Común opinión es entre todos los naturales de todo lo descubierto de esta Nueva España, que salieron de un lugar llamado Siete Cuevas, y los que no tienen haber salido de él al menos confiesan haber pasado por ellas.
En el siglo XVII, en su magna obra Monarquía indiana, el historiador español Fray Juan de Torquemada exaltó así la importancia de este lugar de origen de todos los pueblos mesoamericanos. Los nahuas nombraban Chicomóztoc a este sitio extraordinario y sagrado. Los mayas lo llamaban Tulan Wuqub’ Pek, Wuqub’ Siwan, “Tula, las Siete Cuevas y las Siete Cavernas” y lo describieron en sus grandes historias, el Popol Vuh, el Memorial de Sololá y los libros de Chilam Balam. Los mixtecas lo representaron en varios códices; los tarascos lo mencionaron en sus relatos escritos y pintados. Pese a la abundancia y al extraordinario detalle de las descripciones y representaciones visuales, Chicomóztoc sigue siendo un enigma para los estudiosos de la historia y la cultura de los pueblos indígenas. Se debate su existencia misma, su localización y la veracidad de los sucesos que las historias afirman que tuvieron lugar en su interior subterráneo y uterino.
La Historia tolteca-chichimeca, pintada y escrita a mediados del siglo XVI por los habitantes nahuas de Cuauhtinchan, Puebla, nos ofrece tal vez la imagen más hermosa y apelativa: una montaña desértica, cubierta por peñascos, biznagas y otros cactos, en cuyo interior se abren siete cavernas de forma lobular con un revestimiento orgánico que las hace parecer siete úteros, de los que nacen siete grupos diferentes de pueblos chichimecas. En el texto acompañante se describe este lugar subterráneo como un avispero y se dice que sus habitantes sólo sabían zumbar, hasta que dos dirigentes y sacerdotes provenientes de la gran ciudad de Cholula vinieron a sacarlos de su morada cavernosa. Quetzaltehuéyac e Icxicóhuatl —cuyos dos nombres se suman para formar el apelativo de Quetzalcóatl, rey y sacerdote tolteca— realizaron complejos rituales para “adelgazar” el cerro y extraer a la superficie de la tierra a los chichimecas. Luego les ofrecieron de comer granos de maíz que les permitieron aprender a balbucear y rápidamente a hablar náhuatl. Tras una ardua negociación los convencieron de que los acompañaran de vuelta a Cholula para ayudarlos a conquistar la región. Después los hicieron pasar además por una compleja ceremonia de iniciación: los acostaron como penitentes encima de mezquites y biznagas, donde recibieron la visita de águilas que los alimentaron con restos de sus presas de caza. Así transformados en toltecas-chichimecas, y aliados con los toltecas-chichimecas de Cholula, viajaron a la gran ciudad y sometieron a sus antiguos habitantes. Como recompensa, estos siete grupos toltecas-chichimecas se establecieron en sendos pueblos aledaños a la gran urbe: empezando por Cuauhtinchan, donde permanecieron hasta el siglo XVI. En las historias de los mexicas, o aztecas, Chicomóztoc también se encuentra al principio de la migración, iniciada al salir de la blanca y lejana Aztlan y que culminaría con la fundación de México-Tenochtitlan. Como explica en su Memorial breve… el historiador de Chalco Domingo Chimalpain, extraordinario conocedor del pasado de sus vecinos:
Por ninguna parte puede salirse sino sólo por Chicomóztoc y el lugar de nombre Quinehuayan. Se llama Quinehuayan porque, según se dice, cuando allí vinieron a salir los mexica les resultó fallido su intento, como si estuvieran un tanto confundidos. Cuando aún no venían a salir del interior de las siete cuevas dizque había un desarrollo muy bueno de los que eran prudentes. Pero entonces vinieron a perderlo todo en Chicomóztoc, porque los que eran aprovechados y prudentes retornaron cuatro veces a Chicomóztoc, en donde venían a extender sus acxoyates al que tenían por dios, a quien únicamente los mexica nombraban Tetzauhtéotl, capitán de guerra. Y el que entonces venía guiando a la gente, el gran sacerdote ofrendador Huitziltzin, el tlaciuhqui, era el mismo al que se le mostraba y le hablaba como persona el diablo.
