Como casi todo lo que escribo, empecé estas primeras líneas en mi cabeza. Dos o tres oraciones disparadoras que podían ser un buen comienzo. Después me senté frente a la computadora y las rechacé: no me convencían, no eran suficientemente buenas. Fui y volví a la hoja en blanco sin atreverme a comenzar. Busqué otros textos, leí entrevistas, artículos sobre el tema, y aun así me iba. ¿No tengo nada para decir? Me pregunto por qué me siento insegura si soy una mujer que escribe. Escribí, de hecho, dos novelas de no ficción, Por qué volvías cada verano en 2018 y Donde no hago pie en 2021, que fueron traducidas y editadas en diferentes países. En ambos libros narro el abuso sexual que viví en mi adolescencia a manos de un tío comisario en un pequeño pueblo de la provincia de Buenos Aires, y todo el entramado legal que una víctima de violencia de género tiene que atravesar al denunciar ante la Justicia argentina.
La propuesta de este ensayo tiene que ver con eso, con pensar acerca de la literatura que nos pone en el centro de la escena, aquella que parte de la experiencia y nos exige un doble rol: ser protagonistas y narradoras al mismo tiempo. Hablo de la literatura de no ficción o autoficción o literatura del yo o narrativa personal, como quieran llamarla, en la que trabajo desde el ejercicio de la escritura y la enseñanza hace ya varios años. Entonces, ¿por qué la inseguridad? Vuelvo unos días atrás.
Estoy de gira en Italia, presentando mi primer libro. Visito librerías preciosas, el verano se adelantó y el clima es propicio para pasar un buen rato, hablar de literatura a dos lenguas, conocer qué leen del otro lado del océano. Una propuesta que me llena de alegría. Una alegría que se disipa cuando descubro que no importa a dónde vaya, no importa dónde presente el libro, siempre pasa lo mismo: presentadores o periodistas o alguien del público que al hacer una pregunta no hablan de literatura, sino de mi vida privada. ¿Cómo reaccionó tu mamá al abuso? ¿La culpás a ella igual que a tu tío? ¿No te parece poco feminista? ¿Tu tío sigue libre? ¿En qué estado está la causa? ¿Recuperaste el dominio de tu cuerpo? ¿Tu femineidad? ¿El abuso rompió tus sueños?
La sensación en el cuerpo, el golpe, continúa hasta hoy. La sensación de volver a sentarme en el banquillo, de volver a declarar. Si antes me arrepentía por haber denunciado, ¿tenía que arrepentirme ahora de haber escrito? Incluso peor: conformarme con la idea de ser valiente y no lo suficientemente buena escritora, que elogien mi coraje y no mi trabajo, que nadie hable de lo formal, de mi oficio, de mi literatura. ¿Por qué me siento insegura al escribir este ensayo? ¿Por qué?
Hace unos días, leí un artículo donde se hablaba del fin de la literatura del yo. Decía que existía un agotamiento, un empacho de lo confesional y lo catártico, y un retorno de la imaginación a la literatura. Este artículo me disparó varios pensamientos. Primero lo primero: ¿alguna vez se fue la imaginación? ¿En algún momento dejaron de publicarse novelas de ciencia ficción, terror o fantasía? ¿No hubo acaso un resurgimiento del realismo mágico latinoamericano? Esa es la primera falacia: siempre coexistieron. Puede haber mayor o menor producción de algunas obras, mayor o menor interés editorial, pero siempre estuvieron ahí. Ahora bien, ¿por qué el interés de sacar este tema una y otra vez? ¿Por qué denostar al género? Asociarlo al narcisismo, a la vanidad, llamarlo pornografía emocional. Acusarnos de pereza intelectual. ¿Qué es lo que distingue al testimonio de la literatura? ¿No trabajan acaso con las mismas herramientas? ¿Los mismos recursos? Intentaré encontrar una respuesta.
Recuerdo las primeras veces que envié el manuscrito de mi libro a las editoriales. No publicamos libros sobre abuso, me dijeron. El lenguaje es demasiado fuerte. Hay temas de los que no se habla. ¿Y eso? Eso no es literatura. Recuerdo la primera vez que leí un libro de no ficción. Estaba en la universidad. Estudiaba periodismo. Un docente nos listó diez libros que no podíamos dejar de leer. Empecé por Operación Masacre de Rodolfo Walsh, pionero del género en Latinoamérica. Ahí donde hubo una desaparición, Walsh creó una obra de arte. Utilizó la literatura para denunciar a las fuerzas de seguridad. Y lo hizo de forma magnífica: preocupándose por el estilo, la oralidad, la transparencia.
En La trastienda de la escritura, la autora argentina Liliana Heker habla acerca de su proceso creativo de escribir a partir de la experiencia. Dice que la realidad no construye de por sí hechos artísticos. Que justamente ahí está el trabajo del escritor:
Construir con la experiencia personal un hecho literario, susceptible, como cualquier otro, de justificarse no por su condición de cosa vivida por mí sino por su intensidad, su belleza, por el absurdo o la repulsión o el miedo en que sumerge a quien lee, por la conmoción o el impacto estético que provoca.
