Sensibilidad e inteligencia en el mundo vegetal

Fragmento

Plantas / dossier / Junio de 2022

Stefano Mancuso, Alessandra Viola

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Lamentablemente, con pocas excepciones o ninguna, la idea del mundo vegetal y de la llamada “pirámide de los seres vivos” que desde hace siglos llevamos en nuestro interior es la que aparece en el Liber de sapiente (Libro de la sabiduría) de Charles de Bovelles (1479-1567), publicado en 1509. A este propósito, una iluminadora ilustración del volumen vale más que mil palabras: en ella se muestran las especies vivas y no vivas, ordenadas en gradación ascendente. Empieza por las rocas (a las que se asigna el lapidario comentario “est”, queriendo decir que una roca existe y punto, sin más atributos), sigue con las plantas (“est et vivit”, es decir, que la planta existe y está viva, pero nada más) y los animales (“sentit”, esto es, están dotados de sentidos), hasta llegar al hombre (“intelligit”, solo a él le está reservada la facultad del entendimiento). Esta idea de cuño renacentista de que entre los seres vivos existen especies más o menos evolucionadas y dotadas de mayores o menores capacidades vitales sigue en auge en nuestros días. Forma parte de nuestro humus cultural y resulta casi imposible prescindir de ella a pesar de que hayan transcurrido más de 150 años desde la publicación, en 1859, de El origen de las especies, la fundamental obra que Charles Darwin nos regaló para que pudiéramos comprender la vida de nuestro planeta. Tanta es su importancia que el gran biólogo Theodosius Dobzhansky escribió: “En biología nada tiene sentido si no es a la luz de la evolución”. Las teorías del gran estudioso británico, que fue biólogo, botánico, geólogo y zoólogo, pertenecen hoy en día al patrimonio científico de la humanidad. Sin embargo, la idea de que las plantas son seres pasivos, insensibles y carentes de toda capacidad de comunicación, comportamiento y cálculo —fruto de una imagen de la evolución de todo punto errónea— todavía se halla fuertemente radicada incluso dentro de la comunidad científica. Fue el propio Darwin quien demostró más allá de toda duda razonable que la situación es totalmente otra, pues no existen organismos más o menos evolucionados: desde el punto de vista darwiniano, todos los seres vivos que hoy habitan la tierra se encuentran en el extremo de su rama evolutiva, de lo contrario se habrían extinguido. La cuestión no es baladí, ya que para Darwin encontrarse en el extremo de la cadena evolutiva significa haber demostrado, en el curso de la evolución, una extraordinaria capacidad adaptativa. El genial naturalista tenía muy claro que las plantas son criaturas extremadamente sofisticadas y complejas, con capacidades muy por encima de las que por lo común se les reconocen. Darwin dedicó gran parte de su vida y sus obras al estudio de la botánica (seis libros y unos setenta ensayos), disciplina de la que se valió incluso para ilustrar la Teoría de la evolución, gracias a la que goza de fama imperecedera. Con todo, el enorme volumen de las investigaciones de Darwin sobre el mundo vegetal ha permanecido siempre en un segundo plano, lo que demuestra una vez más —como si a estas alturas fuera necesario— la escasa consideración de que han gozado siempre las plantas en el ámbito científico. En su libro de 1994, One Hundred and One Botanists, Duane Isely afirma:

Sobre Darwin se ha escrito más que sobre cualquier otro biólogo […]. Raramente se lo presenta como botánico […]. Casi todos los darwinistas mencionan, es cierto, el hecho de que escribiera varios volúmenes acerca de sus investigaciones con plantas, pero de paso, como diciendo: “Qué se le va hacer, el gran hombre necesitaba divagar de vez en cuando”.

lustración de Anne Pratt, en The Flowering plants, grasses, sedges, and ferns of Great Britain, vol. IV, 1873. Internet Archive Ilustración de Anne Pratt, en The Flowering plants, grasses, sedges, and ferns of Great Britain, vol. IV, 1873. Internet Archive

