Después de La vida es bella y La última cena, Mama concluye la trilogía de Ahmed El Attar sobre la familia egipcia. Fue estrenada en el Festival de Aviñón en julio de 2018 y en ella el director teatral reflexiona sobre la responsabilidad de las madres en la transmisión de valores patriarcales, de los cuales ellas mismas son víctimas. Mama es la matriarca que reina sobre un hogar de la alta burguesía cairota, en el que entran y salen los miembros de su familia y la servidumbre. Su imperio todopoderoso pasa por las palabras que humillan, culpan y repiten los esquemas de dominación del pater familias, que sólo se digna a aparecer esporádicamente pues su autoridad es incontestable. En un escenario frágil y enclaustrado, Mama arbitra los conflictos, asienta la autoridad de los machos y hereda su propia opresión y la del resto de las mujeres. En el salón de la elegante casa, rodeado de rejas grises, hay que comer a la fuerza, los piropos son reproches y las palabras de afecto suenan a lazos enfermizos. Desde su trono, la abuela marca a la familia disfuncional.
Hay en la obra una rivalidad entre las mujeres para ejercer la autoridad en el hogar, un conflicto que parece una metáfora de los problemas de educación de la sociedad egipcia.
Es más que una metáfora, intento con el teatro reflejar mi visión de la sociedad. El subtexto de la obra incluye las cuestiones que considero fundamentales: las estructuras de poder entre hombres y mujeres, entre señores y sirvientes, entre viejos y jóvenes, y cómo las cosas no cambian. Sólo la muerte del padre permite que el hijo tome su lugar, y las sociedades no pueden funcionar así, sin renovarse. Me preocupa mucho la corrupción, pero no me refiero a la material, que es visible, cuantificable y relativamente fácil de sancionar, sino a la corrupción moral. La manera en que aceptamos la desigualdad y la injusticia y cómo se convierten en norma, o el tráfico de influencias que conocemos tan bien. Y subrayar la inconsciencia resulta muy importante, porque nosotros vemos todos estos problemas como público pero los personajes son víctimas, pues ni siquiera se dan cuenta de lo que va destruyendo sus vidas, dada su incapacidad para hablar de las cosas como son, sin reflexionar, ahogándose en la hipocresía. Y la obra es sobre la responsabilidad de las mujeres en ello, o la posibilidad de que ellas cambien las cosas.
El patriarcado es reforzado a través del matriarcado, una suerte de síndrome de Estocolmo en el que terminas amando a tu secuestrador.
He trabajado mucho en la figura del patriarca en mis obras La última cena o La vida es bella, cuyas figuras paternas son esa presencia masculina omnipresente, casi divina, que está en el centro de la sociedad egipcia y árabe. La figura infalible, a la que siempre hay que obedecer, la vemos en el hogar, en el trabajo, en la política. Pero ésta es la primera vez que me enfoco en el otro lado para investigar de dónde viene la solidez de este patriarcado, y me percato de que viene totalmente de la madre. En general, ellas están en la casa mientras ellos trabajan, nos guste o no. Lo que podría ser una oportunidad de oro para que las madres eduquen de modo diferente a sus hijos e hijas es desperdiciada porque reproducen exactamente el mismo esquema. Pero estoy convencido de que de ahí provendrá el cambio, porque también ellas se beneficiarán de ello. El hombre nunca va a cambiar por sí solo, no tiene incentivos pues está demasiado cómodo.
En América Latina y México hay también que apuntar el dedo hacia la responsabilidad de las madres en alimentar el patriarcado e impulsar a los niños a ser más agresivos, a diferenciar los roles de niños y niñas dentro de una misma familia, etcétera. Se piensa que esto sucede sobre todo en las clases populares, pero en Mama vemos a la crema y nata de la burguesía egipcia compartir estos códigos de valores, a pesar de hablar idiomas, haber viajado y visto otras formas de pensar.
Es uno de los elementos que quise enfatizar. Si uno quiere cambiar en nuestros países, las élites tienen un papel muy importante que jugar pues detentan todo el poder. Si logramos producir un cambio arriba, entonces veremos cómo reverbera y se esparce hacia abajo. Pero si las cosas se quedan como están, no iremos a ninguna parte.
La obra parece un microcosmos sociopolítico de lo que pasa en la región, esa polarización de “nosotros contra ellos”, y el fracaso de las élites en encontrar una alternativa a la confrontación. Incluso se asoma la admiración por un líder autoritario.
