dossier Violencia SEP.2022

"Lo frágil e impredecible de un mundo que aún está por hacerse"

Daniela Rea, Mariano V. Osnaya

Leer pdf

Daniela. Ya no quiero hablar de la violencia

Hace unas semanas, durante una conversación, una amiga habló del futuro de las niñas: “cuando vayan a la universidad…” Me di cuenta de que soy incapaz de imaginar un futuro para ellas, no me alcanza la posibilidad de la vida para imaginarlas crecer, terminar la primaria, llegar a la prepa, elegir una carrera y una universidad. Mis hijas tienen ocho y cinco años, y al menos durante los últimos tres me he visto como una sombra sobre sus vidas y sus posibilidades. Pero ellas también podrían ser todes les niñes del mundo y también nuestro presente y futuro como personas adultas.

​ Soy periodista y aprendí a mirar lo malo de la vida. O, por decirlo de una manera más justa, aprendí a relacionarme de forma consciente o crítica con la vida y trasladé esa forma de relación a la crianza. La intención de criar infancias conscientes de los desafíos y peligros del mundo tiene el riesgo de generar sobre ellas una sensación de desprotección: puedes perder a tu familia, desaparecer, quedarte sin agua, sin casa, perderlo todo en los treinta segundos que dure un sismo, pueden matarte.

Herbert Katzman, Painter’s Family, 1961. ©Smithsonian American Art Museum

​ Michael Ende describió como “perfectamente absurdos” los esfuerzos de las personas adultas por incidir en la construcción de infancias “críticas”, pues solo “traspasan a los niños su propio relativismo intelectual y su propia impotencia para encontrar valores vitales”. Nuestra sensación de catástrofe, de certeza del fin de las cosas y de la imposibilidad de alternativas es mucho menos que aguda, racional o lúcida; en todo caso, es ingenua, porque asume el desamparo, la incapacidad de mirar más allá de un horizonte propio e individual.

Estamos muy asustados y transmitimos nuestro miedo con la excusa de ser responsables e inculcar un sentido crítico en nuestros hijos y así estamos fomentando la construcción de narrativas que arrebatan la confianza que ellos necesitarán para crecer con fuerza y alegría,

me dijo Rafael Mondragón, filólogo y académico de la Universidad Nacional Autónoma de México. Con él hablé de mi intención de criar niñas conscientes de las dificultades de la vida y, como consecuencia, ser una nube sombría sobre ellas.

Esa intención —me dijo— habla más de nuestra frustración y nuestra dificultad de asumir lo que ellas necesitan de nosotros y del mundo. Ante la posibilidad de una situación catastrófica que pareciera arrebatarnos la agencia de las manos, vale la pena recordar que frente a las hijas, los hijos, nuestro trabajo también tiene que ver con arropar.

​ Lo había olvidado.

​ ¿Cómo crear entonces narrativas sobre el mundo y la vida menos violentas para la infancia?

​​

II. Mariano. Memoria y catástrofe

Conocí a Daniela cuando edité su documental No sucumbió la eternidad. El título que eligió parte de un verso de Raúl Zurita que describe cómo la dictadura chilena desaparecía a opositores y disidentes. Desde que trabajamos juntos, mantenemos conversaciones sobre las formas de narrar la violencia, la injusticia y, muchas veces, el horror. Casi siempre, al final de nuestras pláticas, quedamos con una sensación de zozobra y nos preguntamos si vale la pena seguir contando esas historias, ¿para qué?

​ Me pregunto si no hacen más que ahondar en el dolor de quienes las han padecido. Lo cierto es que sí profundizan nuestro dolor y la sensación de que no hay alternativas. Simplemente nos hacen perder la esperanza e imaginar la catástrofe. Como dice Žižek, siempre es más fácil imaginar el fin del mundo en lugar de una opción más modesta, por ejemplo, el fin del capitalismo. ¿Tan solo es falta de imaginación o hay otros obstáculos que nos impiden pensar la utopía en lugar de la distopía?

©Adriana de la Rosa, *Capítulo nueve. Tarot para el fin del mundo, un apocalipsis de colores*, 2016-2019. Cortesía de la artista©Adriana de la Rosa, Capítulo nueve. Tarot para el fin del mundo, un apocalipsis de colores, 2016-2019. Cortesía de la artista

​ Quizá todo venga de más atrás o de otro sitio. Pienso en la concepción occidental de la memoria y cómo está ligada a la catástrofe. Una tradición griega, que nos narra Cicerón, atribuye a Simónides de Ceos la invención del arte de la memoria, es decir, de la técnica para poder recordar mejor o con mayor eficacia.