Darwin escribe y declara en varias ocasiones que para él las plantas son los seres vivos más extraordinarios que conoce (“siempre me ha gustado destacar las plantas dentro del orden de los seres vivos”, confiesa en su autobiografía), tesis que retoma y amplía en el fundamental The Power of Movement in Plants, publicado en 1880. Darwin es un científico a la vieja usanza: observa la naturaleza y deduce sus leyes. Pese a no ser un gran experimentador, en este libro ilustra los resultados obtenidos mediante cientos y cientos de experimentos realizados junto a su hijo Francis con el objeto de describir e interpretar los innumerables movimientos de las plantas: multitud de movimientos distintos que en la mayor parte de los casos no se producen en la parte aérea, sino en la raíz, zona que llega a identificar con una especie de “centro de mando”. Para el naturalista inglés, el último capítulo de sus obras siempre es el más importante. En él recoge las consideraciones definitivas acerca del argumento tratado, plasmándolas de manera sencilla y accesible a todo el mundo. Un ejemplo admirable lo encontramos en el famoso epílogo de El origen de las especies:

Hay grandiosidad en esta concepción de que la vida, con sus diferentes fuerzas, ha sido alentada por el Creador en un corto número de formas o en una sola, y que, mientras este planeta ha ido girando según la constante Ley de la gravitación, se ha desarrollado y se están desarrollando, a partir de un principio tan sencillo, infinidad de formas, a cuál más bella y maravillosa.

En el último y significativo capítulo de su obra sobre el movimiento de las plantas, el estudioso afirma estar claramente convencido de que existe en la raíz algo similar al cerebro de los animales inferiores. Las plantas, ciertamente, poseen miles de ápices radicales, cada uno de los cuales con su propio “centro de cálculo”. Lo llamaremos así para que cada uno de los críticos más malintencionados se den cuenta de que desde Darwin en adelante nadie ha pensado o escrito que en las raíces de las plantas se encuentre un cerebro de verdad —en forma de nuez y semejante al del ser humano— que durante milenios había pasado desapercibido; la hipótesis consiste más bien en pensar que en el ápice radical existe un órgano vegetal análogo, dotado de muchas de las funciones del cerebro animal. Nada de qué escandalizarse. Las consecuencias de las afirmaciones de Darwin podían ser enormes, pero el científico se guardó mucho de desarrollarlas en sus libros. Darwin, que escribió The Power of Movement in Plants siendo ya anciano, seguramente era consciente de que las plantas deben ser vistas como organismos inteligentes, pero sabía también que una afirmación como esa habría provocado un aluvión de críticas contra sus estudios. No olvidemos que ya había tenido problemas para defender la teoría de que el ser humano desciende del simio. Prefirió, pues, dejar a otros, y en especial a su hijo, el deber de desarrollar su tesis. Las ideas y los estudios de Charles influyeron profundamente a Francis Darwin (1848-1925), que amplió las investigaciones paternas hasta convertirse en uno de los primeros docentes en fisiología vegetal del mundo y escribir el primer tratado en lengua inglesa sobre esta nueva disciplina. A finales del siglo XIX, asociar ambas ideas (la de las plantas y la de la fisiología) todavía tenía algo de paradójico. Sin embargo, Francis, que durante muchos años había estudiado las plantas y su comportamiento junto al padre, había llegado incluso a convencerse de su inteligencia. El 2 de septiembre de 1908 —siendo ya un estudioso de fama mundial por méritos propios—, con ocasión de la inauguración del congreso anual de la Asociación Británica para el Avance de la Ciencia, dejó a un lado las cautelas y declaró que “las plantas son seres inteligentes”. Como era natural, su afirmación levantó una gran polvareda, pero Francis se ratificó, aportando nuevas pruebas, en un artículo de treinta páginas publicado en la revista Science ese mismo año.

