La mayoría de esos padres de familia quizá no habrían estado tan satisfechos de haber sabido con exactitud lo que se hacía en esos retiros. No es que fuese pecaminoso. O “malo”, en un sentido convencional. Es que era inquietante. La noche en cuestión, con el rumor del mar de fondo, Furiase los hizo sentar en círculo en el suelo, en una sala iluminada solo por velas en el centro, y se puso a leer partes de la Biblia y a citar pensadores que admiraba, como Primo de Rivera y Ezra Pound, nombres que no decían nada a los asistentes, pero les hacían sentir que compartían un saber para iniciados. Los textos escogidos describían a la multitud humana como un rebaño atontado y esclavo de sus bajas pasiones. Y apuntaban a la necesidad de una élite de guerreros-poetas-filósofos para conducir a la grey a un futuro mejor. Los presentes apenas eran siete u ocho, aparte de Paul Mayer, y esa escena de intimidad con el maestro les parecía a todos un privilegio. —Tenemos que ser mitad monjes, mitad soldados —apuntó en un comentario Furiase—. Tenemos que estar dispuestos a entregarnos y a luchar. Y si estamos dispuestos a ello, no tendremos límites. —¿Qué significa eso de no tener límites? —preguntó Maeso. Todos se petrificaron. No sabían si era una buena pregunta o una muy estúpida. Furiase dejó que la duda circulase entre ellos más tiempo del estrictamente necesario. Y finalmente, con una voz que solo era un susurro, preguntó; —Paul, ¿crees que estén preparados para esto? Paul examinó a los chicos uno a uno. A algunos les dedicó una sonrisa de confianza; a otros les puso cara de duda. Maeso se encontraba entre los segundos. Mi padre lo notó y reprodujo esa mirada, como si él mismo tuviese alguna potestad en el grupo. Como si perteneciese a un nivel superior. —Podemos intentarlo —decidió al final. Se puso de pie. Furiase también se levantó. Los dos se pusieron al centro, cerca de las velas, y pidieron a los chicos que se colocasen de espaldas a una pared, como sentados ante un escenario. Con voz solemne, Furiase explicó: —Hay ciertos poderes que conviene mantener en secreto, al margen de la mirada de la gente estúpida. Pero quizá ustedes ya no formen parte de esa gente. Solo quizá. Lanzó a su alrededor una mirada suspicaz. En su fuero íntimo, cada chico pensó que él sí estaba listo. Si alguien no lo estaba, sería otro. Maeso se quedó con la imagen de mi padre en ese momento, en éxtasis, igual que todos. Se sentía un poco fuera de lugar, como si observase las cosas desde afuera, y pensó que debía haber algo malo en él. Temió no ser digno del honor que le ofrecían. A continuación Furiase comenzó a recitar mantras. Sonaban como canciones monocordes, quizá en latín, quizá en arameo. Mientras pronunciaba esos versos misteriosos, colocó su mano en la frente de Paul Mayer, que había cerrado los ojos y recibía la ceremonia en plena sumisión. Las velas proyectaban ambas sombras deformadas, dos formas monstruosas entrelazándose sobre la pared. —¡Quiero que te entregues! —decía Furiase, entre estrofa y estrofa—. ¡Que me rindas tu voluntad! Después de unos minutos, Paul Mayer comenzó a perder el equilibrio. Estuvo a punto de caer. Furiase lo detuvo antes de darse con el suelo y lo depositó suavemente ahí, junto a las velas, como acomodándolo para dormir. —Ahora quiero que seas un perro —dijo. Su orden sonaba tan incoherente que debía ser una broma. El rumor de una risa nerviosa se extendió entre los discípulos. Sin embargo, ante el asombro de los presentes, Mayer se puso en cuatro patas, apoyado sobre las rodillas y los codos, y comenzó a ladrar. Sacó la lengua y jadeó. Soltó unos gruñidos: —Grrrrrr… Arf… ¡Arf! Grrrrr… Maeso estaba atónito y boquiabierto. Se preguntaba si estaban ante un espectáculo donde, en cualquier momento, Furiase y Mayer se echarían a reír. Todos se partirían a carcajadas, se contarían unos chistes, como en las primeras reuniones, y se largarían a dormir de una vez. No hicieron eso. —Ahora quiero que seas un pollo… Mayer se incorporó hasta ponerse en cuclillas, con los brazos recogidos a los lados y los puños cerrados a la altura de los hombros. Sacudió esas malas imitaciones de alas, como intentando alzar el vuelo. Mirando a su alrededor con unos ojos vacíos, de