Un paisaje devastado por la violencia puede parecer una ruina, pero es lo contrario de una ruina. Es algo que estaba creciendo, arboreando, gestándose, expandiéndose, vivo, y que ha sido interrumpido. Pero no está acabado. Era una cosa a medio construirse que ha sido cercenada. Pero también es como cuando a una planta pequeña, de aguacate digamos, se le corta la punta para que el árbol crezca más fuerte. La medida de la fuerza del árbol futuro se mide por su capacidad para regenerarse. Ante la amenaza del corte hay solo dos opciones: brotar de nuevo, insistir, o ceder a la interrupción de la vida. Casi todo persiste. Pero algunas cosas no y se pierden. Entre los muchos árboles cuyas puntas se cortan, algunos insisten y acumulan la savia necesaria para resurgir desde la calma y el retraimiento que le sigue al tajo. Hay mucho que aprender de las plantas sobre la violencia de lo humano. Una vez conocí a un jardinero japonés que se especializaba en el cuidado y la curación de los árboles. Llegué a saber muchas cosas sobre ellos gracias a él. Por ejemplo, que las raíces se expanden hasta el límite de la sombra de un árbol. Cosas como que hay que hablarles y pedirles permiso antes de podarlos. También que los árboles nos enseñan las artes de la paciencia. Una vez le pregunté a ese hombre cómo se convirtió en jardinero. Me explicó que fue culpa de la guerra, pues siendo un muchacho aún muy joven había sido reclutado para ir al otro lado del mundo a matar a otros hombres muy jóvenes que se parecían demasiado a él mismo. Fue como que lo mandaran a asesinarse a sí mismo, decía.
Regresó enfurecido de la guerra de Vietnam. El dolor se le había vuelto rabia y se tiró a la mierda, perdido. Pero otro reclutamiento lo sacó de esa oscuridad: en un vivero local, un maestro del bonsai lo tomó como discípulo. La guerra es rápida, muy rápida, me explicaba el jardinero japonés. Y los árboles, con su lentitud desesperante y su parsimonia milimétrica me curaron a través de la pausa. Yo necesitaba curarme de la velocidad de la guerra y la violencia y la muerte y la sangre que brota trémula pero imparable, me dijo. Mejor la velocidad de la savia. La lentitud del engrosamiento de una rama. Mejor pedir permiso antes de cercenar. Mejor juntar las hojas caídas con la certeza de que volverán a surgir. Mejor cortar una parte para que el cuerpo central se fortalezca. Reconstruir el paisaje devastado por la violencia es una labor lenta, pausada, que exige una paciencia tan profunda que solamente se puede llevar a cabo en el hacer y la práctica: con la presencia. La reubicación implícita en la pregunta que insiste en cuestionarnos dónde exactamente estamos parados. Nos vamos a la guerra, o la guerra llega a nosotros, y la vivimos o la documentamos o la escribimos. Nos recluta su urgencia. La imperiosa necesidad del testimonio y el testigo. Recabarlo todo. Observar la minucia cuando se logra la pausa en medio del tiroteo. Saberse mover a tiempo del sitio de peligro para poder seguir mirando. Dejar registro, decir: estas cosas terribles han ocurrido en verdad. ¿Qué nos pasa? ¿Por qué somos así? Hacer muchas, muchísimas preguntas. Hay daños tan profundamente terribles surgidos de la violencia de las guerras, cosas siempre documentables. Paralizan y nuestro propósito de sobrevivir o registrar falla. Pero se graban igual. Como las fotos que deciden no tomar los fotoperiodistas y los cronistas de las guerras. Como esa foto que no tomó la fotoreportera Susan Meiselas. Esa foto inexistente pero posible de las heridas de Irma, una mujer sobreviviente de violencia doméstica, de esa guerra contra las mujeres que nos embarga desde siempre, silenciosa pero avasallante, que amedrenta desde el corazón de la vida: la casa.
