La configuración de las fronteras internacionales e interétnicas en las Américas es reflejo de procesos semejantes en los continentes de África, Europa y Asia, con grados de violencia cada día más críticos. Como historiadora dedicada a las áreas fronterizas de México/Estados Unidos y de Bolivia/Brasil en sus etapas formativas como Estados-nación, mi perspectiva sobre los procesos de larga duración comprende a las fronteras en movimiento. Es inexacto hablar de fronteras trazadas en mapas y delineadas por grados de longitud y latitud, porque las migraciones estacionales y de mayor extensión de los grupos humanos crean puentes y redes de relaciones entre distintos espacios discontinuos físicamente, pero cultural e históricamente ligados. Estas redes humanas crean espacios fluidos que trascienden los linderos binacionales; se ven fortalecidas por las relaciones familiares y laborales, así como por las identidades étnicas y lingüísticas que, en muchos casos, surgen o se transforman durante la propia migración. Las comunidades mexicanas y centroamericanas que viven en los Estados Unidos ilustran elocuentemente las redes migratorias y los espacios fluidos, porque sus asentamientos se extienden mucho más allá de la franja fronteriza y tienen una profundidad histórica de tres o más generaciones. Más allá de las historias bien documentadas de las comunidades latinas en Chicago, Detroit, Los Ángeles, Miami y Nueva York, el fenómeno migratorio ha alcanzado altos niveles de visibilidad en los entornos urbanos y rurales de estados como Georgia, Alabama, Ohio y las Carolinas. En Carolina del Norte, donde me toca vivir y trabajar, la población latina representa 14 países —entre sus integrantes de México y Centroamérica— e incluye a hablantes de purépecha, otomí y maya, entre otros idiomas y culturas. Para citar sólo un ejemplo, Yesenia Pedro Vicente, nacida en Morganton, Carolina del Norte, de padres de habla q’anjob’al, originarios de Guatemala, se identifica como partícipe en tres culturas distintas, a la vez que navega su situación cívica, social y económica en el marco estadounidense.1 Su historia personal y familiar es un hilo entre millares que forman el tejido histórico del surgimiento de espacios fronterizos en las Américas. La experiencia de Yesenia y sus identidades culturales mezcladas se ve reflejada en el desafío que Sandra M. Gonzales arroja en su ensayo titulado “Fronteras coloniales y cercos nativos”, dirigido a las escalas familiar, regional y binacional. Refiriéndose a los migrantes mexicanos que se conocen como “chicanos/as”, Gonzales arguye que cuando los chicanos y otros pueblos indígenas de las Américas hicieron suyas las fronteras impuestas por los poderes coloniales, aceptaron como propias la separación de sus historias y la bifurcación de sus estructuras de conocimiento.2 Los sentimientos de pérdida y de traslado implícitos en su argumento tienen un trasfondo histórico plasmado espacial y temporalmente. Los contenidos específicos de las trayectorias históricas migratorias difieren para distintas regiones, pero es necesario tomarlos en cuenta para establecer los contextos espaciales y temporales de la experiencia humana y cultural de vivir en frontera. Tomando en cuenta el panorama que se nos enfrenta en estos días, estoy convencida de que la migración es un derecho humano. Las imágenes difundidas del cerco fronterizo norteamericano nos hacen ver la violencia innegable de barreras como ésta, erigida en los paisajes milenarios de los desiertos de Chihuahua y Sonora. Construidas durante tres décadas y cuatro administraciones presidenciales estadounidenses, las porciones de cercos metálicos y muros virtuales de cámaras y sensores cubren un tercio de la línea de más de 3,000 kilómetros entre ambos países. Estas barreras y el muro, tan estruendosamente anunciado por el presidente Trump, separan a comunidades y familias, rompiendo las redes sociales cuya supervivencia depende de la economía fronteriza. Al mismo tiempo, reconocemos que la violencia de la frontera misma y las rutas penosas para llegar al norte, simbolizadas por la Bestia y los papeles ambivalentes de los coyotes, es inseparable de la pobreza sistémica, las crisis ecológicas y el ambiente violento de lugares de origen como México, Centroamérica y el Caribe, y —desde otros horizontes— África y el Medio Oriente. El fenómeno migratorio que se nos presenta ahora en forma aguda es la cara humana y dramática de un nuevo ciclo de globalización. El sufrimiento de los que se van y de los que se quedan se refleja elocuentemente en el arte, la literatura, el cine y el teatro —desde la pluma de Juan Rulfo hasta los teatros campesinos—, aumentado aún más por la perspectiva de género desarrollada por autoras como Sandra M. Gonzales, Gloria Anzaldúa y Sandra Cisneros.3