​ El relato dice que, en una ocasión, un noble de Tesalia le pidió a Simónides que cantara un poema en honor a los huéspedes en su mansión, a quienes agasajaba con un banquete. El poeta declamó y mencionó a cada uno de los invitados sentados en la mesa. El poema también evocaba a Cástor y Pólux, dioses guerreros por excelencia. El noble, de manera mezquina, solo le pagó la mitad de lo acordado y dijo que le pidiera el resto a los dioses a quienes había dedicado sus versos. Entonces, un joven sirviente entró al banquete y dijo que alguien llamaba en el patio a Simónides. El poeta salió de la mansión. De pronto, el techo de la casa donde se encontraban los huéspedes y el noble se desplomó. El único sobreviviente fue el poeta. Se cuenta que los cuerpos de los invitados quedaron tan destrozados que fue imposible reconocerlos. Solo fue posible hacerlo gracias a que Simónides había memorizado el lugar exacto donde se encontraba cada uno de los huéspedes.

​ Para Cicerón lo de menos son los muertos y el derrumbe. Lo que le interesa es que la técnica de la memoria precisa una concepción espacial, casi arquitectónica, con la cual podamos alojar o guardar las cosas que luego necesitaremos recordar. Solo porque el poeta se percató de la disposición y ubicación de los huéspedes en la mesa pudo recordar tan bien a cada uno de ellos. Es como si la utilidad del arte de la memoria fuera la de mantenernos siempre alertas ante una posible catástrofe. Al no tener certeza de lo que pueda acontecer, sería bueno guardar con llave aquello que apreciamos. Si quisiéramos extraer una moraleja del relato de Cicerón, sería: ejercitar la memoria sirve para no olvidar el lugar donde se encontraban nuestros muertos segundos antes de que los vimos por última vez con vida.

​ Y ese recuerdo, siempre que lo expresamos, tiene la forma de una narración. Simónides no solo fue el único que pudo recordar los nombres y los lugares de los invitados, también fue el único testigo de lo acontecido y el único que pudo narrarlo. Recordar la catástrofe para narrarla, o anticiparla para evitarla: solo así podemos encontrar una especie de justificación para continuar contando historias de horror y solo así nos es posible entender que nos resulte más fácil imaginar lo peor, la distopía, porque ella refleja hacia adelante las peores tormentas que hemos experimentado. Pero, ¿siempre tiene que ser de esa manera?

©Adriana de la Rosa, *Capítulo uno. Tarot para el fin del mundo, un apocalipsis de colores*, 2016-2019. Cortesía de la artista©Adriana de la Rosa, Capítulo uno. Tarot para el fin del mundo, un apocalipsis de colores, 2016-2019. Cortesía de la artista

​​

III. Criamos en el desconcierto

No siempre hemos imaginado un porvenir catastrófico. Hubo épocas donde el optimismo era tal que Leibniz pudo escribir que vivíamos en el mejor de los mundos posibles. La modernidad europea supone, para los teóricos de esos años, un avance o mejoría respecto a las épocas precedentes. Esta es ya, a su manera, una mirada histórica, por muy ingenua que nos parezca ahora. Precisamente, solo a través de un trabajo historiográfico y de archivo podríamos contestarle al filósofo que su mundo soñado no es más que el reverso bien pensante de la barbarie. Al cepillar la historia a contrapelo encontramos, entre otras cosas, la colonización y el genocidio de mujeres como parte del proceso de acumulación originaria del capitalismo, según ha apuntado Silvia Federici. Historizando también aprendemos que esas épocas supuestamente oscuras, por ejemplo la mal llamada Edad Media, no lo fueron tanto. O sí, depende a quién se le pregunte. Algunas narraciones indican que, hacia el año 1030, debido al mal clima, no fueron posibles la siembra ni la cosecha, lo que produjo hambruna entre los más pobres.

​ Por eso tampoco sería correcto parafrasear a Leibniz y afirmar que vivimos en el peor de los mundos posibles.