animal inconsciente cacareó: —P-p-p, peee, peee, p-p-p… A continuación, siempre bajo las órdenes de Furiase, Mayer habló en sánscrito. Y recitó una oración en griego que, según Furiase, rezaban los antiguos cristianos en el coliseo, a punto de ser despedazados por las fieras. Por último, después de ese despliegue de viajes en la materia y el tiempo, Furiase volvió a colocarle una mano en la frente y a pronunciar sus enigmáticos salmos, esta vez con una voz más poderosa, casi alterada. Desde el suelo, Paul Mayer se retorció, se estiró, gimió y, finalmente, despertó, con el aire perdido de quien no sabe dónde se encuentra. Furiase soltó una bocanada de aire. Sudaba y se veía agotado. Los chicos estaban rígidos. Las velas, ya medio derretidas, proyectaban sobre ellos una luz fantasmal. Nadie dijo una palabra. Hasta que Maeso rompió el hechizo. —¿Esto ha sido verdad? El silencio se ensanchó. Furiase tembló. Su mirada le cayó a Maeso como un relámpago desde las alturas. Y su orden resonó en la oscuridad de los muros con un eco siniestro: —Ahora, ven tú. Maeso titubeó. —Lo siento, no quería sonar… Sí lo creo… Claro que lo c… —He dicho que vengas. El aire a su alrededor se había congelado y licuado, hasta adquirir la textura espesa de una raspadilla. El joven se incorporó. Dio tres pasos hasta ocupar el lugar de Mayer, que se había desplazado hacia un rincón. Cuando lo tuvo delante, Furiase le pareció más alto que nunca y sus ojos azules, más hirientes. —Ponte de pie en posición de firmes. Maeso conocía esa posición por el estilo militar de las formaciones de los lunes. Obedeció. Sin saber por qué, cerró los ojos, aunque sentía por todo su cuerpo los ojos de los demás. En su frente se clavó la garra del profesor como si fuera a arrancarle la cara. Los salmos en lenguas extrañas volaron por la habitación en la voz de Furiase, como maleficios. Maeso los oyó, temiendo el momento de perder la conciencia y quedar a merced del grupo, abandonado de sí mismo. Apretó las mandíbulas. Gotas de sudor cayeron desde su frente atrapada. —Entrégate —susurraba a veces Furiase entre sus hechizos—… Déjate ir… El rito se prolongó durante varios minutos, que a Maeso le parecieron horas. Debía haberse desmayado. Pero se sentía más alerta que nunca en su vida. Al fin, sintió la mano desgajándose de su frente. Los salmos callaron como cuervos volviendo al nido. Cuando abrió los ojos, las velas seguían casi en el mismo punto. La noche seguía devorándolo todo. Temió haber estado hipnotizado. Haber sido un perro o un pollo, o algo peor y no recordarlo. Miró a su alrededor, esperando encontrarse con las risas de sus compañeros, pero todos observaban en silencio sepulcral. —Vuelve a tu lugar —murmuró Furiase. Por su tono de voz, Maeso supo que había hecho algo mal. —No confías en mí —escupió el maestro—. No confías en nosotros. En lo que estamos haciendo. No sé si debes formar parte de esto. Maeso se sintió indigno. Expulsado del paraíso. —Intentaré hacerlo mejor —prometió. No sabía qué más decir ni cómo demostrar su voluntad de integrarse. Habría querido ser un perro. Le habría encantado. Furiase no le quitaba la mirada. Cada vez que Maeso se atrevía a levantar los ojos lo encontraba ahí, desafiándolo. Volvió a oír su voz: —¿Quién está dispuesto a darlo todo? ¿Quién ofrecería su vida por Dios? Se adelantó mi padre, Sebastián. Casi saltó hacia el centro del escenario. Llevaba toda la vida esperando esa invitación. —Yo. Yo daría lo que pidas. Con un gesto, y sin dejar de mirar a Maeso, Furiase lo invitó a adelantarse. No le puso la mano encima, ni pronunció palabras desconocidas. Cuando lo tuvo al lado, tan solo le ordenó: —Quítate la camisa. Sebastián obedeció y arrojó a su sitio la camisa azul y bien planchada, casi de uniforme. Su cuerpo delgado se veía aún más frágil bajo la luz temblorosa. Furiase hizo otro gesto. Debía tenerlo ensayado, porque sin mediar palabra, Paul Mayer se levantó de su sitio, arrancó una vela del suelo y se la entregó para que no tuviese que agacharse. Furiase alzó la vela casi hasta el techo para que todos la vieran bien. —Abre los brazos —ordenó. Se había colocado a espaldas de Sebastián, que miraba de frente a sus compañeros. El joven alzó los brazos como un Cristo.
