Uno entra allí para perderse o, mejor dicho, para hacer pervivir la ausencia. María Negroni, “Museos”. Pequeño mundo ilustrado
Nadie explicaba
En 1890, en la antesala de la ocupación francesa de Dahomey (hoy Benín), la prensa parisina escribía:
¿No nos parece un mal sueño que a pocas horas de camino de Cotonou, donde tenemos una residencia, una guarnición militar, una oficina de correo y un telégrafo, se cometan, en diferentes momentos del año y bajo pretexto de divertimento público, asesinatos y masacres de criaturas humanas en los cuales las víctimas se cuentan por miles? […] ¡En 1890! Pareciera que estamos soñando.
Sueño y mercancía: la imagen onírica fue una forma de conjurar la temporalidad vacía del capital y del imperio. Había que arrancarle la verdad al sueño: llevar la razón a África y el fetiche a París. Una escuadra francesa invadió la ciudad de Allada tres años después. Un objeto preciso, el cuenco de barro perforado que era el símbolo del poder real de Dahomey, ocupó el centro de la primera exhibición sobre Benín en el Musée de l’Homme décadas más tarde. El jurista Maurice Glèlè contó alguna vez:
Estaba exhibido en París el fundamento político tradicional como una belleza, como algo sublime. “Cuenco de Benín” decía sobre el cristal. Nadie explicaba cómo eso tuvo que ver con la invasión colonial, con el suicidio de los descendientes del último rey, con el destierro de cientos, con la esclavitud. Nadie explicaba.
Cuenco de Benín: luz oblicua sobre una vitrina austera. Para el imperio, el museo operó como el botín que pretendía probar el triunfo de la razón sobre las tinieblas. El gabinete de curiosidades, ese espacio indiferenciado a la mirada del pasmo, se ordenó poco a poco como una rayuela desplegada. En su vasto sistema de clasificaciones, la posesión del orbe iba construyendo un gigante que mientras sostenía el sistema retiraba la vista, se alejaba del mundo representado, tornaba el ojo desmesurado de la representación misma. Todo, Uno, Dios: la filogenia clasificatoria, el mapa y el museo comparten con el imperio y con la propia idea hiperreal de Europa la impronta de esa escala megalómana. Punto de vista sobre el que es imposible posar la vista: cuenco de Benín. Nadie explicó el robo, los suicidios, el saqueo. Quizás porque en la historia de la guerra y de la subyugación, el museo imperial estuvo del lado del ensueño despejado: entre la nostalgia por lo perdido y la certeza por lo logrado constaban las rutas trazadas, los portulanos ordenados, los pueblos salvados de sí mismos y esos museos abiertos a la mirada de un gigante compasivo y enhiesto. El mundo como una miniatura íntima, propia. Un accesorio burgués. El complejo exhibitorio, diría Tony Bennett, mostró en Europa al orbe ordenado y capturado, al alcance, y sólo después reveló las naciones a sí mismas: primero el Todo para el Uno y después sí, la pedagogía ciudadana. Pero nadie explicó lo básico, quizás lo único inexcusable: que en el antiguo reino de Dahomey, sólo el doble femenino del rey, la kpojito, y únicamente en tiempos de turbulencia política, podía ver el cuenco con la misión precisa de saber si no estaba fracturado. Si lo estaba, era hora de pedirle al rey la dimisión: se había rasgado la fuente del poder. Nunca un soberano de Dahomey vio la vasija: hay cosas que son un misterio para el poder mismo. Y de pronto en París, a la vista del gigante, en una vitrina austera: perfecto, sin fisura. Cuenco de Benín.