​ En este pensar juntas, juntos, Rafael Mondragón nos propone una desdramatización de nuestro pasado, pensar nuestra historia más allá de México, el neoliberalismo y el capitalismo, desde la perspectiva de un camino colectivo que atienda las sutilezas históricas: no es lo mismo la hambruna hacia el final del año mil a la hambruna y escasez artificial producida en el Londres de la Revolución industrial como la describe Jack London en “La gente del abis­mo”,1 el reportaje que publicó en 1903 luego de pasar unos meses disfrazado de vagabundo en el East End de la capital inglesa. En ese trabajo, que podría considerarse un ejemplo del actualmente llamado “periodismo gonzo”, London narra cómo era común que la gente de la calle solo pudiera dormir durante las tormentas, pues era el único momento en que la policía no los acosaba a golpes.

​ Esas escenas eran el día a día de una de las naciones más poderosas y desarrolladas de entonces.

​ Quizá una diferencia de nuestro panorama catastrófico respecto al de generaciones anteriores sea la consciencia del deterioro planetario que estamos produciendo. O quizá sea solo que nuestra escala ha cambiado y ahora es constante, cotidiana, en todos lados, a nivel cósmico. Historizar nos ayuda a comprobar que nuestras crisis no han sido ni, al parecer, serán las peores. Y a la inversa, acudir a los relatos que nos preceden también nos ayuda a imaginar alternativas o escenarios diferentes.

​ Quizá entonces la pregunta no sea si es posible y cómo crear narrativas no violentas hacia la infancia como un acto vertical y unidireccional, sino atender a eso que la infancia misma convoca y sin lo cual no sería posible enfrentar el supuesto fin del mundo, que se renueva en cada generación: deseo y catástrofe. Hannah Arendt lo plantea en términos de la renovación de esos pactos con la apertura al porvenir:

no quitarles de las manos la oportunidad de emprender algo nuevo, algo que nosotros no imaginamos, lo bastante como para prepararlos con tiempo para la tarea de renovar un mundo común.

​ Pensar, asumir que hay una esperanza nueva.

​​

IV. Crear un mundo no es nada fácil

Es probable que las dificultades para imaginar la utopía estén relacionadas con cómo concebimos el tiempo. La concepción de la historia lineal y causal es una de las herencias más duraderas del cristianismo. A diferencia de esta, se trataría de construir un relato, una utopía que no distinga entre pasado, presente y futuro, es decir, que su temporalidad sea la del lenguaje y el ritmo.2 Un cuento que sepa recordar a nuestros muertos y, al mismo tiempo, imaginar a las generaciones que vendrán. Como los comcáac del norte de México, para quienes todas sus reivindicaciones de justicia involucran también a seis generaciones adelante o atrás o presentes. Desaprender el tiempo lineal que se organiza desde el poder económico, el Estado y las instituciones a su cargo sería una de las tareas principales para narrar la utopía.

​ Quizá nos gusta volver a la historia de la Edad Media porque nos identificamos con ellos en el desconcierto y la incertidumbre, pero también en que ahí se gestaba al reverso de las peores vivencias. Mientras la hambruna, las enfermedades y la muerte diezmaban a la población, en los monasterios los monjes enseñaban a leer a los estudiantes.

​ Para Hugo de San Víctor leer significaba recoger la cosecha, los frutos de las líneas de la página. La página puede referirse también a las líneas que se trazan en los viñedos. “Mientras recoge el fruto de las hojas del pergamino, las voces paginarum caen de su boca; como un suave murmullo si van dirigidas a su propio oído, o recto tono si se dirige a la comunidad de monjes”.3 La lectura monacal siempre se pronunciaba, ya sea en voz alta o como un bisbiseo, como si se rumiaran los frutos de la lectura. El cuerpo también se balanceaba un poco, casi a la manera como hoy se lee el Corán en las mezquitas. Esto provocaba que la lectura fuera un ejercicio extenuante, no recomendable para monjes enfermos, débiles o ancianos. A los niños se les enseñaba a leer, primero, por el oído a través de la repetición diaria de los salmos, recitados de manera rítmica con ayuda de fórmulas verbales breves asociadas con diferentes posturas del cuerpo. Luego, una vez memorizados los salmos y con ello el latín, aún sin saber el significado, aprendían sus palabras trazándolas con el estilo sobre una tabla untada con miel.