Otras historias mexicas describen la manera en que los sacerdotes se sacaron sangre repetidas veces sobre una cama de hojas de acxoyate. El “diablo” que se les apareció (o que nació en ese momento, al combinarse con su dirigente humano Huítzitl) no era otro que Huitzilopochtli, el famoso dios patrono de los mexicas, llamado así desde la óptica cristiana del autor. La “confusión” o “pérdida de prudencia” puede referirse a la comunicación que establecieron con esta deidad y también a una transformación ontológica que los hizo disolver sus vínculos con Aztlan, olvidar su vida en esa ciudad, e iniciar una nueva existencia peregrina como seguidores de su nuevo dios tutelar. Por eso Quinehuayan significa “lugar de la confusión o de la embriaguez”. Al sostener que sólo por este sitio se podía salir de Aztlan, Chimalpain afirma que la transformación ritual era indispensable para que los emigrantes pudieran romper con el pasado y fundar su nueva identidad étnica independiente de los aztecas.
Múltiples historias cuentan además que los mexicas pasaron por Chicomóztoc acompañados de otros siete pueblos habitantes del Valle de México y sus alrededores, entre ellos los xochimilcas, chalcas y acolhuas, incluso los tlaxcaltecas. Eran aliados y compañeros como los pueblos salidos del Lugar de las Siete Cuevas en la historia de Cuauhtinchan. Sin embargo, más adelante en el camino, cuando los ocho grupos de caminantes se detuvieron a descansar al pie de un árbol, Huitzilopochtli provocó que éste se partiera de una manera inesperada. Este portento fue interpretado por los mexicas como una orden de separarse de sus acompañantes y adentrarse solos por el desierto. Al poco tiempo se encontraron a unos dioses, o antiguos chichimecas, llamados mimixcoas que habían descendido del cielo y los esperaban acostados sobre mezquites y biznagas, y su dios ordenó extraerles el corazón de inmediato para alimentarlo. Satisfecho con la obediencia de sus seguidores, Huitzilopochtli les pintó la cara, les perforó las orejas, y les regaló arcos y flechas propios de los chichimecas, para que pudieran conseguir su sustento y combatir a sus enemigos. Tras esta iniciación les dio su nuevo nombre, mexitin, con lo que dejaron de llamarse aztecas, gente de Aztlan. Así culminó la transformación de los mexicas, habitantes toltecas de una ciudad en medio del agua, en un pueblo chichimeca, andariego y cazador, abocado a la guerra y a la conquista.
Las coincidencias y los contrastes entre estas dos historias de Chicomóztoc son significativos. Mientras que en la primera los chichimecas realizaron un auto-sacrificio sobre mezquites y cactáceas para convertirse en toltecas, en la segunda, los mexicas sacrificaron a los mimixcoas, que eran los chichimecas primordiales y así borraron su identidad tolteca y azteca. En la versión del Valle de Puebla, la salida conjunta de Chicomóztoc y las negociaciones con los dirigentes de Cholula establecieron una duradera alianza que habría de definir la geopolítica de la importante región durante largo tiempo, hasta el siglo XVI. En el Valle de México, la separación de los emigrantes tras la rajadura del árbol rompió los vínculos políticos entre los mexicas y sus vecinos, de manera que cuando llegaron a esa región, los primeros conquistaron militarmente a los demás. A su vez, el libro maya quiché del Popol Vuh también menciona el paso de siete pueblos mayences y nahuas que eran vecinos en las tierras altas de Guatemala por el Lugar de las Siete Cuevas, caracterizado por la oscuridad subterránea y primordial, y asociado también con insectos zumbadores, en el que entran en juego atributos toltecas y chichimecas. Al surgir del Lugar de las Siete Cuevas, cada uno de estos pueblos estableció un pacto con una nueva deidad tutelar y comenzó a hablar una lengua diferente, además de adquirir un oficio o especialidad étnica que lo distinguía de los demás. Según el libro, los quichés fueron los primeros en salir y por ello recibieron el dios más poderoso, Tohil. Esta deidad repartió una tea ardiente a todos los demás grupos para que pudieran iluminarse y calentarse, pero una tormenta de granizo extinguió el fuego de todos, salvo de sus seguidores quichés. Cuando sus vecinos ateridos acudieron a ellos para pedir un poco de fuego, su dios les ordenó exigir a cambio que entregaran cautivos para el sacrificio, con lo que confirmó el carácter conquistador y dominante de los quichés y su supremacía sobre los demás. El relato concluye, en la excelente traducción de Michela Craveri:
No fue, entonces, aquí donde recibieron su majestuosidad su poder también [los quichés]. Solamente ahí fueron derrotados, fueron vencidos los pueblos grandes, los pueblos pequeños. Entonces fueron sacrificados frente a Tojil dieron, pues, la sangre, el costado, el sobaco de todos los hombres. En seguida, de Tulan vino su majestuosidad gran sabiduría tenían en la oscuridad, pues, en la noche también lo hicieron.