La política es parte de nuestra vida y lo que vemos en escena lo he escuchado en persona. Cuando la matriarca habla del presidente y dice: “pero es que lo amo, nos ha salvado”, esto lo he oído a la mitad de una conversación. Más allá de las opiniones políticas de un lado o del otro, lo que está aquí representado es la violencia de esta sociedad. Para mí la violencia no es sólo física. Está en la forma en que tratamos a la gente: cómo la abuela trata al personal doméstico, es agresivo. Cómo resuelven el problema con el chofer, cómo bromean sobre los refugiados sirios, todo eso es muy violento.
Egipto, después de largos años de paciencia, vio el estallido de varios movimientos sociales en 2011. ¿Puede el teatro hablar del conflicto y la violencia sin ser sujeto a la censura que se vive en el país actualmente?
Creo que nos enfocamos demasiado en la política cuando hablamos de cambio; deberíamos mejor de hablar del cambio en la sociedad. Vemos que las nuevas generaciones se enfrentan a las anteriores para pedir sus derechos, no sólo en un parlamento, sino en casa, en el trabajo, en las calles. Creo que la revolución del 2011 produjo un resquebrajamiento de las jerarquías, ahora se ve una fuerte polarización que ha dividido a las familias, pero no hay vuelta atrás. Claro que quieren contenerlo pero es como cuando estás en la oscuridad y abres la puerta y ves la luz. Si te cierran la puerta seguirás recordando esa luz y en algún momento querrás volver a abrirla. Además, la sociedad egipcia es muy joven, hay alrededor de un 65% de menores de 25 años, por lo que el cambio es inevitable. Aunque por ahora no podamos verlo en el panorama político, sí se pueden transformar las relaciones en el núcleo familiar.
En Mama hay un gran énfasis en la hipocresía entre lo que se dice y lo que se hace, en particular con el binomio materialismo/religión que una de las protagonistas ejemplifica a la perfección.
La religión está en todas partes, en la forma en la que hablamos citando siempre a Dios. Pero vivimos un islam con un toque capitalista, un islam capitalizado. Hay tantas acciones donde vemos que el objetivo es ganar puntos para ir al cielo, por ejemplo, alimentar a seiscientos pobres en Ramadán. Pero al mismo tiempo, aceptas la injusticia sin ni siquiera considerar que se ha hecho algo muy equivocado. Cuando la nuera agradece a su suegro por resolver un problema con el chofer mandándolo injustamente a la cárcel, nadie padece problemas de conciencia. No hay tragedia, la gente sigue adelante con sus vidas. Pero eso sí, mientras esto pasa rezamos y hablamos de los pobres. Así que por eso considero que es un islam capitalista, gasta dinero en los centros comerciales mientras busca acumular puntos para asegurarse el paraíso.
Ésta es la tercera obra tuya que viene al Festival de Aviñón…
Ésta es una pieza diferente de las dos anteriores, en las que buscaba una unidad entre tiempo y espacio. Por ejemplo, La última cena eran 58 minutos en torno a una mesa y los diálogos tenían más fantasía y menos realismo. Mama es casi un formato de serie de televisión o telenovela, pero hay mucho subtexto que va a lugares donde las series jamás irían, en lo que se dice, insinúa y revela. Me gusta jugar con estos formatos que ya existen y darles una vuelta. Al principio parece que te va a llevar a un lugar muy diferente del que terminas, o eso espero lograr.
¿Qué tan bien viaja tu obra?
Esta obra se acaba de estrenar aquí en Aviñón y todavía no viaja. Después de El Cairo en septiembre próximo, volverá a Francia en octubre y mayo. La última cena estuvo de gira en 2015 en Francia, Alemania, Rusia, Singapur y Hong Kong, estará en marzo de 2019 en Washington. En el mundo árabe, además de El Cairo sólo podemos irnos de gira a Beirut porque resulta incosteable. No hay ayudas, ni infraestructura; sólo con un mecenas puedes llevar a veinte personas y un contenedor con escenografía. Aquí en Europa hay instituciones y ayuda del Estado para comprar espectáculos, coproducir, etcétera. Pero en general soy muy afortunado por tener una proyección internacional y hacer lo que quiero. Trabajo con un equipo de primera, como el músico Hassan Khan, un artista visual egipcio que ganó la Bienal de Venecia hace dos años, el escenógrafo libanés Hussein Baydoun o el iluminador sueco Charlie Aström. Los actores también son una mezcla de gente que ya conozco y de nuevos talentos, de diferentes generaciones.
Imagen de portada: Ahmed El Attar, Mama, Festival d’Avignon, 2018.