anonimato para figurar en las etiquetas, en el mejor de los casos, con nombres falsos que sonaran anglosajones. La gota que derramó el vaso fue una iniciativa de Al Jolson, el más blanco de los cantantes black face, que en 1917 señala a los gestores del Paradise Ballroom del New Reisenweber Restaurant Complex de Nueva York la existencia de una banda de músicos nativos de Nueva Orleans dirigida por Nick LaRocca —The Original Dixieland Jass Band— cuya rusticidad les permitirá proponerle al público más selecto un medio para rebajarse a través de una nueva música divinamente burda, llamada jass. El éxito es tal que, en enero, el nuevo ruiderío franquea las puertas de la Victor Talking Machine Company para llegar luego a la nación entera con un disco que vendió más de un millón de ejemplares a 75 centavos: el Livery Stable Blues. Es a la vez significativo e irritante que la patente del jazz haya regresado a una banda de impostores blancos y no a sus artesanos criollos. En los carteles, Nick LaRocca y sus hombres se autoproclaman “inventores del jass”, reivindicación que mantendrán tenazmente hasta el fin de su carrera, y agregan que el jass salió bien armado de su imaginación, como parido por los dioses, lejos de cualquier contaminación “negra”. Pocos escuchas disponen de los modelos de análisis necesarios para desenmascarar la impostura de esa enésima caricatura black face de la música afroamericana. Pero es muy significativo que en ese periodo todo el mundo saliera ganando, sobre todo por un elemento que probablemente le deba algo al original que se oía en el sur, a pesar de la torpeza de su imitación: la idea de una música “primitiva” más disipada que el ragtime. El mérito de LaRocca y de los agentes de mercadotecnia de la Victor Talking Machine Company probablemente haya sido el de haber tenido el olfato suficiente para entender que la rítmica jaloneada del ragtime había empezado a latir y que se acababan de reunir las condiciones históricas para aceptar un simulacro de la música que habían oído en su casa. Después de la campaña de prensa que debía inflar sus ventas, se proclaman “anarquistas musicales”: afirman que ellos improvisaron todo en el terreno, y que habían buscado durante meses a un pianista que no supiera leer,1 pues todo el mundo descifra la música como el periódico. Pero la gente no es tonta: la orquesta no sabe de improvisación, sus grabaciones demuestran, sin excepción, repeticiones ad litteram de los coros, que la excluyen, y permanecen inalteradas en los años sucesivos; la imitación de ruidos de animales obedece a ideas que Joe Oliver ya había aprovechado con anterioridad. Un solo elemento traiciona el plagio: el intento abortado de imitar la flexibilidad rítmica del jazz auténticamente criollo. Su ritmo sutil, inconmensurable con respecto al espesor de los nervios de los miembros de la orquesta, se traduce en una cadencia ternaria sistemáticamente punteada e histérica, que se convertirá en una de las principales características del jazz blanco versión “Dixieland”. Producto del ragtime, el jazz suscitó las mismas intenciones racistas y el mismo delirio médico al hablar de sus amenazas para la salud física y mental de sus víctimas. Sería simplemente inimaginable que en los años de plomo el jazz no terminara en las miras de la propaganda hitleriana contra la música degenerada, cuyo famoso manifiesto logra asociar lo impensable: el jazz y el odio racial antisemita.
Ésta es una versión abreviada del artículo original consignado en Jackie Pigeaud (dir.), Le Rythme. XVIIIes entretiens de La Garenne Lemot, Presses Universitaires de Rennes, Rennes, 2014.
Imagen de portada: Romare Bearden, Jamming en el Savoy, 1981. © Fundación Romare Bearden
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Citado en Gunther Schuller, Early Jazz. Its Roots and Musical Development, Oxford University Press, Nueva York, 1968, p. 180. ↩