Avanzar sobre el territorio, sobre los cuerpos, sobre la lengua de un pueblo, es una perfidia. Pero profanar el misterio que lo sostiene es de una vileza fuera de todo principio cosmopolita: adalides de la modernidad. Los museos nacieron como un artefacto que, al decir del propio Bennett, combinó el poder de mostrar con mostrar el poder. Una parte del poder, por supuesto. “Cuenco de Benín. Objeto ceremonial”. Al poder hay que leerlo en las formas menos frontales de su parafernalia, decía Raymond Williams. Al poder colonial, aún más. El tráfico de piezas mexicanas, congolesas, senegalesas, en París o en Londres, es habitual y cotidiano en nuestros días. Nos enteramos por algún reclamo diplomático cada tanto, algún periódico que aún lo rescata como noticia, algún asombro incapaz de frenar el comercio. Los artilugios legales esconden ampulosamente que hay ciertos pueblos que siguen siendo convocados al reparto paulatino de dominio sobre sí mismos: esa potestad es lo que hace al imperialismo un problema del presente y, a decir de Gayatri Spivak, rubrica su efectividad contemporánea en la capacidad de presentarse siempre “como otra cosa”. Esto es lo que nadie explicó en un museo que, en la medida que ordena y exhibe, refracta y descompone.
Terra incognita, terra fabulosa
Hacia finales del siglo XIX y en sintonía con las Exposiciones Universales, en los trazados urbanos de las metrópolis imperiales (París, Londres, Bruselas, Nueva York, en menor medida Madrid), los museos de historia nacional formaban un grave compás con los museos de etnografía y de historia natural: una geometría asombrosa de la visión. Los primeros afirmaban una secuencia irrepetible que ponía el acento en el progreso, en la parcela teleológica, en el pulso mágico de la máquina y la mercancía, en el destino glorioso y el secreto inefable (las naciones siempre han sido menos lo que recuerdan que lo que son obligadas a olvidar, decía Ernest Renan ya en 1886). En cambio, los museos de etnografía e historia natural se dedicaron a cultivar otra cosa: lo que en un eufemismo irremontable Barucha llamó “el arte de formar las colecciones de ultramar”. El British Museum (fundado en 1753 con su época de esplendor desde 1881), el Musée de l’Homme en París (instalado formalmente en 1937), el Museo Real de África Central (fundado después de la Exposición Universal de Bruselas de 1897), el Museo Americano de Historia Natural en Nueva York (que abrió sus puertas en 1869 y en el que el propio Franz Boas exhibió indígenas vivos), todos condensan en sus colecciones la fuerza centrípeta del imperio. Quizás aún nos haga falta un relato convincente que suture la invención del patrimonio con el saqueo y la expoliación, y con la ferviente creación de la sociedad burguesa en la mirada voyerista que la redime. Las “colecciones de ultramar” en las metrópolis se calculan, según el historiador de museos imperiales John MacKenzie, en más de dos millones de piezas objetos ceremoniales, de culto, cotidianos, textiles, rituales y bélicos que las potencias coloniales sustrajeron del “resto del mundo”. Un resto bastante productivo si pensamos que fraguó el deseo, la pulsión escópica, el discurso científico (al menos el antropológico, el arqueológico, el médico y el naturalista), la fantasmagoría y el doble en el mundo moderno. Occidente y su resto en numeralia: dos millones de piezas, aproximadamente, clasificadas como la enciclopedia china que cita Borges y que disparó la risa de Foucault: objetos ceremoniales, de culto, que de lejos parecen moscas, propiedad del emperador. Como la pareja de congoleses que llevó el rey Leopoldo II de Bélgica a “su” Museo Real, a la que obligaba a copular a la vista de los íntimos. “No hay nada como convencer a un bárbaro a punta de pistola cómo debe hacer de sí mismo”, decía Chaffanjon.
