Cuando se habla de espías y códigos, suele pensarse en íconos de la cultura popular como James Bond, el sofisticado agente secreto británico que ha cautivado a las audiencias desde hace varias décadas, en novelas y películas, con sus trajes elegantes, aparatos ingeniosos y aventuras llenas de acción en exóticos lugares alrededor del mundo. También puede venirnos a la mente la película The Imitation Game, que narra la historia de Alan Turing, el matemático que descifró los códigos nazis durante la Segunda Guerra Mundial, o George Smiley, protagonista de las novelas de John le Carré, que nos muestra el lado humano del espionaje durante la Guerra Fría.
Más allá del cine y la literatura, la historia está colmada de informadores asombrosos en distintos países y épocas. Mata Hari, la bailarina y cortesana holandesa, fue una de las espías más famosas de la Primera Guerra Mundial. Kim Philby, miembro de los servicios secretos británicos, fue un destacado agente doble que trabajó para la Unión Soviética durante la Guerra Fría. Isser Har’el, director del Mossad israelí, fue el cerebro detrás de la captura del nazi Adolf Eichmann en Argentina. Y Mark Felt, conocido como Garganta Profunda, destapó el escándalo de Watergate, que culminó con la renuncia del presidente estadounidense Richard Nixon. Estos ejemplos muestran que el espionaje ha sido fundamental en la historia reciente y que sus protagonistas han influido en el curso de los acontecimientos.
Pero mucho antes, en la España de los siglos XVI y XVII, el espionaje ya desempeñaba un papel crucial. Resulta fascinante que entre los espías al servicio de la Monarquía hispana hubiera renombrados escritores como Miguel de Cervantes y Francisco de Aldana. La participación de estos literatos en actividades de inteligencia respondía a la necesidad de España de contar con agentes eficaces y leales en un contexto de amenaza y rivalidad. El Imperio español, en su apogeo durante el reinado de Felipe II, enfrentaba múltiples desafíos que requerían un servicio de inteligencia bien organizado y eficiente. La vasta extensión de los dominios hispanos exigía un esfuerzo constante para mantener la hegemonía y defender los intereses de la Corona.
Durante la segunda mitad del siglo XVI y principios del XVII, España se erigió como una potencia, con un vasto imperio que abarcaba América, Asia, África y gran parte de Europa. Los monarcas de este reino, especialmente Felipe II y Felipe III, gobernaban sobre sus dominios, en los que, como dijo Carlos I, “nunca se pone el sol”. Sin embargo, mantener y defender esos inmensos territorios conllevaba incesantes desafíos y conflictos.
En Europa, España afrontaba las ambiciones de otras potencias. Francia, gobernada por Enrique IV, se convirtió en un rival cotidiano, con enfrentamientos desde los Pirineos hasta Italia. Venecia, celosa de su autonomía y del dominio comercial en el Mediterráneo, también se encontraba en conflicto con los intereses españoles. Además, las disputas religiosas y políticas en los Países Bajos supusieron un drenaje constante de recursos para la Monarquía hispana: la rebelión holandesa se convirtió en una guerra de desgaste prolongada. Pero quizás el mayor desafío fue el que planteaba el Imperio otomano, cuya expansión amenazaba los territorios españoles en el Mediterráneo y los Balcanes y cuyo sistema de inteligencia era tan efectivo como el de la Corona, aunque menos centralizado. La lucha contra los turcos se convirtió en una prioridad para los monarcas de la Casa de Austria. Asimismo, los conflictos con los Estados del norte de África fueron una preocupación recurrente para España, que buscaba proteger sus costas y rutas comerciales de los ataques de los corsarios berberiscos.
En este contexto de rivalidad y conflictos, la Monarquía hispana desarrolló un eficiente servicio de inteligencia. A finales del siglo XV y principios del XVI, los embajadores adquirieron un papel más relevante en las relaciones internacionales. Además de representar y defender los intereses de sus soberanos, se convirtieron en los principales informantes de lo que acontecía en otros reinos. Para cumplir con esta tarea, los diplomáticos establecieron redes de contactos y confidentes. Así, el surgimiento de los servicios secretos está estrechamente ligado al desarrollo de la diplomacia moderna y a la necesidad de los Estados de mantenerse al tanto y protegidos en un entorno político y militar cada vez más complejo.
Felipe II, quien gobernó España entre 1556 y 1598, fue clave para el desarrollo del espionaje como herramienta fundamental del Estado. Aunque la historiografía tradicional lo ha retratado como un gobernante fanático, implacable, obsesionado con la persecución religiosa, de personalidad retorcida y engañosa —en contraste con su padre, “el César” Carlos I—, la evidencia documental revela una imagen ligeramente distinta. Los registros históricos dan cuenta de un monarca solícito, astuto y escrupuloso.