El fenómeno migratorio y los retos que arroja no son nuevos, y nos damos cuenta de que estamos ante una frontera laboral con una historia profunda de múltiples generaciones. Los relatos de las migraciones transfronterizas están entrelazados con la de las industrias extractivas y de manufactura, así como con la expansión de la agricultura comercial en las tierras áridas del noroeste de México y el sudoeste de los Estados Unidos. Sus momentos dramáticos corren paralelamente con las luchas para la sindicalización de los trabajadores en ambos países, inseparables del carácter regional atribuido al norte mexicano y la revolución de 1910.4 Frente a este trasfondo histórico sabemos que las amenazas de Trump y sus seguidores no son vacías, porque tenemos la memoria dolorosa de desalojos y deportaciones inmigrantes en periodos de recesión económica y de ascenso de la xenofobia y el racismo.5 No obstante, la historia de las fronteras movedizas es más profunda que la crisis contemporánea. En el siglo XIX la frontera binacional presentaba otro tipo de coyunturas y conflictos. Las migraciones “ilegales” a menudo corrían de norte a sur. Los archivos de la Secretaría de Relaciones Exteriores están repletos de quejas y reportes de abigeos cometidos por vaqueros estadounidenses, quienes entraban en territorio mexicano para llevarse ganado. En una corriente paralela, la franja fronteriza sirvió de refugio para cautivos y esclavos que buscaron la libertad al moverse entre ambos países. A lo largo del siglo los movimientos transfronterizos crearon espacios que no fueron controlados por ningún poder nacional o colonial. Las bandas y confederaciones autónomas de indígenas, como los comanches, apaches, utes y navajos montaban verdaderas expediciones que invadían México para llevarse ganado, provisiones y cautivos. Su dominio de las llanuras y sierras de la región tuvo consecuencias políticas y estratégicas tanto para la invasión de México por los Estados Unidos (1846-1848) como para las guerras civiles de Reforma y la invasión francesa, en México (1857-1867), y la ruptura entre la Unión y los Estados Confederados en los Estados Unidos (1861-1865).6 El legado histórico de las guerras inter e intranacionales y de las luchas interétnicas tuvo sus raíces en el ciclo de globalización decimonónica, marcado por el capitalismo desnivelado en sus regímenes de propiedad, el avance de la tecnología y la territorialización de la frontera. La privatización de los valles cultivables y de los montes, proceso iniciado bajo el régimen colonial, así como la concentración de tierras y aguas en latifundios modernos con el arribo del ferrocarril y del capital anglosajón, cambiaron los paisajes de las llanuras y las sierras, y le dieron nuevos matices al significado mismo de frontera en esta vasta región.7 La violencia de esta etapa globalizadora, con las políticas de destierro y de etnocidio que marcaron el Porfiriato en México y la expansión capitalista estadounidense hasta el Pacífico dejó, entre otras consecuencias, la supervivencia de grupos indígenas transnacionales como los yoeme (yaquis), tohono o’odham (pápagos) y los kikapu. Sus identidades culturales y étnicas perduran hasta nuestros días, pero moldeadas por sus movimientos binacionales en los espacios fluviales y rituales que definen sus mundos.8 El poderío militar y económico de los Estados-nación en el siglo XIX comenzó a cernir los espacios fronterizos que las diversas naciones indígenas habían dominado a través de sus economías mixtas de cacería, recolección, agricultura y trueque, fortalecidas por su riqueza en ganado, cautivos humanos y por sus artes militares. Antes de producirse una frontera laboral, la región albergaba una compleja red de corredores que comunicaban el litoral del Golfo de California