Los imperialismos torcieron el acto de exhibir como una gramática. Joseph Conrad llamó “geografía fabulosa” y “geografía militante” a los modos en que se concibió el espacio extendido en los períodos de invasión de Europa Central al resto del orbe. Se configuró allí, reposadamente, la omnipotencia de la interpretación, habilitada al convertir el mundo en un acto fático de observación a escala. La geografía fabulosa de la Edad Media y la era moderna temprana acomodó en el espacio todo aquello que había imaginado el mito y se había dispuesto en el gabinete de curiosidades (sabemos que en los diarios de Colón emergen sirenas de la costa, hombres con hocico de perro en el Caribe, frutas prodigiosas en aguas perennes). La geografía militante —la del imperio moderno entre los siglos XVIII y XIX—, hizo el camino inverso. Ya no un saber previo que informaba lo nuevo, sino lo visto por vez primera como ultima ratio: del objeto mínimo y desconocido se abstrajo, se sistematizó, se dio forma de diagrama a lo que se nombró civilización, se conjuró con pulcritud el miedo al exceso y se envió a los bordes de la historia a tres cuartas partes de la existencia planetaria. En ese lapso de fiebre imperial, entre la miniatura y el gigante, el mundo se volvió un aleph de proporciones únicas, pero asequible. Terra incognita daba paso a tierra vista, tierra reconocida y sobre todo, tierra representada. Representar, reconocer y traer al sentido son los tres actos semióticos clave de la soberanía. La ocupación es el corolario, la coda de un trabajo previo y concomitante que se empotró con la violencia de toda abstracción.
Museos e imperio: ¿y la nación?
En el hechizo, tendemos a pensar que el imperio fue un monstruo estable de un periodo glorioso, voraz, injusto y pasado. Una rémora que se arrastra de a poco en la imagen de un Occidente diferido. En mis clases sobre colonialidad, después de escuchar cómo se urden argumentos sesudos sobre Occidente, el imperio, las colonias, suelo preguntar a mis estudiantes si se consideran occidentales, si México es occidental. La respuesta se parece demasiado al habla embarrada de Cantinflas, barroca, huida en la elipsis: como que sí, pero no. Si las naciones son tanto lo que recuerdan como lo que son compelidas a olvidar, uno de esos olvidos lo constituyen las violencias recurrentes de sus guerras fundadoras: ninguna nación poscolonial se constituyó por contrato de sus partes. En nuestros países latinoamericanos, las élites criollas aprendieron muy bien la lección colonial y redoblaron la apuesta. Para las poblaciones originarias la nación urdió una duplicación sémica. Por un lado, fueron miradas como amenaza a los valores republicanos del progreso y el desarrollo: estampa que era necesario intervenir con las dos imaginaciones básicas del dominio natural y de la ortopedia: la domesticación y la tutela. Por el otro (y simultáneamente), genios irreductibles de un tiempo único que habría de ser preservado para la contemplación, el drama y el relicario: la beldad inocua de sus artes, sus ritos, sus tradiciones. En ese desdoblamiento la escisión es clara: la historia la aportan los notables. La cultura prístina, los antecesores. En el medio resuena la advertencia de Hannah Arendt: “hay que desconfiar cuando los pueblos han sido embellecidos por el poder”. A veces leemos cosas como: “hay un borramiento de los indígenas en nuestro presente”. Sí. Pero habría que explicar que esa borradura existe no por ausencia sino por una superposición de discursos en la que el museo es central artilugio. Porque la nación, en una maniobra que hace mímesis con los saberes imperiales, instituyó su narrativa en una sobreproducción extenuante de imágenes sobre la alteridad fagocitada: cráneos de cientos de indígenas con aventuradas teorías se exhibían hasta hace poco en el Museo de La Plata en Argentina. En México, cuando se inauguró en 1964 el Museo Nacional de Antropología, el Secretario de Educación Torres Bodet dijo en su discurso que la grandeza del país estaba representada en “los tesoros entre estos muros”. Enseguida añadió: “corre un hilo de sangre indígena en todos los mexicanos”. La sangre tan democrática. El hilo tan noble. Entre los maniquíes de arriba y la piedra de abajo, la historia se tornó sangre. No sangre derramada sino heredada, multiplicada. Pero en ese enunciado también se lee que si algo tenemos del indio, es mejor que no se vea. No estará en la piel, no en el gesto, no en el cuerpo: en la sangre. Muy propia, muy adentro. Muy escondida. En la inauguración del festival nacional de la mirada dirigida, se propone en el cuerpo de todos algo acrecido que no se ve. Entre figurillas y cestas, entre piedra y orfebrería, se habilita el racismo justo donde el lenguaje se abisma. La portentosa narrativa épica de las salas arqueológicas del Museo Nacional de Antropología impacta sin ambages. Su egregia pompa, la sobrecogedora arquitectura, su curaduría inquietante: ese juego de luces y sombras que aún en el siglo XXI conmueve como el primer diorama de Daguerre en la década de 1820. Entre los fantasmas que lo habitan, hay uno que tiene la forma del acecho pródigo: si en la planta baja del recinto hay cientos de piezas sobre la guerra, el sacrificio, la potencia bélica de los pobladores prehispánicos y la capacidad defensiva y ofensiva como voluntad de pueblo en el primer piso, en las salas de etnografía, un indio pacificado teje, borda, recoge frutas, cosecha y talla. Maniquíes en tamaño real sonríen apenas a las luces de ambientación. Entre la potencia fragorosa de la piedra y la belleza inmóvil del textil y la madera, el acecho hace su trabajo interrogante: ¿qué calla el museo sobre esa transferencia de soberanía, sobre la violencia nacional que pacifica y embellece mientras expropia y reprime? El orden y la colección comparten mucho con la acumulación y el secreto, decía Susan Stewart. También con el estereotipo, la tutela y la exclusión: tres operaciones clave del imperialismo.
