Ellas, a las que llaman hongueras, cargan cubetas con sombrillitas, panalitos, trufas, yemitas, huitlacoche y orejitas para vender por montones en los mercados y los tianguis. Las que vuelven una y otra vez a cocinar hongos asados, en sopa o en tamal. Ellas tienen en común su papel en la preservación y transmisión de saberes, aunque cada una lo hace desde un mundo distinto que se pronuncia a sí mismo con su lengua materna. Por eso en México Amanita muscaria también es conocida como citlal nanácatl en náhuatl, ts’o ongojo en otomí, yuyo de rayo en tzeltal, guerechaca en rarámuri, itaikairi en huichol, tiripiti malo en tarasco y “hongo estrellado”, “hongo loco”, “hongo escamado” o “yema venenosa” en español. Cada nombre es el reflejo de los grupos humanos que han convivido con los bosques, las selvas, los desiertos y sus hongos. Nombrar es trazar senderos dentro de la memoria colectiva que guardan su relación con el hongo que nutre, el que sana, el que abre el camino espiritual, incluso, con el que mata.
Si se toma en cuenta que el reconocimiento de más de trescientas especies comestibles se ha dado gracias a la transmisión de conocimientos por medio de la experiencia —caminando, identificado los hongos silvestres, aplicando sus usos en la cocina o en la medicina—, entonces esta cifra toma una dimensión distinta; representa la historia que entrelaza a las comunidades humanas con sus antepasados y con la continuidad de su entorno natural.
Podemos hablar de lazos y tejidos, como los que conforman un cesto o una canasta de fibras de carrizo. Imaginemos que tiene la forma adecuada para colocar dentro cualquier cosa que sea bonita, interesante, útil, sabrosa, transportable. La canasta, en esta ocasión, se llena de hongos de colores, grandes, carnosos, conocidos en náhuatl con el genérico nanácatl (que significa “carnoso”).1 El tejido del recipiente tiene huecos por donde las esporas se escapan para volver al suelo, mientras que la canasta avanza colgada del brazo de quien busca y encuentra lo que el bosque tiene que ofrecer durante la temporada de lluvias. El cesto se vuelve un elemento de reciprocidad con el entorno porque permite la continuidad tan necesaria para la vida. La historia de la recolección no tiene un principio ni un fin determinados, pero sí da cuenta de lo que nos une y nos separa. Entre personas, bosques y lenguajes cada fibra se vuelve indispensable para contener el mundo que habitamos.
En los años ochenta el musicólogo Louis Sarno grabó la música del pueblo aka, localizado en las selvas del suroccidente de la República Centroafricana, en la cuenca del río Sangha. Una de sus grabaciones se llama “Mujeres recolectando hongos”. Mientras deambulan recolectando hongos, las mujeres cantan entre los sonidos de los animales del bosque, y sus propios pasos se suman a la música. Cada mujer canta una melodía diferente que se va entrelazando con las demás; muchas voces fluyen alrededor de otras, enredándose polifónicamente.2 Es evidente que la recolección es un acto colectivo, en donde ninguna voz opaca a las otras y cada una cuenta su propia historia.
Algo similar sucede en el mercado de los domingos en la plaza central del pueblo de Acaxochitlán, en el estado de Hidalgo, a donde las mujeres llegan desde temprano a vender hongos cuando es temporada de lluvias, y tubérculos, frutas, hierbas y algunas hortalizas cuando es temporada de secas. En el mercado, como en la canción, las voces se entremezclan, se yuxtaponen. Cada una cuenta una historia diferente, así que hay que saber escuchar.
Entre las voces emerge la de Esther y la escucho con atención. Descubro a una mujer que extiende todo lo que puede sus brazos como hifas fúngicas y entra en contacto con personas que vienen desde lejos. Dice que durante la pandemia les vendía el hongo michoacano (Ganoderma) a unos doctores cubanos. También cuenta cómo cultiva especies locales con la ayuda del etnomicólogo Carlos Briones, que siente bonito tener su propio cultivo, aunque a veces sea difícil que la “semilla germine”. Gran parte de lo que sabe sobre cultivos lo aprendió de su suegro, que le enseñó a crecer setas, y aunque él ya falleció, su conocimiento prevalece. En los últimos años no solo se ha dedicado a recolectar y vender, sino que también ha llevado a muchos grupos micófilos al monte para enseñarles a distinguir los hongos comestibles. Habla de que llegan personas de todas partes, incluso extranjeros a los que les gusta sacar sus libros con fotos para identificar lo que encuentran, y que a veces vienen biólogos universitarios a realizar exámenes muy difíciles. Aunque todo esto sucede simultáneamente, siempre encuentra tiempo para ir con su familia los viernes y sábados a recolectar hongos que vende muy frescos los domingos. Su hijo Juan dice que él no ha aprendido mucho a cocinarlos porque Esther les enseña más a sus hermanas, así que las recetas son una herencia que se transmite de madre a hija.
Junto al muro del quiosco y sobre el suelo se extiende el puesto de doña Ángela, una mujer mayor que vende lo que tiene: huevos, hierba del sapo, gordolobo, quelites, una gallina, hongo michoacano, hojas de maíz para los tamales y un remedio natural que se toma como agua de tiempo para todo tipo de males. Guarda en bolsitas un montón de hierbas medicinales secas, sabe cómo usarlas y para qué sirven, pero no habla un idioma científico como el que solemos usar en la ciudad. Ella promete curarte y tú debes creerlo, y si no le crees, amablemente te pide con su sonrisa chimuela que uses tu celular y busques las propiedades de sus plantas.