con las Sierras Madres. Sus dimensiones espaciales comprendían una gran variedad de entornos geográficos y recursos, desde los esteros y las marismas hasta las cordilleras con sus valles regados y las llanuras y montes del vasto septentrión. El coloniaje español, durante más de tres siglos, transformó los paisajes con el complejo industrial de la minería extractiva y las haciendas de beneficio, la ganadería y los cultivos de origen europeo. La administración virreinal inició el proceso lento de definir los confines del territorio colonial frente a las naciones autónomas mediante los destacamentos militares (los presidios), las misiones y el avance lento pero sostenido de los asentamientos civiles. Los caminos reales y sus ramales siguieron los senderos migratorios y de intercambio que los indígenas habían trazado, pero también abrieron nuevas rutas para atravesar los despoblados áridos y las sierras.9 En esta frontera de corredores, los indígenas mantenían su ascendencia demográfica hasta finales del siglo XVIII. Sus patrones de asentamiento en pueblos y rancherías y sus desplazamientos estacionales y cíclicos se movían dentro y fuera de los territorios que los oficiales y los vecinos españoles reclamaron como dominios propios y del rey. La presencia colonial tuvo impactos innegables en la ecología, la economía y la configuración tribal de la región; pero siguió siendo precaria en esta frontera abierta, sujeta siempre a negociaciones con los cacicazgos y las bandas que la poblaron. La frontera de corredores tuvo sus raíces en los siglos precolombinos. Una compleja historia de movimientos e intercambios que ligaban a Mesoamérica con los espacios del norte, en diferentes etapas, atestigua la importancia de las migraciones en la formación cultural de los paisajes y de las sociedades en las regiones fronterizas más allá de la gran chichimeca. El avance hacia el norte, de ciertos grupos mesoamericanos que se mezclaron con las poblaciones autóctonas, enriqueció sus adaptaciones en horticultura para producir diferentes variedades de maíz y otros cultivos, así como para experimentar con el manejo de agaves, cactáceas y otras plantas semi silvestres. Los intercambios de larga distancia comprendían tanto bienes rituales y suntuarios —turquesa, conchas y plumas— como materiales líticos, comestibles y pieles curtidas de bisonte y venado. La gente, los productos y las ideas se movían a través de redes de caminos y sendas que comunicaban urbes como La Quemada, Chalchihuites y Casas Grandes con las aldeas de las serranías y las rancherías de las grandes llanuras. Las incursiones de los mesoamericanos hacia el norte durante el primer milenio de nuestra era no sucedieron sin conflictos. Si bien los corredores abrieron un panorama vasto de conocimientos y espacios nuevos, su secuela histórica implicaba una secuencia de guerras y rivalidades territoriales en un proceso lento y complejo de fronterización.10 Esta historia de avances y retrocesos mesoamericanos condicionó las primeras entradas de los españoles en el siglo XVI, cuyas expediciones atravesaron esta frontera de corredores guiadas por legiones de mesoamericanos que sirvieron de intérpretes y eslabones entre diferentes pueblos y territorios.11 Para concluir esta breve exposición de los procesos históricos de larga duración que dieron forma y vida a una región fronteriza, haré hincapié en los conceptos de espacios fluidos y de procesos posglobales. Hablar de espacios fluidos afirma la idea del espacio como el producto de múltiples procesos históricos, dinámico y cambiante a raíz de la acción humana.12 Para expresar la cualidad histórica de la producción de espacios fronterizos, en cambio, me parece más adecuado hablar de ciclos de globalización que de procesos “posglobales”. Las configuraciones de la frontera en el gran septentrión mesoamericano, novohispano y mexicano implican distintas dimensiones de reciprocidad entre lo local y lo global. Los ciclos de globalización trazan nexos de corta y de larga distancia entre los desiertos y las cordilleras, atravesando las llanuras hasta el Mississippi. Su fuerza histórica trasciende la retórica del momento y desafía los intentos de erigir barreras en contra del flujo milenario de los corredores y de la gente que construye la frontera.