El profesor pronunciaba cada sílaba por separado y los alumnos las repetían en un coro de sílabas y palabras… Las palabras simples del latín se graban en el oído del alumno como una secuencia de sílabas. Pasan a convertirse en parte de su sentido del tacto, que recuerda el movimiento de la mano al marcarlas sobre la cera. Y también aparecen como trazos visibles que se graban en el sentido de la vista. Labios y oídos, manos y ojos se unen para modelar la memoria del alumno para las palabras del latín.4

​ Este tipo de enseñanza de la lectura se perderá con el correr de los años, sin embargo, tiene la semilla de lo que será posteriormente la cultura del libro, de las transformaciones del latín en las diferentes lenguas romances, etcétera. Y ahí radica su potencial utópico. Es como si detrás de cada catástrofe, como en el reverso de un tejido, se escondiera una promesa utópica, la cual, de hecho, está sucediendo.

​ Ricardo Chávez Castañeda escribió en su novela Severiana la historia de la desaparición repentina de niños y niñas; sus padres y madres reaccionan con miedo y prohibiciones para proteger a quienes aún quedan. “Nuestros padres estaban demasiado ocupados en protegernos como para mostrarnos otro tipo de cariño”, dice uno de los personajes. Los niños, aislados en sus casas, descubren que pueden encontrarse a través de la lectura y crear un mundo más allá de los miedos adultos. Mientras tememos, ellas y ellos confían. La confianza es quizá el ingrediente esencial de la inocencia, que en una de sus raíces etimológicas podría entenderse como “la incapacidad de oler el mal”.

©Adriana de la Rosa, *Capítulo seis. Tarot para el fin del mundo, un apocalipsis de colores*, 2016-2019. Cortesía de la artista©Adriana de la Rosa, Capítulo seis. Tarot para el fin del mundo, un apocalipsis de colores, 2016-2019. Cortesía de la artista

​ En Severiana los niños y niñas habitan ese espacio de la inocencia y juegan, exploran, van a tientas, ven las cosas aparecer. Pronuncian palabras sin intención, adjetivos que no tienen donde posarse y revolotean como mariposas hasta que alguien dice un sustantivo, miran aparecer un puente de cristal rebelde frente a sus ojos. “Lo frágil e impredecible de un mundo que aún está por hacerse”, reflexionan con la emoción de lo incierto mientras deciden qué palabras decir, cuáles callar. “Yo salvaría palabras como amor, belleza o sabiduría pero sé que son palabras difíciles de transportar porque prometen algo sin decirlo”, dice una de las personajes.

​ Y en esa conversación que sucede en el encuentro para crear un mundo nuevo, las niñas y los niños descubren que la existencia de esas palabras exige el deseo y el compromiso de hacerlas existir. Y ese compromiso solo puede existir en colectivo. Desplazarse a un lado del yo de la enunciación y a la experiencia propia, privada e individualista para dar paso a escuchar las otras experiencias.

​ Si, en parte, el lenguaje nace en estar y compartir lo que va naciendo, es ahí también, en esa atención a lo que compartimos, que hacemos evidente el pacto al que apela Hannah Arendt, el que nos ha permitido renovarnos generación tras generación y posibilita la existencia de “algo nuevo, algo que nosotros no imaginamos”. Entonces, quizá no solo se trate de las historias, las narraciones, la forma de relacionarnos con la vida que vamos a entregarles, sino de estar dispuestas a recibir lo que aún no alcanzamos a imaginar.

Imagen de portada: ©Adriana de la Rosa, Capítulo seis. Tarot para el fin del mundo, un apocalipsis de colores, 2016-2019. Cortesía de la artista

El título “Lo frágil e impredecible de un mundo que aún está por hacerse” es una frase de la novela Severiana de Ricardo Chávez Castañeda (Fondo de Cultura Económica, Ciudad de México, 2010)

  1. Jack London, La gente del Abismo, Titivilus. 

  2. Sobre el lenguaje y el ritmo como potencia utópica, véase el ensayo introductorio de Silvana Rabinovich a Escepticismo y mística de Gustav Landauer (Herder, Ciudad de México, 2015). 

  3. Iván Ilich, En el viñedo del texto, Fondo de Cultura Económica, Ciudad de México, p. 78. 

  4. Ibid. p. 95.