Ilustración de Anne Pratt, en The Flowering plants, grasses, sedges, and ferns of Great Britain, vol. IV, 1873. Internet Archive Ilustración de Anne Pratt, en The Flowering plants, grasses, sedges, and ferns of Great Britain, vol. IV, 1873. Internet Archive

Sus afirmaciones tuvieron un eco extraordinario y el debate saltó a los periódicos de todo el mundo, dividiendo a los estudiosos en dos facciones opuestas. Por un lado, quienes —persuadidos por las pruebas aportadas por Francis Darwin a favor de sus afirmaciones— enseguida se convencieron de la existencia de una inteligencia vegetal; por otro, quienes rechazaban rotundamente esa posibilidad. ¡Igual que en la antigua Grecia! Algunos años antes de que se produjera ese debate, Charles Darwin había mantenido una abultada correspondencia con un botánico de Liguria, injustamente olvidado pese a ser uno de los naturalistas más importantes de su tiempo, al que incluso puede atribuirse el nacimiento de la biología vegetal. Estamos hablando de Federico Delpino (1833-1905), director del Jardín Botánico de Nápoles, un estudioso extraordinario que, gracias a su carteo con Darwin, se había convencido de la inteligencia de los vegetales y se había puesto a investigar sus facultades sobre el terreno, dedicándose durante mucho tiempo a la llamada “mirmecofilia”, es decir, la simbiosis que algunas plantas establecen con las hormigas (el término proviene del griego myrmex, “hormiga”, y philos, “amigo”). Darwin sabía muy bien que muchas plantas producen néctar también fuera de las flores (la mayor parte, obviamente, se produce en la flor con el fin de atraer a los insectos y utilizarlos como difusores de polen durante la polinización) y había observado que dicho néctar, rico en azúcar, atrae a las hormigas. Sin embargo, nunca llegó a estudiar el fenómeno de manera detallada porque estaba convencido de que la producción “extrafloral” (por producirse fuera de la flor) del néctar se debía básicamente a la eliminación de sustancias residuales por parte de la planta. Pero Delpino no estaba de acuerdo con el maestro en este punto. El néctar es una sustancia energética cuya producción supone para la planta un gran esfuerzo. ¿Por qué motivo —se preguntaba el botánico— iba a deshacerse de él? Sin duda, la explicación tenía que ser otra. Partiendo de la observación de las hormigas, Delpino llegó a la conclusión de que las plantas mirmecófilas secretan néctar fuera de la flor precisamente con el fin de atraer a estos insectos y servirse de ellos para una sutilísima estrategia defensiva: las hormigas, al estar bien alimentadas, defienden a la planta de los herbívoros como si fueran auténticos guerreros. ¿Nunca os habéis apoyado en una planta o en un árbol y habéis tenido que alejaros rápidamente del lugar debido a los mordiscos de estos pequeños himenópteros? Las hormigas salen de inmediato en defensa de la planta que las hospeda y agreden al potencial depredador, obligándolo a retirarse. Se hace difícil negar que se trata de un comportamiento muy beneficioso para ambas especies. De hecho, según los entomólogos, las hormigas manifiestan un comportamiento inteligente al defender su fuente de sustento. Los botánicos, en cambio, opinaban (y opinan) de forma totalmente distinta y pocos de ellos están dispuestos a sostener que también el comportamiento de la planta es inteligente (y voluntario) y que la secreción del néctar es una estrategia consciente para reclutar a tan insólito ejército de guardaespaldas. Llegados a este punto, no debe sorprendernos que muchos descubrimientos científicos de primer orden producidos gracias a la experimentación con plantas hayan tenido que esperar varios decenios para verse “confirmados” por investigaciones idénticas realizadas con animales. Algunos descubrimientos relativos a mecanismos fundamentales de la vida han permanecido sustancialmente ignorados o muy infravalorados mientras solo afectaban al mundo vegetal, pero han adquirido fama repentina en cuanto han podido aplicarse también al mundo animal. Pensemos en los experimentos de Gregor Johann Mendel (1822-1884) con los guisantes: marcaron el inicio de la genética, pero sus conclusiones permanecieron ignoradas durante cuarenta años, hasta que la genética vivió un boom gracias a los primeros experimentos con animales. O fijémonos en el caso, por una vez con final feliz, de Barbara McClintock (1902-1992), premio Nobel en 1983 por el descubrimiento de la transposición del genoma. Antes de que esta estudiosa demostrase lo contrario, se creía que los genomas (es decir, el conjunto genético en su totalidad) eran fijos y no podían variar durante el curso de la vida de un ser vivo. Se trataba de una especie de dogma científico intocable: la “constancia del genoma”. En los años cuarenta, la doctora McClintock descubrió que ese principio no era irrevocable y lo demostró con una serie de investigaciones realizadas sobre el maíz. El suyo fue un descubrimiento fundamental, ¿por qué, entonces, no se le concedió el Nobel hasta cuarenta años más tarde? Muy sencillo: porque lo había hecho con plantas, y como las observaciones de McClintock iban contra la “ortodoxia académica”, la estudiosa se vio marginada por la comunidad científica durante mucho tiempo. Sin embargo, a principios de los años ochenta, investigaciones análogas realizadas con animales demostraron que la transposición del genoma también se verificaba en otras especies. Fue ese “redescubrimiento”, y no sus investigaciones, lo que le valió el Premio Nobel y el legítimo reconocimiento de sus méritos. Por supuesto, el de la transposición del genoma no es un caso único. La lista es larga: del descubrimiento de la célula (realizada por primera vez en plantas) a la interferencia de ARN, por el que Andrew Fire y Craig C. Mello recibieron el Nobel en 2006. Este último consistió, básicamente, en el “redescubrimiento” en un tipo de gusano (Caenorhabditis elegans) de las investigaciones que Richard Jorgensen había llevado a cabo veinte años antes con petunias. Resultado: nadie conoce los estudios sobre las petunias, pero un estudio análogo realizado con un humildísimo gusano (pero que no deja de ser un animal) equivale al Premio Nobel de Fisiología y Medicina.

