No le he dicho a nadie que pasé varios años de mi infancia creyendo que a mi abue Lichita la habían enterrado viva. Esa mañana en su funeral estaba bellísima, sus mejillas rosas y sus labios rojos, el pelo lila ondulado. Parecía una de las figuras de cera que había visto en el museo en alguna salida escolar. Nunca descuidó su aspecto en vida, pero ahí recostada en el ataúd se veía perfecta. Nadie se moría con semejante aspecto; mi abuelita para nada se parecía a esos villanos moribundos de las caricaturas. Fue mi primer contacto con la muerte; creí que solo los malos se morían. Pero hubo algo más que me hizo pensar que ella en cualquier momento despertaría: sus uñas. Las uñas de mi abuela, siempre largas y rojas a la Rita Hayworth, seguían creciendo. Si la ciencia estima que el tamaño de estas se incrementa a una velocidad de 0.1 milímetros al día, entonces las suyas desafiaron las estadísticas el tiempo que duró el sepelio. Mientras los presentes lloraban la partida de Lichita, mi llanto era por la injusticia de sepultarla viva.
Veo mis propias uñas; me han crecido, tal como juzgué que había sucedido con las de mi abuelita en sus últimos días, solo que las mías están descuidadas, disparejas, quebradizas. A diferencia de ella, que a mi parecer estaba viva en muerte, yo me siento ahora como una muerta en vida, aunque tal vez sea una exageración, tampoco es para tanto. Lo de mi abuela fue el desenlace de una enfermedad crónica, lo mío solo un corazón roto. Tomo ahora su recuerdo como si fuera un mensaje suyo de ultratumba: “Antes muerta que sencilla”. Lichita se arregló sus uñas hasta el final; el impecable manicure que traía el día de la despedida se lo había hecho ella misma. Yo le daría pena ajena: a lo mucho me las he pintado de un solo color y me quedan siempre grumosas, desiguales; a la hora se me descarapelan. Decido pagarle a alguien para que me las deje bonitas. Que al menos mi abuela, donde quiera que esté, se sienta orgullosa de mí en estos momentos.
Entro al primer salón de uñas o nail bar que se me cruza en el camino. Abundan, se han puesto de moda: en mi calle hay por los menos tres en cinco cuadras. Desconozco a qué se deba este exceso, pero me gusta pensar que se popularizaron en 2007, cuando circulaba en mtv un videíto de bajo presupuesto donde aparece Kanye West, a dúo con una rapera estadounidense, de nombre Kid Sister. Lo que llamó la atención de la canción “Pro Nails” no fue precisamente el cameo del famoso, sino el simpático baile de dedos, dentro del salón de uñas donde se desarrolla el video.
“¿Tiene las uñas todas gruesas, podridas, deformes a consecuencia de los hongos? Lo tengo en pomada, directamente para que se cure enfermedades”, dice la voz gangosa de la grabación en loop a través de un megáfono ambulante. Llegamos, mi amiga y yo, al tianguis de uñas más famoso de la cdmx, donde según ella, quien me trajo convencida de que aquí, entre las calles Corregidora y Manzanares del Centro Histórico, podré hacer caso al consejo de Lichita, pese a mis recursos económicos limitados. Pensó que lloraba por mi pobreza. “¿Algo natural, más elaborado? Te doy precio, chiquita”.
De punta a punta de la plaza al aire libre, dos filas de hombres y mujeres en casacas guindas embellecen las manos de decenas de clientes, en mesas y bancos de plástico. Las acetonas se confunden con el olor de las garnachas. Parecen lienzos miniatura, no por nada le han llamado nail art; me recuerdan un poco a los paisajes y bodegones en un grano de arroz o en la cabeza de un alfiler que llegan a vender afuera del metro. Los diseños geométricos de colores son los más modestos; también están los motivos de temporada, las creaciones a mano, los decorados con gemas y cadenas de bisutería y, por supuesto, las uñas estilo Sinaloa conocidas como “uñas buchonas”, que incluyen un alacrán encapsulado.
Como mi amiga ya tiene a su manicurista de confianza —algo de lo que apenas me entero, nunca creí que usara uñas postizas, pero es que pertenece al rubro de clientas que solo viene en diciembre por su manicure para las fiestas, según me dice—, toma asiento frente a ella; se llama Alicia, “o la Intensa, como me quieras decir”, me aclara cuando nos presentan. Yo me siento, casi en automático, en el banco de al lado, sin darme cuenta de que pertenece al puesto de Iván, el Uñas Hernández. “¿Qué diseño te vamos a hacer, preciosa? Tenemos gelish, acrílico, mano alzada, escultural”, me dice él. No tengo idea de qué me habla, y lo único que se me ocurre para salir del paso es pedirle uñas como las de la Rosalía, pero más cortitas. “¿Las de quién?”, me responde. “La cantante esa de las uñotas”, aclaro. “¡Ah!, la que canta como flamenco más pop”. “¡Esa!”. Mi amiga elige las que están de moda, las “baby boomer”, dos colores, rosa y blanco, difuminados.
—Mira, aquí tienes un poco de cutícula, no sé si quieres que te hagamos el servicio —dice mi manicurista, quien antes era instalador de pistas de boliche hasta que M, su esposa, cultora de belleza, le insistió en que aprendiera a poner uñas y le gustó. Le respondo que sí, él sabe más de esto.
