7:00 am. Suena la alarma. La apago y regreso a la cama. No quiero seguir dormida, tan sólo deseo cerrar los ojos unos minutos más. Otra vez no pude dormir. Por la noche me desperté súbitamente, era la una. Antes despertaba a partir de las tres, ahora lo hago constantemente a las dos, a las tres, a las seis. Me levanté triste otra vez. Pierdo la noción del tiempo, del juez cronos que balancea el ritmo de los días y de la noche. Bajo las escaleras y empiezo mi rutina. Apenas alcancé a llegar a México antes de decretarse la cuarentena, que ya supera los cuarenta días. Intento asimilar lo que ocurre, pero no puedo, estoy en negación. Caliento agua y abro la caja de madera que contiene una colección de té. Mientas elijo uno, la tetera silba anunciando la ebullición: me hizo imaginar que tenía la caja de Pandora entre mis manos, aquella que no debía ser abierta. Cogí un té negro y la cerré. No sabemos cómo o por qué, pero algo fracturó el encierro de esos males y secretos, y desató un monstruo invisible que atenta contra nuestra vida, la de todos, sin distinción. Los adultos mayores son más vulnerables. Los pacientes graves son conectados a un respirador, ya comienzan a escasear. Salto a la cuerda veinte minutos. Los cuento bajo mi propia concepción del tiempo. La radio suena mientras brinco: en Italia comienzan a quitarles el respirador a los viejos para dárselo a los jóvenes. Un asir por la garganta me hace parar, suelto la cuerda y me llevo las manos al rostro. Fue ayer cuando imaginé que, si resistía al desgaste del tiempo y de la vida misma —generosa, pletórica y excelsa, pero también arrebatada, impredecible y tormentosa— entonces sería anciana, insignia de la solidez, de la persistencia eterna edificada con dignidad. Ya no quiero ser anciana. Mi corazón se quebraría de tristeza de saber que la esperanza para seguir venciendo a los infortunios de la vida sería arrebatada de mis pulmones para dejarme morir. Por la ventana veo a mi mamá y guardo silencio, ella también lo hizo al verme; escuchó la noticia. Atreverse a quitarle a una persona la esperanza de un solo día, es matarla en vida. La tristeza me invade. No quiero hablar. Necesito generar las endorfinas que no logré producir saltando en el espacio reducido donde estoy. Mi piel es sensible, aún así salgo a la banqueta, me descubro los brazos y las piernas y me doy un baño de sol. Lo tolero nueve minutos hasta que comienzo a enrojecer. Las calles están más vacías; disminuyen los transeúntes, los establecimientos cerraron y las personas al exterior se protegen con cubrebocas. Poco se menciona de otro tema distinto al COVID-19 y entre la gente las palabras también comienzan a desfallecer. Estamos en cuarentena, confinamiento, aislamiento, reclusión, retiro espiritual o como le llame cada quién, pero también pareciera un enclaustramiento emocional, como el mito de la caverna de Platón: la doble realidad que vivimos y de la cual no podemos escapar. Tenemos miedo, sentimos incertidumbre y somos víctimas de la ignorancia respecto a la amenaza que no es visible. No sabemos qué hacer para combatirla más que lavarnos las manos veinte veces al día y alejarnos de cualquier humano. No recuerdo la sensación de abrazar a alguien. Por la tarde veo una película. Están tres personas en un aeropuerto y se acercan para despedirse. Salto del sillón y con mi mente les digo que no lo hagan, que guarden distancia. Tardo un momento en asimilar que mi psicosis se traslada a varios ámbitos, incluidos los sueños. Me dirijo al estudio y prendo la computadora. Llevo tres horas sentada y no logro escribir nada. Me estremezco de imaginar a los miles que se han quedado sin empleo, mientras yo no me puedo inspirar. Siento culpa. Me reincorporo y me esfuerzo para teclear una letra a la vez hasta formar una palabra. Me faltan mil. Al igual que el mundo entero, me sumé al duelo anticipado en el que estamos, donde ya nada volverá a ser igual. Nadie sabe hacia dónde nos dirigimos. Estoy conmocionada. Tomo el diccionario de símbolos que guardo en el cajón izquierdo