Revisitar, año tras año, el caso Ayotzinapa es asomarse a un precipicio, sumergirse en un verdadero inventario del horror. Seis asesinatos, 43 estudiantes desaparecidos, otros tantos heridos y más de un centenar de víctimas de persecución. Detenciones ilegales, llamadas anónimas falsas, pistas inventadas, una enorme hoguera ficticia, destrucción y manipulación de evidencias, actas forjadas, torturas de manual. Y, por si fuera poco, operaciones militares secretas e inexplicables, simulaciones, fosas clandestinas aquí y allá —ya se sabe, abundan las fosas y los cadáveres— con restos que no son los de los muchachos. Una atrocidad tras otra. Mentiras históricas. Lo peor es la certeza de que en ese teatro participaron, de una u otra manera, como perpetradores o cómplices, agentes de varias fuerzas de seguridad y empleados públicos de diversa calaña, efectivos de todos los niveles —municipal, estatal y federal—, además de fiscales y miembros del Ejército y de la Marina que manipularon la supuesta escena del crimen. Delincuentes con “fachada de funcionarios”, si se apelara al argot de los organismos de inteligencia. A esto apunta la consigna, en clave de conclusión: “fue el Estado”. Y la advertencia del III Informe del Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes (GIEI), presentado a finales de marzo de 2022, sobre algo fundamental: “la necesidad de evidenciar que los funcionarios públicos que participan con una organización criminal hacen parte de ella”. En el fondo de todo, una flor. Muchas flores, toneladas de amapolas, convertidas en una de tantas drogas y su trasiego en autobuses desde Iguala a Estados Unidos. Autobuses como los que tomaron los muchachos de Ayotzinapa para asistir a la conmemoración de la masacre de Tlatelolco en la Ciudad de México, sin saber que se dirigían a su propia masacre, como el tiempo y varios indicios sugieren: “Desde el inicio de las investigaciones —recuerda el informe del GIEI— quedaba clara la participación del crimen organizado coludido con autoridades a diferentes niveles en los hechos”. Los 43 estudiantes de la escuela de maestros de Ayotzinapa no desaparecieron una sola vez. Siete años y medio después del ataque que los borró del mapa, siguen desapareciendo. Aunque se hayan encontrado los restos de tres. “Restos”, literalmente: mínimos trozos de huesos, un pedacito de talón, un fragmento de columna. Tan poco que una persona podría vivir sin eso, como declara la madre de uno de ellos en el podcast “Después de Ayotzinapa”.1 Los 43 muchachos, todos, seguirán en el limbo hasta que se sepa qué sucedió después de que policías los emboscaran a balazos y se los llevaran la noche del 26 de septiembre de 2014 en dos puntos de Iguala, en el estado de Guerrero. Más allá de si existe o no voluntad política para encontrar la verdad y descifrar el destino de estos jóvenes de entre 17 y 21 años al momento de su desaparición, la tragedia de Ayotzinapa ha puesto de relieve la incapacidad del Estado de frenar el crimen organizado, ese árbol frondoso que ha echado raíces dentro de su misma estructura. El reto es enorme: ¿puede el Estado investigar al Estado?
Una vez levantado el manto de lo que la Procuraduría General de la República (PGR) denominó “la verdad histórica”, aquel tenebroso montaje, según el cual los 43 estudiantes “fueron privados de la vida, incinerados y sus cenizas arrojadas al río San Juan” por miembros del grupo narco Guerreros Unidos, está cada vez más claro que la construcción de esa hipótesis no fue invento de un solo villano, o dos, sino una obra coral.
Aparte del rol protagónico de la PGR en el montaje y, en particular, de su jefe de investigación, Tomás Zerón, quien escapó a Israel tras ser acusado de desaparición forzada y torturas, el GIEI ha confirmado la participación de múltiples actores. Pero falta mucho por conocer. Por ejemplo, ¿de qué forma participaron los miembros de las Fuerzas Armadas en la construcción de la mentira oficial? ¿Qué sucedió en realidad con los muchachos?
En un momento en que los militares tienen cada vez más atribuciones, resulta inquietante su resistencia a entregar información sobre el caso Ayotzinapa, como han denunciado los expertos del GIEI. Más aún cuando se ha confirmado que estaban al tanto de los movimientos del crimen organizado y, también, de los estudiantes de la Escuela Normal Rural “Raúl Isidro Burgos”, a quienes vigilaban desde hacía años en una lógica de contrainsurgencia.
“Todas las corporaciones, Ejército, CISEN (inteligencia civil), y Policía Federal y Estatal hacían seguimiento y reporte en tiempo real de todas las actividades de los normalistas”. De hecho, uno de los dos militares infiltrados en la Escuela de Ayotzinapa, con “fachada de estudiante”, está en la lista de los 43 desaparecidos. Efectivos del 27 Batallón de Infantería seguían a los jóvenes, estuvieron en varias de las escenas de los hechos esa noche y, también, fueron testigos de los ataques.
El GIEI denunció que las Fuerzas Armadas ocultaron información en el gobierno anterior y todavía siguen ocultándola. A pesar de haber pedido “insistentemente” acceso a las investigaciones realizadas en el fuero militar, el Ejército asegura que no hizo ninguna investigación. Sin embargo, el informe indica que “distintos documentos militares dan cuenta de que sí se ordenó y realizó una investigación” y que, “a la fecha, no se ha tenido acceso a la misma”. Es decir, el Ejército hace caso omiso del decreto presidencial de 2018 que ordena a toda la administración pública colaborar para aclarar el caso Ayotzinapa.