—No puedes gritar —instruyó Furiase en su oído, pero con suficiente volumen para que lo oyeran los demás—. No puedes ser débil.
El corazón de Maeso quería salirse de su pecho. Los demás guardaban la máxima expectación. Las dos sombras erguidas temblaban en la pared.
Sobre los brazos extendidos de Sebastián, Furiase comenzó a derramar la cera ardiente de la vela. Lentamente. Desde la mano, pasando por el antebrazo, hasta el hombro. Gota a gota. Primero, un brazo. Luego, el otro.
—¿Te duele? —preguntó Furiase.
—No.
La voz del joven sonaba contenida, reprimida.
—¿Quieres llorar?
—No.
Maeso sí quería llorar. Lágrimas ácidas rodaron por sus mejillas. Se limpió disimuladamente, aunque estaba seguro de que Furiase lo veía. Alzó la vista hacia Sebastián y le sorprendió lo que encontró en sus ojos. Ahí no había dolor. Ni humillación. Ni un ápice de lamento o sumisión. Solo orgullo. Fuerza. Superioridad. […]
—¿Ahora vienes a robar libros? Su antiguo profesor ni siquiera saludó. Su agresividad sorprendió a Maeso. —¿Quieres que me vaya? —ofreció levantándose. Se sintió sorprendido haciendo algo malo, sin saber por qué. Pero de repente, el mal humor de Furiase pareció convertirse en una dulce amabilidad. —¡No, quiero que nos tomemos una Coca-cola, como antes! Imposible decir que no. Furiase lo llevó a una habitación con vista al mar, donde solo había una mesa de trabajo con una silla y una cama. El maestro se sentó en la cama, con las piernas cruzadas. Llevaba un jean y parecía relajado, de buen humor. —¿Qué has estado haciendo? Cuéntamelo todo. Algo de la antigua camaradería, de esa amistad militante, centelleó de nuevo en el aire. Maeso se sintió cómodo. Le habló de sus estudios, de la universidad, de sus nuevos amigos, de su chica, con la que seguía saliendo. Furiase lo escuchó con una actitud de viejo amigo. Pero cuando Maeso terminó de contar, le soltó su conclusión: —Así que al final te has vuelto uno del montón, ¿verdad? —¿Cómo? La gente solía alegrarse al escuchar que alguien había ingresado a la universidad, lo que en ese tiempo no resultaba nada fácil. Pero Furiase siempre miraba el mundo desde otro lado. No es que estuviese enfadado. Seguía mostrándose afable. Desde su punto de vista, era Maeso el que había perdido una oportunidad. —Pensé que serías especial. Tenía grandes planes para ti. Pero comprendo que no todos están preparados para esta vida. La sangre subió a la cabeza de Maeso, que de repente quería explotar. Recuperó su sumisión, la sensación de inferioridad que le proporcionaba la presencia de su pastor. —Eso supongo —se limitó a asentir. —Quizá por eso también te abandonó tu padre, ¿no crees? Abandonó una vida ordinaria… entre gente ordinaria. De haber sido adulto y, más aún, un psicólogo, Maeso habría sabido reconocer la ofensa, incluso la manipulación, en esa referencia gratuita a su padre. Pero se encontraba ahí en categoría de discípulo y pensaba que solo estaba oyendo verdades profundas, tan profundas que quizá no podía verlas. —Es posible. —¿Posible? ¡Es totalmente cierto! Tú también podrías estar llamado a grandes retos. Pero tienes miedo de ti mismo. —¿De mí mismo? Furiase dio un largo