Otra autora que admiro profundamente es la neoyorkina Vivian Gornick, autora de Apegos feroces, entre otros libros, quien utiliza su vida como materia de escritura. En una conferencia, habló sobre este tema:
Para llegar a un libro, una obra que no sea confesional, que no sea terapéutica, para elaborar una historia que se acerque a lo literario, tenés que tener una visión, una inspiración sobre esta experiencia que vaya más allá del mero narrar un resumen de lo que sucedió. No importa lo que sucedió sino el sentido que le das a lo que sucedió.
Cuando dicto talleres de escritura, la experiencia personal suele surgir entre mis alumnos como un disparador natural en el proceso de escritura. ¿Por qué debería reprimirlo? Recuerdo al poeta Rainer Maria Rilke, quien a principios de 1900 da consejos de escritura a un joven y le pide que se pregunte por el motivo de esta:
Incluso aunque usted se hallara en una cárcel, cuyas paredes no dejasen trascender hasta sus sentidos ninguno de los ruidos del mundo, ¿no le quedaría todavía su infancia, esa riqueza preciosa y regia, ese camarín que guarda los tesoros del recuerdo?
Eso no significa que se vuelva una obra, pero si sucede, ¿qué pasaría? Si en vez de prestar atención al tema, o al origen de ese tema, nos ocupáramos de lo formal, del lenguaje y las descripciones y la musicalidad y la construcción de los personajes, insisto: ¿no estaríamos haciendo el mismo trabajo de la ficción?
Leí que alguien decía que escribir sobre el yo es vivir con miedo, que es no meterse en ningún jardín, que la ficción es la única manera de acceder a la verdad. No tengo dudas de que la intimidad puede para algunas personas estar en la escritura misma, en la búsqueda de las palabras, en la publicación de la propia obra. En lo personal, no hubo momento de mayor intimidad que atreverme a enfrentar mi pasado, registrar los hechos, denunciar a mi propia familia, hacer preguntas sobre mi sexualidad, dejar que otros pasen y vean y opinen sobre la historia de mi abuso. Me atreví a formular palabras ahí donde no las hubo. A buscar un lenguaje que nombre la violencia sin revictimizarme. A escribir un texto que rompa con la comodidad del silencio. Y a hacerlo bien.
Se me ocurren varios ejemplos más: autoras latinoamericanas que se atreven a indagar en lo real, a problematizar su historia, a mirar ahí donde otros no quieren ver. Obras como Las malas, de la argentina Camila Sosa Villada, o Poesía travesti resentía y furiosa de la chilena Claudia Rodríguez, dos autoras que narran desde la marginalidad travesti: hablan de la transformación de sus cuerpos, la monstruosidad, la prostitución y la pobreza. Pienso en Notas sobre el hambre de la brasilera Helena Silvestre, que viviendo en una favela escribió sobre el hambre que se apoderó de su cuerpo y rugió desde la infancia en su estómago. En Siberia, de la ecuatoriana Daniela Alcívar Bellolio, que narra el dolor por la pérdida de su hijo recién nacido, el cuerpo vacío, las tetas escupiendo leche. En El invencible verano de Liliana, donde la mexicana Cristina Rivera Garza recupera la memoria de su hermana, víctima de femicidio en los noventa, un crimen que aún hoy sigue impune. En Huaco retrato, de la peruana Gabriela Wiener, que hace preguntas fundamentales acerca de la colonización no solo de los territorios sino también de los cuerpos y su deseo.
Relacionar la literatura con el #NiUnaMenos y el #MeToo y pensar que ahora hay más escritoras, “el boom de escritoras” lo llaman, es negar genealogías, negar que estas escritoras existían pero no había editores que quisieran publicarlas ni catálogos que desearan incluirlas porque lo que interesaba, lo que vendía, los dueños de la palabra, eran los vatos con apellidos exuberantes, como dice la poeta Tamara Kamenszain en Chicas en tiempos suspendidos. Sería lo mismo que pensar que hay más abusos o violaciones o femicidios porque ahora los libros hablan de eso, porque las editoriales se atreven a publicar, siguiendo o no al mercado, qué importa. Decir que la literatura del yo puede colaborar con el victimismo, con mostrar a las autoras como un conjunto de síntomas, es aberrante además de reduccionista.
Ahora me pregunto, ¿de qué hablamos cuando hablamos de literatura del yo? Pienso en la idea de subjetividad, de narración de mundos íntimos. De un cuarto propio que se vuelve público. De una literatura que deja de ser individual para ser colectiva. ¿Y quiénes la escriben? ¿Autoras o autores? ¿Hacia quiénes va dirigida la embestida?
Que el panorama literario se esté abriendo, que incluya otras voces, voces que hablan desde la marginalidad, desde la pobreza, desde las disidencias, para narrar experiencias personales o cuentos de terror, eso sí es otra cosa. El panorama se abre (tampoco tanto , no exageremos) pero los géneros coexisten, conviven, se entrecruzan: caminan en esa delgada línea; puede haber alguna que otra tendencia, pero no es el fin ni el comienzo de nada, ni un género determina que el texto sea mejor o peor, la calidad pasa por otro lado. Y por qué se abre una y otra vez este debate, qué es lo que buscan, me pregunto, y entonces recuerdo: ¿qué género se ha atrevido a tanto?
Palíndroma, Querétaro, 2021
Imagen de portada: ©Vera Primavera, La Marcha, 2022. Cortesía de la artista