Durante el proceso de investigación para un proyecto sobre violencia doméstica Meiselas tomó fotos a la par de notas, como en todos sus procesos documentales. Ahí conoció a Irma y decidió no retratar sus manos heridas. En uno de los cuadernos de notas de Meiselas quedó plasmada la foto posible pero no tomada, una foto convertida en recuerdo de la parálisis:
Para poder en verdad “documentar” la violencia doméstica en algún sitio, dentro de los pasillos de la justicia tiene que haber pistas —la corte, el laboratorio fotográfico— las manos de Irma que se quedaron marcadas como cicatriz en mi mente. No las puedo olvidar pero no pude tomar una foto. La imagen de sus manos resistiéndose al cuchillo de carnicero que buscaba perforar su cuello.
¿Cómo volver a tocar un paisaje herido y trastocado por la violencia? Las manos de Irma son el paisaje avasallado por la fuerza de la guerra, como los edificios ahuecados tras un bombardeo. La orografía de esas heridas es testimonio de un dolor a cuentagotas que un día explota, aunque la violencia empieza antes del cuchillo de carnicero. Por tanto, no es un daño súbito como el bombardeo, sino cotidiano. Su fuerza voraz no es menor. La violencia nos presenta dos tipos de guerras: la del estado de excepción y la del diario. También hay otras: la que amenaza la continuidad de la vida y se extiende a la que sufre la naturaleza a manos de los humanos. Pienso aquí en un ejemplo que se sale del canon de los efectos de la violencia y se inscribe usualmente en el terreno del “desastre” o del “accidente”: Chernóbil.
¿Cómo nombrar esas violencia que derivan de la acción humana, del error incluso, pero que carecen de intencionalidad de destrucción y, sin embargo, también interrumpen la vida? Un accidente como Chernóbil no solo implicó una interrupción, sino que imposibilitó el futuro en ese pedazo de tierra. El envenenamiento del sustrato circundante, de sus animales y fauna, de las mutaciones impuestas sobre el devenir de la vida ahí, encuentran su equivalente en la piel de los bomberos que se caía a pedazos tras exponerse a la radiación y que con tanto dolor describieron las mujeres entrevistadas por Svetlana Alexiévich en Voces de Chernóbil. ¿Cómo se reconstruye un paisaje donde la vida se volvió imposible? Se espera, antes que nada. Se permite el paso del tiempo y se deposita las esperanzas en lo que volverá. Volvieron, nos dicen. Volvieron los hongos primero. Luego otras cosas, otros animales, hasta que Chernóbil se convirtió en la materialización de esos temores de película de ciencia ficción: un mundo posthumano trastocado por las acciones de los humanos. Me pregunto qué es realmente lo irreparable. ¿Cómo definirlo? Es irreparable, por supuesto, la pérdida de las vidas individuales ante la violencia. Pero ampliando la mirada, haciendo zoom out hasta diluir esas vidas de personas, animales, plantas, ¿qué es lo realmente irreparable? ¿La interrupción de los ciclos del sostén de la vida?
Registrar el daño, contabilizar el trastocamiento del mundo, pero renombrar también las cosas para des-trastocarlas. Esto no solo implica que documentemos los estragos de la violencia, debemos también documentar lo que persiste y cómo persiste. Las plantas, las flores, la música, la compañía. La tierra en sí. El sustrato. Esa sustancia mágica que es el humus terrestre. No hemos pensado lo suficiente sobre la alquimia extraordinaria de la tierra como substancia. No existe en el mundo otra materia equivalente a la tierra, ese acumulado granuloso pero pastoso pero compactado pero suelto pero enlodado pero resecado que tiene la potencia de resguardar y contener para reconstruir, insistentemente, las condiciones propicias para que la vida vuelva. Pienso en esas semillas que tardan muchísimo en germinar. Pienso en la tierra oscura que las guarece mientras se deciden a brotar a su tiempo, a su ritmo. La violencia que implica el envenenamiento del suelo parece de las peores posibles porque implica la interrupción del abrazo y el cuidado que hace posible el devenir. Pero incluso la tierra envenenada se reconstituye, al parecer. Y se logra repoblar el paisaje devastado con el gesto de la semilla que se hincha en el interior de la tierra, a todas luces, inerte.