El fin del interrogante, el triunfo del lenguaje
“Geografía triunfante” llamó Conrad al momento inaugurado por el siglo XX. Un triunfo trágico marcado por el fin del misterio, del interrogante. ¿En qué muta la curiosidad si ya no queda portulano por trazar, rincón por descubrir? Ya todo estaba visto en aquel entonces. Como en la escena cinematográfica prodigiosa de King Kong sobre Nueva York, el gigante se queda solo ante el arcano conjurado. Paradójicamente, en la noción de geografía triunfante que daba paso al turismo, al uso uniforme y cacofónico del espacio como experiencia previsible, formateada, safe, se lee una nostalgia abrumada. Algo se ha perdido para siempre en el Occidente reificado y legislador: ya no puede arrogarse la fortuna del desbroce espacial, de la conquista primigenia (al menos no en la Tierra). Esa nostalgia de soberbia imperial marca sin embargo un paso decisivo para nosotros: de ahí en más la única escala algorítmica que permitirá redescubrir al mundo una y otra vez estará afincada en el lenguaje. Oscar Wilde ya nos había dejado claro que la única obligación que tenemos con la historia es volver a contarla. La cuestión es a quién investimos con la toga del narrador.
Hoy, una forma específica del museo está en jaque: esa que exhibe sin tiempo, la que refiere al objeto cultural sublimando la historia que lo hizo posible. Los tratados internacionales que obligan a restituciones de piezas y de restos humanos desde los museos metropolitanos y capitalinos a las comunidades que los reclamen, son cada vez más acatados. La apelación estatal de que eso es imposible porque se trata de “patrimonio nacional” ya no es aceptable sin una discusión profunda de los términos. Quizás el movimiento central que deban hacer aún los museos (y sustantivamente los mexicanos) tiene que ver con la diseminación de sus sentidos, con la historización de sus propias violencias, con la parroquialización de sus narrativas con estatuto de verdad. Con restituir la potencia de pueblo a las comunidades representadas democratizando el aparato de la representación y sus poderes: suturando la perversa escisión colonizante entre historia y cultura, belleza y soberanía. Así podremos tener museos capaces de enunciar que la pérdida y la fractura, tanto como el objeto y la huella, nos constituyen como comunitas. Museos cuya voluntad exhibitoria sea la de impedir, a toda costa, que se fije un relato único.
Cuenco de Benín. Frágil, fracturado. Viajó como botín de guerra hacia 1895, probablemente en un barco que transportaba personas esclavizadas junto con aceite de palma y un puñado de mujeres ultrajadas: la corte de la kpojito y del rey, que murió antes del zarpe. En la belleza del muerto se esconde siempre un relato perturbador. Es preciso atravesarlo con preguntas incómodas: ese también es el trabajo del museo contemporáneo para conjurar la semiosis soberana y su voluntad de imperio que persiste.
Imagen de portada: Exhibiciones de etnología, Edificio de Historia Natural, ca. 1910. Smithsonian Libraries and Archives