En la versión quiché, al igual que en la mexica, el violento y arbitrario comportamiento del dios tutelar establece una clara distinción entre el pueblo principal, fuerte y conquistador, y sus vecinos débiles y victimados.
Estas tres detalladas y sorprendentes historias, entre las muchas que podríamos relatar aquí, nos muestran la complejidad del funcionamiento de Chicomóztoc como lugar de origen. Para intentar reducirla en nuestros propios términos científicos y empíricos, algunos autores han partido de las características desérticas de este sitio para localizarlo geográficamente en el septentrión mexicano, y lo han asociado con las migraciones de los pueblos chichimecas de esa región hacia Mesoamérica. Otros han negado su existencia histórica y han propuesto que se trata de un lugar simbólico e ideal que servía para explicar y justificar la identidad étnica de los pueblos por medio del mito. Sin embargo, ninguna de estas respuestas es enteramente satisfactoria: la primera porque reduce su complejidad a una sola interpretación, la segunda porque ignora la densidad histórica de Chicomóztoc. En mi libro Los orígenes de los pueblos indígenas del Valle de México, intenté superar la dicotomía entre estas lecturas occidentales, proponiendo que Chicomóztoc, más que un lugar singular, era un topónimo que se podía aplicar y agregar a cualquier sitio donde se realizaran las ceremonias que hemos descrito. Chicomóztoc no existía: se fabricaba por medio de la acción ritual. En ese sentido los diferentes pueblos indígenas crearon sus respectivos Lugares de las Siete Cuevas, en diferentes tiempos y espacios, siempre que tuvieron que borrar su pasado para adquirir una nueva identidad étnica e iniciar una migración. La analogía más obvia sería con Atenas, una ciudad que simboliza el origen de la civilización clásica y occidental, y cuyo nombre ha sido agregado a o asociado con diferentes lugares que supuestamente emulan su esplendor y confirman la raigambre clásica de sus inventores. Basta recordar la frase de los habitantes de Cuévano en la novela Estas ruinas que ves de Jorge Ibargüengoitia: “Modestia aparte, somos la Atenas de por aquí”. En términos mesoamericanos, las transformaciones realizadas en Chicomóztoc implicaban una oscilación entre dos formas de ser humanas y culturales que se complementaban, más que contraponerse: la de los toltecas, agricultores, urbanos, practicantes de todo tipo de oficios, organizados en sociedades jerarquizadas; y la de los chichimecas, cazadores, andariegos, libres y conquistadores, valientes e invencibles. Al surgir de su Chicomóztoc, los chichimecas de Cuauhtinchan se toltequizaron mientras que en el suyo los mexicas toltecas de Aztlan se chichimequizaron; a su vez el lugar de los quichés se llamaba Tulan, y se presenta como el origen de los bienes culturales toltecas, pero la historia nos cuenta que los pueblos salieron de ahí vestidos con pieles, como chichimecas. La oscilación entre estas formas de ser no debe entenderse como una evolución cultural o un progreso, como han hecho la mayoría de los estudiosos. Entre los pueblos indígenas, hoy como hace 500 años, las formas de ser y las identidades culturales son aditivas y complementarias, no contradictorias y excluyentes, por eso el Popol Vuh suma las antiguas tradiciones mayas de origen clásico a las toltecas y chichimecas. Para realizar esas adiciones, yuxtaposiciones y maromas es que servía precisamente el Lugar de las Siete Cuevas; algo que el pensamiento occidental