Es necesaria una teoría sobre la reversión del trastocamiento de la violencia, la cual tendría que empezar por plantearse: ¿Cómo se tocan las cosas y los seres heridos? ¿Cómo aproximarse a ellas de un modo que las renombre y las reconstruya para volverlas otras? Pienso en los arqueólogos forenses que tocan los cuerpos al dibujarlos y documentar el último gesto tras su caída dentro de una fosa clandestina. Pienso de nuevo en Susan Meiselas y su fotografía del cuaderno del arqueólogo Jim Briscoe, donde quedó registrado el mapa de la fosa de Koreme, en Kurdistán. Cerca de cien mil kurdos fueron desaparecidos en la parte norte del país conocido como Irak y esa es una de las fosas donde la herida quedó al aire. En diciembre de 1991 Meiselas acompañó a una misión de Human Rights Watch para documentar las exhumaciones de fosas clandestinas en la región y fue ahí donde miró esos dibujos cuidadosos: el gesto del brazo elevado, los dedos, la curvatura de ciertas piernas. Sobre el viaje, la fotógrafa diría después:
Quedé atónita ante lo que vi. Nunca había sido testigo de una destrucción tan completa y sistemática de la vida de una aldea, ni durante una década de cobertura de conflictos en Centroamérica.
La palabra que usa Meiselas para describir lo que sintió es stunned. Yo aquí la traduzco como “atónita”, pero vale la pena reflexionar sobre la elección de esa palabra que igualmente se podría convertir en “aturdida”, “pasmada”, “impactada”. La implicación de la parálisis es un espejo de la parálisis de la continuidad de la vida de la cual fue testigo. Un entumecimiento. Lo que sigue a la velocidad de la violencia es siempre algo que altera el ritmo del mundo. Nos detiene, afortunadamente, pues es en esa pausa donde puede habitar la reconfiguración del futuro. Pero la transformación de la parálisis en pausa solo se abre como posibilidad cuando ya terminó de ocurrir el desastre de la interrupción. La peste de la violencia actúa como un conjuro, como una maldición antigua: no se puede des-decir su acción ni su efecto. La maldición de la violencia existe en la penumbra del lenguaje.
Los arqueólogos que tocan los cuerpos de los muertos al dibujarlos me hacen pensar en cómo el Rey Midas todo lo tocaba y lo convertía en oro, pero ese oro era muerte. Muerte por avaricia. Sería una excelente forma de resumir los costos de la violencia del extractivismo en el capitalismo tardío. Porque esa también es violencia: extraer por provecho, destruir por provecho, mancillar por provecho, vampirizar por provecho. ¿Cómo se toca a un cuerpo herido de provecho? Cuidar el recuerdo de las manos heridas, cicatrizadas, que se quedaron grabadas en la memoria de Meiselas es tal vez un ejercicio breve en esa dirección. Pero otra imagen de la fotógrafa nos ayuda a pensar aún más profundamente cómo habitar el sitio del trastocamiento para reconfigurarlo y convertirlo en lo opuesto de una maldición, lo cual sería, en todo caso, una bendición. No en el sentido religioso, sino en el sentido de desear el bien a alguien.
En Kurdistán Meiselas también registró con su cámara al arqueólogo forense Clyde Snow de pie en el interior de una fosa, sosteniendo el cráneo de un adolescente de entre quince y dieciocho años. Los ojos del muchacho muerto estaban vendados. Dos balazos en la cabeza. Es importante esa foto. Snow fue quizás uno de los arqueólogos forenses más célebres de su tiempo. Su compartición de conocimientos inauguró un nuevo impulso por conocer la verdad a través de la recuperación de los muertos. La foto de Snow tomada por Meiselas es importante porque en su gesto hay una pedagogía del cuidado de los muertos tanto como del cuidado de la tierra tras la devastación. Sus manos arropan el cráneo del muchacho que sale de aquella fosa en el Kurdistán. Lo mira con atención y cuidado, preguntándole, casi hablándole a través de la forma de sus dedos. Esto no debió suceder, pero aquí estamos. Ahora podrás descansar en un sitio donde sí te podamos reconocer.