Imagen de portada: Eric Almanza, We Dream of Ways to Break These Iron Bars, 2016.
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Entrevista con Yesenia Pedro Vicente por Joel Hage, 11 de abril de 2013, R-0679. Southern Oral History Program Collection #4007, Southern Historical Collection, Wilson Library, University of North Carolina at Chapel Hill. newroots.lib.unc.edu/items/show/19. ↩
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Sandra M. Gonzales, “Colonial Borders, Native Fences: Building Bridges between Indigenous Communities through the Decolonization of the American Landscape,” en Comparative Indigeneities of the Americas. Toward a Hemispheric Approach, M. Bianet Castellanos, Lourdes Gutiérrez Nájera, Arturo J. Aldama, (eds). University of Arizona Press, Tucson, 2009, p. 309. ↩
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Fortaleza de la Mujer Maya, Teatro FOMMA, San Cristóbal de las Casas, Chiapas; Juan Rulfo, El Llano en llamas y otros cuentos, Fondo de Cultura Económica, México, 1953; Sandra M. Gonzales, “Colonial Borders, Native Fences”; Sandra Cisneros, The House on Mango Street, Salem Press, Pasadena, 2011; Nepantla: liminalidad y transición: escritura chicana de mujeres, UNAM, México, 2015; Gloria Anzaldúa, Light in the dark=Luz en lo oscuro: rewriting identity, espirituality, reality, Duke University Press, Durham, 2015. ↩
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Eric V. Meeks, Border Citizens: the Making of Indians, Mexicans, and Anglos in Arizona, University of Texas Press, Austin, 2007; Thomas G. Andrews, Killing for Coal. America’s Deadliest Labor War, Harvard University Press, Cambridge, 2008; Friedrich Katz, La guerra secreta en México: Europa, los Estados Unidos y la Revolución Mexicana, Ediciones Era, México, 1998. ↩
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Francisco E. Balderrama, Decade of Betrayal: Mexican Repatriation in the 1930s, University of New Mexico Press, Albuquerque, 2006. ↩
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Brian DeLay, War of a Thousand Deserts: Indian Raids and the U.S.-Mexican War, Harvard University Press, Harvard, 2008; Matthew Babcock, Apache Adaptation to Hispanic Rule, Cambridge University Press, NY, 2016; Cuauhtémoc Velasco Ávila, La frontera étnica en el noreste mexicano. Los comanches entre 1800-1841, CIESAS, CND/INAH, México, 2012. ↩
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Thomas E. Sheridan, Landscapes of Fraud: Mission Tumacácori, the Baca Float, and the Betrayal of the O’odham, University of Arizona Press, Tucson, 2006. ↩
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Patricia Medina, “‘Estar en el lomo de la tierra’. Configuración del espacio social yoreme mayo a través de sus enramadas. Sinaloa, México”, en Las vías del noroeste II: Propuesta para una perspectiva sistémica e interdisciplinaria, Carlo Bonfiglioli, Arturo Gutiérrez, Marie-Areti Hers, María Eugenia Olavarría (eds.), UNAM, México, 2008, pp. 319-346; Enriqueta Lerma Rodríguez, El nido heredado. Estudio etnográfico sobre cosmovisión, espacio y ciclo ritual de la tribu yaqui, tesis doctoral, UNAM, México, 2011; María Eugenia Olavarría, Cruces, flores y serpientes. Simbolismo y vida ritual yaquis, UAM, Plaza y Valdés, México, 2003. ↩
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Carlo Bonfiglioli et al. (eds.), Las vías del noroeste I, II, III, UNAM, México, 2006-2011; Fernando Berrojalbiz, Paisajes y fronteras del Durango prehispánico, UNAM, México, 2012; Cecilia Sheridan Prieto, Fronterización del espacio hacia el norte de la Nueva España, CIESAS, México, 2015; Marie-Areti Hers, et al. (eds.), Nómadas y sedentarios en el Norte de México, UNAM, México, 2000. ↩
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