Carlos J. Carnicer García y Javier Marcos Rivas, en Espías de Felipe II: los servicios secretos del Imperio español, destacan cualidades esenciales del carácter de este rey, apodado “el Prudente”, que permiten comprender su orientación hacia la secrecía. Señalan su profunda conciencia e identificación con la condición de monarca, su particular dignidad y su gusto por la confidencia y la información reservada. Estas características, junto con las complejas circunstancias políticas y militares, hicieron que el espionaje se convirtiera en una prioridad estratégica para España.
Lejos de ser una actividad secundaria, el espionaje estaba perfectamente regulado, organizado y aplicado en la administración. La dirección de los servicios de inteligencia recaía en el propio rey, en el Consejo de Estado —aunque durante el reinado del hijo de Carlos I, este último tuvo una importancia más nominal que efectiva—, y en el secretario de Estado, responsable de organizar las misiones y analizar la información remitida por los agentes.
El monarca, conocido por su carácter reservado y su inclinación por las labores burocráticas, se involucraba en todos los asuntos relacionados con el espionaje, y era el responsable final de cualquier decisión en este ámbito. Entre sus funciones, como cabeza de los servicios secretos, proponía y aprobaba las misiones, decidía sobre la contratación de espías, autorizaba los pagos y controlaba la distribución de los gastos secretos. Además, dictaba las normas sobre el uso y cambio de las cifras, coordinaba la información e instruía sobre su transmisión por medio del correo. Por último, el rey ordenaba todo lo relativo a las precauciones y medidas de seguridad que debían acompañar a las actividades de inteligencia.
Así, no sorprende que el capitán poeta Francisco de Aldana, protegido del monarca español, le haya dirigido unas octavas en las que le advertía del peligro que se cernía sobre el imperio:
Cuatro centauros son que, a lo que siento, dellos cualquiera un nuevo Alcides quiere; y tú no dudes, rey, que todos ellos a ti se vienen con erguidos cuellos.
En estos versos, Aldana prevenía poéticamente a Felipe II de la amenaza que representaba una gran alianza geopolítica contra España. Los centauros simbolizan a Francia, el Imperio otomano, los protestantes y Marruecos. Aldana, militar consumado y conocedor de la situación política europea, había sido herido en Flandes y designado alcaide de la fortaleza de San Sebastián. En este periodo de calma, desarrolló gran parte de su obra literaria. Además de insinuar el peligro, Aldana aconsejaba una alianza con Portugal y sugería organizar una flota para ocupar Inglaterra.
Sin embargo, la serenidad no duró. El rey Sebastián I de Portugal, sobrino de Felipe II, decidido a conquistar el norte de África, solicitó ayuda a su tío. En respuesta, el monarca español envió al Magreb, en una misión secreta de espionaje, a dos de sus mejores hombres: Diego de Torres y Francisco de Aldana.
Se conocen pocos detalles sobre las andanzas de ambos en esta misión secreta. Según Fernando Martínez Laínez en su obra Escritores 007, los dos espías, disfrazados de mercaderes judíos y aprovechando el conocimiento de Aldana de diversas lenguas, entre ellas el árabe, realizaron un largo y minucioso recorrido durante dos meses. En este tiempo, “tomaron nota de los efectivos y defensas que don Sebastián debería vencer para culminar la irreflexiva empresa que se había propuesto”.
A pesar de los prolijos informes de Aldana y su compañero, que daban cuenta de las enormes dificultades que supondría la conquista de Marruecos, y de las reiteradas advertencias de su tío Felipe II, el rey de Portugal se empeñó en llevar a cabo la empresa bélica, poniéndose él mismo al frente de la expedición. Aldana, leal a su misión, acompañó al monarca portugués en esta campaña que culminó trágicamente en 1578 con la batalla de Alcazarquivir. La imprudencia de Sebastián I tuvo un alto costo: nueve mil soldados europeos perdieron la vida, incluyendo la del propio gobernante portugués y el militar poeta Francisco de Aldana. Para Portugal, esta derrota significó la bancarrota y sumió al país en el desconcierto.
Una suerte distinta corrió Miguel de Cervantes. Al igual que Lope de Vega, Francisco de Quevedo, Garcilaso de la Vega o Calderón de la Barca, fue soldado por vocación y por convicción. A pesar de su valentía, no logró ascender más allá de soldado raso, específicamente, arcabucero. Su vida estuvo marcada por aventuras y escollos. Tras huir de España debido a un duelo, Cervantes recaló en Roma, donde trabajó al servicio de un cardenal. Atraído por los tambores de guerra contra los turcos, participó en la batalla de Lepanto, en 1571, donde resultó herido y perdió la mano izquierda, lo que no le impidió pelear en otros combates. Después de una estancia en Nápoles, Miguel y su hermano embarcaron rumbo a Barcelona, pero fueron capturados por una flotilla de corsarios turcos. Cervantes permaneció cautivo durante casi cinco años, una experiencia que marcaría su vida y su obra.