Las conversaciones del mercado revelan un gusto general por los hongos. A todos les encantan, pero no cualquiera dedica tiempo a su recolección. Algunas señoras dicen que tienen mala suerte porque tardan mucho en encontrar suficientes hongos como para que valga la pena el esfuerzo. Todo el mundo reconoce que es una actividad lenta: se empieza a las seis de la mañana y se termina por la tarde. Para venderlos frescos el domingo hay que buscarlos de viernes a sábado, pero siempre habrá quienes salgan a obtener los sabores de la temporada y sus recompensas. Por lo general, solo las hongueras instalan sus puestos en el mercado y se dedican al comercio; casi no hay hombres dedicados a esto porque sus trabajos en la floricultura, o en lugares lejanos, como alguna ciudad mexicana o los Estados Unidos, les impiden participar. Sus esposas venden para generar ingresos y a veces, con todo y eso, siguen batallando en la economía diaria. Todas ellas recuerdan que fueron sus mamás las que les enseñaron a recolectar hongos, a diferenciarlos para tomar solo los comestibles.
Belén cuenta que ella dejó de recolectar porque una vez se intoxicó y ya ni siquiera se atreve a comer hongos silvestres; solo cocina setas y champiñones, imaginando que son como los que comía en su infancia. Pero también hay personas como María Teófila, que en un acto de rebeldía se llevó a casa un hongo (aunque su mamá le advirtió que lo dejara), lo preparó con un guiso muy sabroso y unas horas después empezó a sentir fiebre y mareo. Logró salir de la cama, hacerse un remedio casero con lo que encontró en la cocina y así, poco a poco, sorteó la noche, hasta que en la mañana buscó ayuda. Después de eso no se atrevió a darle pecho a su hijo recién nacido porque temía intoxicarlo también. Todo por no haber escuchado el consejo de su mamá. A pesar de haber vivido en carne propia lo que puede suceder cuando no se logra diferenciar un hongo comestible de uno tóxico, ella sigue saliendo cada año junto con otras mujeres, sus hijos y, a veces, hasta abuelos, a recolectar los deliciosos frutos de las lluvias. Sonríe cuando recuerda la última vez que su hijo llenó una cubeta de yemitas (Amanita gpo. caesarea), las trajo al mercado y en un día ganó cuatrocientos pesos.
Detrás de cada voz en el mercado hay muchas historias. Detrás de cada honguera, una familia que es, fue y será junto con los bosques de pino-encino; territorios que están siendo silenciados por la tala clandestina y las amenazas: “aquí ya no vuelvas o te matamos”. Así quedan fuera de alcance algunas especies de hongos y se pierden sus sabores, sus historias y las vidas que sostienen.
Detrás de cada canasta hay un intento por contener un cachito de bosque, memoria y sustento para cuidar a los seres queridos. Entonces vale la pena preguntarse si, como bien ha dicho Silvia Federici, se puede “reencantar el mundo”3 saliendo a buscar hongos, recorriendo los senderos en compañía de otros, haciendo circular los saberes, aprendiendo lenguas que se extinguen apresuradamente, reconociendo los hongos, plantas y flores medicinales, gozando, recuperando nuestras capacidades autónomas para guiarnos, alimentarnos y sostenernos en comunidad, levantando la voz cuando las urgencias de otras especies lo piden.
Es una pregunta abierta que da una sensación desestabilizadora, como lo es confiar ciegamente en el remedio natural de doña Ángela (sin necesidad de acudir a la tecnología para confirmar sus propiedades). Hay algo en la lógica científica y capitalista que nos impide creer en la palabra descentralizada; una lógica que bloquea la posibilidad de un pensamiento mágico, poético y místico; una forma de habitar el mundo que se funda en el despojo, la eliminación, la violencia y la explotación.
El reencantamiento del mundo es un tipo de resistencia que propone no perder la autonomía. En ese sentido, las recolectoras de sombrillitas, panalitos, setas y yemitas forman parte, por muchos motivos, de este movimiento. El simple hecho de ir al cerro a buscar hongos es provocativo, porque solo habitan ahí donde sobrevive el entorno natural y su memoria. De igual forma, ir al mercado a comprarlos implica reconocer un sitio común en donde se pueden establecer encuentros de personas que viven en distintos lugares, se comparten saberes, afectos, historias, posibilidades, mundos. Los hongos nos invitan a pensar en relación a, en colaboración con, contaminados por otras formas de vida. No hay que olvidar que sin la habilidad de hacer acuerdos entre sí, las especies morirían. Usar el lenguaje para crear lazos que contengan un mundo donde prevalezcan las historias de vida y no las de destrucción es una tarea indispensable de nuestro presente. Hay que detenerse a escuchar las voces que al principio parecen silentes, descubrir los cantos polifónicos de la vida ahí donde la simultaneidad impide el surgimiento de un líder, un solista, una voz central.
Imagen de portada: Hongos, 2019. Fotografía de Angelina Korolchak. Unsplash
Ver Carlos Briones, “Las hongueras de Acaxochitlán, Hidalgo”, Arqueología mexicana, Editorial Raíces, agosto de 2019, núm. 87, p. 52. ↩
Ver Merlin Sheldrake, “Living Labyrinths”, Entangled Life, Random House, Dublín, 2020, p. 61. ↩
Ver Silvia Federici, “En alabanza al cuerpo danzante”, Mundo Performance, Juan Verde (trad.), 29 de agosto de 2020. Disponible aquí. ↩