Ilustración de Anne Pratt, en The Flowering plants, grasses, sedges, and ferns of Great Britain, vol. IV, 1873. Internet Archive Ilustración de Anne Pratt, en The Flowering plants, grasses, sedges, and ferns of Great Britain, vol. IV, 1873. Internet Archive

Podríamos seguir dando ejemplos, pero la moraleja es siempre la misma: el mundo vegetal siempre queda en segundo plano, incluso dentro de la academia. Sin embargo, los investigadores a menudo se sirven de plantas debido a las semejanzas entre su fisiología y la de los animales, pero también porque los experimentos realizados con estos organismos suscitan menos problemas éticos. Cuando por fin se elimine la absurda sumisión del mundo vegetal al animal, las plantas podrán ser estudiadas por sus diferencias con los animales y no por su parecido, lo cual redundará en resultados más útiles. Se abrirán así nuevos y fascinantes horizontes para la investigación. Aunque en este punto es lícito preguntarse: ¿qué investigador brillante se dedicaría a las plantas en lugar de a los animales, sabiendo que con ello se verá privado de la mayor parte de los reconocimientos científicos? Como hemos visto, este resultado es habitual en nuestra cultura. La escala de valores que suele aplicarse, tanto en la vida como en la ciencia, relega a las plantas al último escalafón de los seres vivos. Con ello, todo un reino, el vegetal, se ve subestimado aun a pesar de que de él dependen nuestra supervivencia en el planeta y nuestro futuro.

Selección de Sensibilidad e inteligencia en el mundo vegetal, David Paradela López (trad.), Galaxia Gutenberg, Barcelona, 2015, pp. 16-23.