Clyde Snow habita esa fosa para cuidar el cuerpo de quien fue avasallado por la violencia. Ese acto de presencia transforma el sitio en un espacio distinto. En el lugar donde antes habitó la maldición aniquiladora que asumió a ese muchacho como desechable ahora habita el deseo de que su alma tenga una buena existencia, tranquila: la honra de un entierro digno, con memoria, con identificación (en el mejor de los casos) y con un retorno a su familia. Los muertos también necesitan de nuestros cuidados. Son sujeto, por supuesto, de recibir bendiciones y buenos deseos. Hay formas de cuidarlos de la intranquilidad. El paisaje que conforman sus cuerpos encapsulados dentro de la tierra hasta que son hallados es un horizonte que se puede transformar. Atender y cuidar la vida de los muertos —contradictorio y paradójico concepto— es fundamental para el devenir de la vida de los vivos.
“Trastocado” es una palabra precisa para describir los efectos de la violencia sobre el mundo y la interrupción de la vida que implica. Tras. Tocado. Tocado después. El tacto del después. El rastro de la marca después de su alteración. Tocado por la violencia. Marcado por la muerte, inaugurando el universo de la secuela, de la repercusión. Es ese el territorio del daño, que luego se inaugura como un espacio donde el paisaje de la dilución de la continuidad de la vida es un sitio donde “el vivir” se convierte en una acción, una actividad, una práctica imposible de seguir realizando con normalidad. Es en ese espacio donde las montañas ya no son solo montañas. Los desiertos ya no son solo desiertos. Las carreteras ya no son solo carreteras. Los ríos ya no son solo ríos. Los edificios no son solo casas. Los juegos para niños no son solo juegos para niños. Sino fosas.
Si el espacio, el cuerpo, la tierra pueden entenderse como entidades sujetas a la herida, ¿qué curación se produce cuando los cuerpos los recorren y los rehabitan para reconfigurarlos? Volver a estos espacios llenos de muerte y terror se convierte en un gesto de repoblar los lugares devastados donde el suelo se transformó en paisaje de muerte. Si en Kurdistán un genocidio canceló la posibilidad de la vida del pueblo, de la aldea, ¿qué implica el gesto de insistir, tercamente a veces, en volver a habitar esos espacios que en algún momento se volvieron invivibles, perdidos, envenenados? Tenemos que aprender a volver ahí. Pero debemos identificar cuál es el verdadero territorio por repoblar. Es posible renombrar el mundo para desenvenenar la tierra y volver a construir las condiciones para que la vida persista. Las violencias rompen comunidades, por eso reconstruirlas es una de las formas de des-trastocar el paisaje avasallado y sanar la destrucción y la estela de la fuerza. ¿Cómo se reconstruye el paisaje arrasado que es la psique de un futuro jardinero japonés? Regresar a las pequeñas cosas, los pequeños gestos. Con la presencia, con lo minúsculo, a veces. Con lo que nutre el cuerpo y la tierra. Deteniendo la fuerza imperiosa que avanza y rompe. Se reconstruye con el resguardo del espacio y el cuidado de lo que persiste. La tierra podrá arrasarse, destruirse toda, pero persiste como superficie y los humanos formaremos siempre comunidades de reconstrucción sobre ella. ¿Qué se hace con lo perdido? Para eso no hay respuesta. Se lo honra del modo en que cada quien pueda, supongo.
Imagen de portada: Susan Meiselas, el Dr. Clyde Snow sostiene el cráneo de un adolescente con los ojos vendados y dos agujeros de bala, Kurdistán, 1991. ©Susan Meiselas/Magnum Photos