sorbo de su Coca-cola mientras sus palabras se expandían, se hincaban, se incrustraban en el interior del joven. —No te hagas el tonto. Tú sabes. —¿Eh? La bebida de Maeso reposaba sobre la mesa de trabajo, intacta. —Vivir aquí. Entre tantos chicos. Todos inteligentes. Todos guapos. Eso les da mucho miedo a los que sienten una pulsión homosexual. Es normal. Maeso no pudo evitar soltar una carcajada. —¿Qué? ¿Pero de qué estás hablando? Furiase solo le devolvió una sonrisa de autosuficiencia. —Soy un guía espiritual, Luis Carlos. Conozco la naturaleza de la gente. Y te conozco a ti. Ese miedo te está paralizando. Te está impidiendo ser tú mismo. —Qué cojudez. ¿O no lo era? ¿O en verdad estaba negando su naturaleza? ¿No se lo habían dicho miles de veces en el colegio? ¿No lo habían visto todos menos él mismo? —Lo que tú digas. —Pareció perder el interés Furiase. Hizo ademán de levantarse, como dando la conversación por terminada—. Yo solo te hablo como amigo. Pero tú decides por ti, faltaba más. ¿Quieres que te prestemos algunos libros? —No, espera, ¿por qué dices eso? El maestro guardaba la respuesta en el bolsillo, como una pistola en un duelo. —Porque se nota. Pero si quieres estar seguro de ti mismo, puedes hacer una prueba. Hablar con Furiase era como entrar en un laberinto: cada palabra, cada frase conducía a un pasillo inesperado y enredaba más el camino de vuelta. —¿Qué clase de prueba? El profesor se acomodó en la cama. Seguía sentado, pero tenía tanto control de la situación, tanta seguridad, que parecía estar echado, desparramado por el colchón. —Quítate la ropa. —¿¡Ah?! —Quítate la ropa. Para ver si no sientes nada con un hombre. Así sabrás quién eres en realidad. Las paredes del laberinto se cerraron sobre Maeso, aplastándolo, dejando todo el aire fuera de la habitación. Ni siquiera fue capaz de responder. Furiase siguió hablando y tendiendo sus redes alrededor. —Piensa que estás conmigo. Soy de confianza. ¿O quieres que esto te ocurra después, algún día borracho en alguna fiesta, con cualquier desconocido? Porque te ocurrirá… Llegados a ese punto, Maeso tuvo el impulso de golpear a Furiase. Quiso lanzarse sobre él y reventarlo a patadas. Luego, tuvo miedo. Al final, se coló un soplo de aceptación en sus palabras. Al fin y al cabo, Furiase siempre recurría a terapias extremas. Y él, Maeso, se sentía seguro de sí mismo. ¿O no? Entonces, oyó el murmullo del grupo, que regresaba de jugar fútbol. Los vio por la ventana. Una decena de chicos sanos y felices regresando al nido, contando chistes tontos, insultándose y compitiendo en cada movimiento. Sintió que llegaba una patrulla de rescate. Sebastián se encontraba entre esos chicos. De hecho, fue el único que levantó la mirada hacia la ventana y la cruzó con la de Maeso, como si supiera de antemano dónde estaba. Maeso reconoció esa mirada. Era la misma que tenía Sebastián la noche en que recibió la cera de las velas en los brazos.
Selección de Y líbranos de este mal, Seix Barral, Ciudad de México, 2021, pp. 277-284 y 286-291. Se reproduce con el permiso del autor.
Imagen de portada: Edvard Munch, Chicos bañándose, ca. 1914-1915. Dominio público