En 1581, Felipe II enfrentaba problemas en África: la falta de obediencia de los alcaides y presidios portugueses y la presencia de la flota turca al mando de Uluj Alí, en Argel, causaban inquietud en la península ibérica a pesar de la tregua existente. Para evaluar la situación, la Corona envió al agente secreto Miguel de Cervantes, recién liberado de su cautiverio, a la ciudad norafricana de Orán, ocupada por España en esa época. Allí se reunió con el gobernador Martín de Córdoba, un experimentado militar y conocedor de los asuntos de esa región, quien le proporcionó información sobre el estado de las cosas.
Cervantes, posiblemente disfrazado, se trasladó a la ciudad de Mostaganem, en la actual Argelia, donde el alcaide local le entregó informes secretos. Con estos datos y los obtenidos en Orán, el escritor regresó a la península, enfrentando nuevamente el peligro de los corsarios berberiscos en el mar. Arribó a Lisboa, dio cuenta de su misión y quedó a la espera de nuevas comisiones que, afortunadamente, nunca llegaron, y pudo dedicarse, más que nada, a escribir. Los excautivos, como Cervantes, eran valiosos informantes, ya que podían proporcionar detalles sobre las defensas, la estructura urbana y las construcciones estratégicas de las ciudades enemigas, como en el caso de Argel, un notorio enclave de corsarios que operaba como una república pirata autónoma bajo el control nominal del Imperio otomano.
Es probable que los informes secretos entregados por el autor de Novelas ejemplares a su regreso a la península fueran codificados posteriormente utilizando la cifra general, un sistema de encriptación empleado en las comunicaciones entre el monarca y sus agentes en el extranjero. Figuras clave de la monarquía, como los gobernadores generales de Flandes y Milán, los virreyes de Nápoles y Sicilia o los embajadores, empleaban este código criptográfico. Para garantizar la seguridad y eficacia de las comunicaciones, la cifra general se cambiaba periódicamente o se sustituía antes de acontecimientos militares o políticos significativos, como la batalla de Lepanto o la expedición de la Gran Armada contra Inglaterra, en 1588.
En asuntos que requerían máximo sigilo y para los cuales la clave general se consideraba insuficiente, se empleaban códigos particulares en la comunicación entre el monarca, su valido o el secretario de Estado y ciertos individuos selectos. Estos códigos especiales se adoptaban en las correspondencias más sensibles y confidenciales. A veces, los símbolos de sustitución provenían de la notación musical u otros sistemas de codificación, lo que añadía una capa adicional de seguridad y dificultaba aún más el desciframiento por parte de posibles interceptores.
Un ejemplo que entraña esta forma de comunicación, incluso varios siglos después, se encuentra en una carta descodificada en 2022 por un grupo de expertos. El documento, firmado por Carlos I en 1547, revela sus preocupaciones acerca de un posible atentado contra su vida por parte de mercenarios italianos y su estrategia para mantener la paz con Francia mientras enfrentaba una rebelión protestante en Alemania. El equipo de criptógrafos franceses, liderado por Cécile Pierrot, logró descifrar el complejo código dispuesto en la misiva tras un arduo proceso de análisis y comparación con otras cartas codificadas. La carta contenía alrededor de setenta líneas manuscritas y usaba unos ciento veinte símbolos, con partes escritas en francés sin cifrar.
Desde los tiempos de la Monarquía hispana hasta nuestros días, el uso de la criptografía y el espionaje ha sido una constante en la política y la diplomacia. Cada huella que dejamos ya sea un mensaje codificado o una acción encubierta, es susceptible de convertirse en un enigma que las generaciones futuras intentarán resolver. La participación de escritores como Miguel de Cervantes y Francisco de Aldana en misiones secretas nos recuerda que la realidad a menudo supera la ficción y que los límites entre la literatura y la vida son difusos. Quizás nuestros propios escritos sean vistos como códigos por interpretar y nuestras vidas sean leídas como una misteriosa criptografía que algún investigador tratará de desentrañar. Mientras tanto, no podemos evitar despedir un rastro de símbolos.
Imagen de portada: Autor desconocido, Batalla de Alcácer-Quibir, 1578. Publicado por Miguel Leitão de Andrade, Museu do Forte da Ponta da Bandeira, Portugal