apenas ha empezado a comprender tras 500 años de tratar de explicar, y de someter a las culturas mesoamericanas. Por otro lado, como una montaña con cuevas (naturales o artificiales) Chicomóztoc funcionaba como un sitio de tránsito entre niveles cósmicos y entre cronotopos, es decir, formas distintas de temporalidad y espacialidad. Como he argumentado en mi libro Historias mexicas, en el interior de este cerro primordial el tiempo era inmanente e inmóvil, y tampoco había una diferencia clara entre animales, humanos y dioses; por eso los chichimecas de Cuauhtinchan zumbaban como insectos y por eso los pudieron fundir en Chicomóztoc la figura humana de su dirigente Huítzitl con su dios Tetzauhtéotl para crear al poderoso Huitzilopochtli, una nueva divinidad que los guiaría y regiría en el futuro. Así contrastaba con la superficie de la tierra, el tlaltícpac, el nivel cósmico donde el espacio se organizaba en cuatro rumbos y el tiempo fluía de manera lineal, conforme a los ritmos de los calendarios, y donde actuaban normalmente los seres humanos, separados de los dioses pero en perpetua relación de intercambio fecundo y dependencia mutua. Al abrir un portal al otro cronotopo por medio de sus rituales propiciatorios, los pueblos indígenas se sustraían al orden temporal en que vivían, siempre asociado con una ciudad y un gobierno particulares, para experimentar una transformación ontológica o anímica, “embriaguez” o “confusión”. Del otro lado del Lugar de las Siete Cuevas emergían renovados, con nueva identidad y nuevos dirigentes, con una nueva forma de ser, propia de una nueva etapa en su vida, y también con una nueva cuenta de años, propia de una nueva etapa histórica. Era un borrón y cuenta nueva, o una declaración de independencia que iba mucho más allá de lo estrictamente político, pues afectaba la corporalidad misma de las personas, sus formas de vida y subsistencia, su identidad étnica. Por esto mismo los relatos históricos de Chicomóztoc también borran la distancia temporal entre el pasado al que se refieren, el tiempo de los orígenes, y el presente en el que sirven para explicar y justificar las relaciones políticas imperantes entre los pueblos. Al contar su salida de ese lugar, los habitantes de Cuauhtinchan confirmaban su alianza con los poderosos cholultecas, mientras que los mexicas afirmaban su singularidad belicista y su supremacía sobre los demás pueblos del Valle de México, lo mismo que los quichés confirmaban su majestad sobre sus vecinos en las Tierras Altas de Guatemala. Por eso mismo, podemos estar seguros de que los relatos sobre este lugar se modificarían conforme cambiaban también las relaciones políticas en el presente. El poder del Lugar de las Siete Cuevas, aun siglos después de haber sido fabricado, narrado y pintado, nos puede ayudar el día de hoy a superar la falsa dicotomía entre el mito indígena y la historia “verdadera”, definida siempre a la manera europea. Este portal al inframundo y el tiempo inmanente, nos puede confundir y hacernos olvidar nuestros prejuicios cientificistas, para comprender el funcionamiento de otros mundos históricos, de otros cronotopos, de otras definiciones de la humanidad y sus formas de ser. Y tal vez no sería un mal momento para que fabriquemos juntos un nuevo Chicomóztoc que nos permita imaginar nuevos mundos y nuevas formas de ser, siempre diversos y siempre emparentados, para inventarnos nuevos cuerpos y diferentes palabras, para construir nuevos dioses, para inaugurar un tiempo diferente.