del escritorio y la primera palabra que aparece es catástrofe. Simbólicamente representa una mutación violenta y se asocia a la destrucción y a la pérdida; en su aspecto positivo y estrepitoso significa una vida nueva y diferente de transformación psíquica y cambio social. Si pensábamos que éramos diferentes, el virus nos recordó que todos somos iguales. Éste nos ataca sin distinción de raza, clase, sexo, edad o preferencia sexual. En teoría nos protegen los Derechos Humanos sin distinción alguna. Después de ocho meses regresé a México y decidí quedarme en casa de mi mamá mientras reorganizaba mi vida en la ciudad. Los días se volvieron semanas y las semanas parecen no concluir en este “retiro de oportunidad” como sugieren llamarlo, los que pueden, los que lo tienen todo resuelto. Los otros lo llaman castigo de Dios porque no tienen lo necesario para subsistir. La convivencia ininterrumpida bajo el mismo techo también ocasiona tragedias; tampoco había protocolo para ello. Presionadas las personas por la contingencia y por todos los problemas sociales que se detonaron al abrir la caja de Pandora, develamos el rostro malo que siempre estuvo presente, pero por lo general invisible. Somos los mismos, pero en versión superlativa. Nos dimos cuenta de que no nos conocíamos a nosotros mismos, menos aún al de al lado, que generalmente invisibilizamos. Permaneceremos mucho tiempo bajo el mismo techo afrontando el “secuestro” del coronavirus que nos muestra sin filtros. Entonces es una oportunidad para fortalecer lazos con lo mejor de nosotros hacia los demás, pero requiere de mucho esfuerzo. Son innumerables pérdidas que se multiplican en poco tiempo, que quizá no acumularíamos en toda la vida. Algunas serán inevitables, pero otras, como nuestras relaciones, podemos anticiparnos para fortalecerlas en lugar de destruirlas, ello si logramos entendernos a nosotros mismos primero. Estamos enfrentando cambios excesivos a velocidades aceleradas; por la rapidez con la que acontecen, es difícil adaptarse a ellos e introyectarlos para entenderlos. Porque no hay tiempo. Salgo por provisiones. La escala de prioridades se reajusta. Lo más importante no son las posesiones, sino la vida misma y con quién la compartimos. Hoy en mi mente viajé al jardín de la casa de Monet a las afueras de París. Me acerqué a la orilla del lago y descubrí la magnificencia del banquete de colores de las exuberantes flores que él mismo sembró para luego pintar. Fucsia, naranja, amarillo, azul, violeta, verde, rojo y ocres también. Busco ver mi imagen retratada en el agua, que se desliza lentamente con los mimos del viento, mezclándose en la ilusión del reflejo de los rayos del sol con el paisaje a mis espaldas. Quise regresar a la representación de mi libertad, anhelos y esperanzas para este instante. Jamás se perderán los recuerdos que nos fortalecen para soñar y transformar nuestra realidad en algo más hermoso. Como todo también esto pasará. Espero que no seamos los mismos de antes y que la tragedia nos haga renacer en el amor, compasión y empatía por nosotros mismos y hacia los demás. Un deseo al aire y que el jardín de Monet conspire para convertirlo en realidad.
Flor Yáñez es licenciada en derecho por la Universidad Autónoma de Chihuahua (UACH), cuenta con tres maestrías: Derechos Humanos por la (UACH) en colaboración con la Comisión Nacional de Derechos Humanos; Seguridad Ciudadana por (SSP); y Resolución de Conflictos y Estudios de Paz, por la Universidad de Bradford, Yorkshire, Reino Unido bajo la beca Rotary World Peace Fellowship. Actualmente se encuentra estudiando el doctorado en Educación Artes y Humanidades por la Facultad de Filosofía y Letras, investigando y desarrollando programas de resolución de conflictos. Realizó una estancia de investigación en la Universidad para la Paz creada mediante resolución de la ONU, ubicada en Costa Rica en el periodo de septiembre-diciembre 2019.
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Imagen de portada: Tetera hirviendo. Fotografía de Jo Zimny, 2019. CC