Imagino lo bien que R y yo nos llevaríamos si tan solo él cediera un poco más a mis deseos. Iván, por ejemplo, le pone sus uñas extravagantes a M y ella a él brillo y gel de reconstrucción, una capa protectora incolora para protegerlas del desgaste, al manipular los instrumentos de trabajo. Pero la terapeuta nos considera “una pareja interesante”, un caso peculiar. Somos iguales, ninguno de los dos ha querido doblegarse ante el otro, cada quien quiere hacer su voluntad. R querría que yo fuera también más condescendiente.
—¿Y tú sí eres casada, mamita? —lanza la pregunta Alicia y yo dudo si se dirige a mí. Mi amiga me da un codazo. Ya le contó que nos conocemos desde chicas. Sí me habla a mí, porque de ella, Alicia ya sabe que ni novio tiene.
—Llevamos juntos quince años —respondo desganada, mientras Iván raspa mis uñas con una lima gruesa y áspera para quitarles la “grasita” y abrir los poros. Me entero de que respiran.
—Eso ya es un matrimonio, ¡qué! —grita la mujer, quien es técnica en arquitectura y se casó con su jefe ingeniero.
Otra arquitecta, dibujante y editora, Bruno Langle Tamayo, aka Flores Rosx en el circuito del fanzine mexicano, entrevistó de 2016 a 2017 a diferentes personas en Berlín mientras se pintaban mutuamente las uñas, con la finalidad de entablar una conversación “honesta, abierta, emocional y cuir” y plasmó el resultado en una publicación de tiraje corto, impresa en papel rosa, llamada Pink Nail Polish, que constó de cuatro números. Al parecer, el manicure propicia la confesión. Yo ahora le quiero contar a Alicia, ya que me hizo la plática, que me siento triste por los problemas en mi relación. Than, una florista alemana de origen vietnamita se quejó con Flores Rosx, por ejemplo, de que en varios países de Asia las mujeres todavía cumplen un rol tradicional en la familia al mismo tiempo que aportan dinero para la casa, mientras que los hombres solo hacen lo segundo. Hasta en eso, entre R y yo existe un equilibrio en las responsabilidades domésticas.
—¿Está bien de este tamaño? —me muestra Iván una uña postiza o tip de plástico de dos centímetros, una cuarta parte del tamaño de las que usa la Motomami. Le digo que sí y él procede a fijar diez de estos moldes con una perlita hecha de monómero y polvo de acrílico en cada punta de mis manos. Si ya estoy aquí, que me pongan esas.
Alicia se muestra más interesada en mí que en mi amiga, su clienta, porque vuelve a llamar mi atención con otra pregunta, como buscando que yo al final también se la cuestione a ella. Cuánto ha durado la pelea más larga entre R y yo: doce horas. “¿Y la tuya?”, la interpelo, y me percato de que la mujer ha logrado su objetivo. “Mi esposo no me habla desde la última vez que nos agarramos, hace tres años, y eso que vivimos en la misma casa”. No sé qué hacer ante tal revelación y bajo la mirada. Mis uñas son muy largas, casi como las de mi abuela, en rosa neón, puntiagudas, tipo stiletto. Recuerdo un tuit durante los primeros meses de la pandemia, en el que el médico internista e infectólogo Francisco Moreno Sánchez sugiere no usar uñas así, porque en una emergencia será imposible medir los niveles de oxigenación correctos. Entre más oscuro sea el color del barniz, menor será el porcentaje de saturación en el oxímetro. Con razón están en tendencia los tonos claros. Los médicos no se equivocan, o sí, como el inventor de las uñas acrílicas, Fred Slack, un dentista que descubrió en los años cincuenta, de forma accidental, que la porcelana de las prótesis también podía usarse para reconstruir una uña rota como la suya y fundó después Patti Nails.
—¿Qué aplicación vas a querer, hermosa? —Iván abre una cajita de plástico, donde relucen dijes brillantes imitación Swarovski. Elijo unos corazones y el logotipo de Chanel. Dior lanzó su línea de joyería para uñas en 2017, luego de que Kim Kardashian apareció con unas arracadas de oro en los dedos, lo cual trajo de vuelta el nail piercing que se popularizó en los ochentas, inspirado en las cadenas y pendientes que se colgaban los cantantes de hip hop.
Con un minitaladro dorado de brocas de colores, Iván perfora mis nuevas uñas de acrílico y engancha el monograma de mi casa de modas favorita. Parezco otra, me pesan un poco las manos, pero me siento más ligera. Mis uñas lucen increíbles. Dice mi amiga que hasta los párpados se me deshincharon. Agradezco en silencio a Lichita; compruebo que su táctica funciona. Han comenzado a formarse las clientas de Iván para apartar turno. Hace hasta cinco manicures al día, entre mil 500 y 2 mil pesos por jornada, lo que cuesta un kit profesional para diseñar uñas de gelish y de acrílico. Este año, él y M empezaron la construcción de su casa, por Río de los Remedios, después de once de estar en el negocio, pero antes se compraron un coche, una moto y hasta abrieron su propio salón de uñas en la Escandón. Dudo que con estas nuevas garras que tengo pueda escribir en la computadora; quizás podría dedicarme a otra labor, cambiar mi vida.
Antes de irnos, me acerco a Alicia porque me siento impelida a compartirle algo que ninguno de mis conocidos, ni siquiera mi amiga, sabe todavía: “Creo que me voy a separar”. Y la Intensa, tras aclarar que lo nuestro sería más bien un divorcio ya, me suelta: “Póngase chingona; no se me apendeje”.
Imagen de portada: ©Frosh, sin título, 2021. Cortesía del artista