“El señor (Salvador) Cienfuegos tiene que dar explicaciones”, declaró recientemente al diario español El País el abogado chileno Francisco Cox, miembro del GIEI, quien recordó que el anterior ministro de Defensa (2012-2018) se negó a que “sus muchachos” del Batallón 27 fueran interrogados. El general Cienfuegos fue detenido en 2020 en Estados Unidos por acusaciones de narcotráfico, cargos que fueron desestimados tras la protesta del gobierno mexicano.
Pero no se trata solo de un general intocable, sino de toda la estructura de una institución cerrada y renuente, por naturaleza, al escrutinio civil. “En esta administración hemos hecho innumerables solicitudes, muy pormenorizadas, y hay respuestas que nos dicen: no existe —declaró Cox a la prensa—. Hay otros documentos que no se han entregado, especialmente en lo que se refiere a los de Inteligencia”.
También la Marina ha guardado silencio sobre su actuación en el caso durante años. El último reporte del GIEI reveló una operación inexplicable: un mes después de los hechos, un grupo de doce marinos manipuló el basurero de Cocula antes de que ingresara el Equipo Argentino de Antropología Forense (EAAF), sin dejar registro oficial de esa operación. ¿Por qué y para qué?
Según la experta del GIEI, Claudia Paz y Paz, ex fiscal General de Guatemala: “De estas actividades en el basurero nunca se supo, nunca se informó y las respuestas oficiales, inclusive a la Comisión Nacional de Derechos Humanos (CNDH), que es a la única a la que le contestan en su momento, estamos hablando del año 2015, le informan que solo participaron como cordón perimetral y como buzos”.
Una grabación hecha por un dron, que el GIEI descubrió en los archivos de Inteligencia naval, evidencia que estuvieron allí varias horas, haciendo quién sabe qué. Todavía no hay explicaciones.
¿Quién ordenó grabar el procedimiento? Solo dos personas tenían facultades para hacerlo, según la abogada colombiana Ángela Buitrago, del GIEI: “La posibilidad de ordenar que salga un dron solamente la hace el Presidente de la República o, en su defecto, el secretario del área correspondiente de inteligencia.”
Pero eso no es todo. Ya antes, en un informe anterior (2016), el grupo de expertos había señalado que marinos, junto a “elementos de la PGR”, manipularon el escenario del río San Juan, donde luego se encontrarían los restos del estudiante Alexander Mora Venancio. Como ha dicho Ángela Buitrago: “Las autoridades cambiaron, ocultaron información, negaron hechos y generaron elementos para hacer creer que no conocían el paradero de los estudiantes, que no conocían la detención y desaparición, y que no conocían incluso sobre la situación de violencia en Guerrero”.
No deja de ser perturbador que, a pesar de las magníficas relaciones entre el presidente y las Fuerzas Armadas, el Ejército aún se resista a entregar toda la información del caso, como lo ordenó el mandatario hace tres años. La impresión que queda flotando en el ambiente es que muchos funcionarios, demasiados, saben lo que sucedió.
A las denuncias de tortura como una “práctica sistemática” ejecutada en instalaciones de la Secretaría de Marina y en la Subprocuraduría Especializada en Investigación de Delincuencia Organizada (SEIDO), durante la investigación del caso, se suma una serie de terror: según los expertos, 22 personas que podrían haber tenido información sobre lo que sucedió han muerto, solo dos de ellas por causas naturales. Una tras otra han sido eliminadas.
Una espesa capa de lodo sigue cubriendo el caso, a pesar de que actualmente hay tres organismos investigando: el GIEI, una comisión presidencial y la Unidad Especializada de la Fiscalía, que logró encontrar e identificar los restos de dos estudiantes —Christian Alfonso Rodríguez y Jhoshivani Guerrero— en un lugar de nombre siniestro, la Barranca de la Carnicería, a menos de un kilómetro del basurero de Cocula, entre 2020 y 2021.
Entrampados en ese laberinto desde 2014, los familiares de las víctimas exigen investigar a las Fuerzas Armadas por ocultamiento de información y cuestionan que se absuelva a priori a algunos oficiales. “Nos preocupa que el presidente Andrés Manuel López Obrador nos externe, por un lado, su voluntad política para aclarar el caso Ayotzinapa [y], sin embargo, exculpe sin investigación alguna al actual almirante José Rafael Ojeda [comandante regional en Guerrero cuando ocurrieron los sucesos]”.
No son los únicos que reclaman justicia. El misterio de Iguala no es una excepción ni un caso aislado. “No solo nos faltan 43, nos faltan cien mil. Todos los familiares de desaparecidos del país tienen el derecho de que las máximas autoridades instruyan a otras a entregar la información”.
Francisco Cox puso el dedo en la llaga al hacer énfasis en la evaporación de personas en México como un fenómeno que sucede día tras día, algo masivo y rutinario. “Una situación o cuestión generalizada”, en palabras del reciente informe del Comité contra la Desaparición Forzada de Naciones Unidas, que visitó el país en noviembre. El Registro Nacional de Desaparecidos también maneja una cifra astronómica: más de 99 mil víctimas en México.
Una de sus recomendaciones ha caído particularmente mal: “El Comité insta al Estado a abandonar el enfoque militarizado de la seguridad pública”. Los responsables del crecimiento de este delito, según el documento, son “servidores públicos, tanto del ámbito federal, estatal y municipal, como el crimen organizado”. Y la impunidad “es casi absoluta”. De nuevo, el árbol y sus raíces.
Imagen de portada: Visita de la CIDH a la Escuela Rural Normal de Ayotzinapa, 2015. Fotografía de Daniel Cima/CIDH. Flickr