Si (como el griego afirma en el Cratilo) el nombre es arquetipo de la cosa en las letras de rosa está la rosa y todo el Nilo en la palabra Nilo. Jorge Luis Borges
Para Marité Fernández, porque éstas y otras de mis palabras no son más que una nota a pie de página de sus reflexiones sobre discapacidad
Hace 25 siglos, en Crátilo, Platón planteó las dos posibles respuestas a la pregunta acerca de la relación entre el lenguaje y el mundo: o las cosas y sus nombres tienen un vínculo natural que refleja una esencia común, o más bien no hay una relación intrínseca entre ambos y es por convención que nombramos. El filósofo también afirma que el lenguaje no es relevante para el conocimiento de las cosas y, al contrario, si la razón se ocupa de éste puede ser inducida al error —precisamente lo que hacen los poetas—. Las consecuencias de este desdén por el lenguaje se hacen patentes cuando, en República, Platón delinea su visión del Estado ideal y señala que hay ciertas personas que no merecen ser nombradas porque “se sitúan junto a los peores, por su nacimiento defectuoso” y que, por tanto, deben ser escondidas en “un lugar sin denominación ni manifiesto como corresponde”. Si, como señaló Alfred Whitehead, “toda la filosofía occidental se reduce a notas a pie de página en los diálogos de Platón”, puede entenderse cómo la discapacidad, desde la reflexión sobre el vínculo entre lenguaje y mundo, ha sido invisibilizada o desterrada del ámbito de la política, cuyos acuerdos se tejen con palabras y entre quienes son libres e iguales para utilizarlas. La Modernidad, en contraste, respondió a la pregunta por el lenguaje señalando que es un medio para crear acuerdos que nos permiten vivir civilizadamente. Es decir que, aunque compartimos con los animales el instinto y la capacidad de depredación, hay algo en lo que nos diferenciamos radicalmente; a saber, la posesión del lenguaje como recurso para hacer promesas de respeto y cuidado mutuo que nos permitan remontar tal estado de naturaleza. En este sentido, la teoría del contrato social caracterizó los acuerdos justos frente a los que cedemos una parte sustantiva de nuestra libertad, como aquellos que podríamos imaginar que son producto de un consenso entre quienes son igualmente libres, racionales y productivos. Sin embargo, aquí ocurrió una trampa en la forma de nombrarlos: quienes participan en el contrato son libres porque no dependen ni necesitan del cuidado de otros; son racionales porque conocen el mundo a través de sentidos e intelecto que funcionan con ciertos parámetros mayoritarios, y son productivos porque su trabajo aumenta el capital común. Si para Thomas Hobbes el loco es quien no reconoce la justicia porque no puede anidar en su corazón, y si para John Locke el idiota es como un niño sin discernimiento y un anciano sin control de su cuerpo, la discapacidad que se nombra de estas maneras aparece como un contraejemplo respecto de quienes sí pueden ser reconocidas como personas con derechos. Entre el horizonte antiguo y moderno del pensamiento hay una continuidad: la exclusión de las personas con discapacidad apoyada en el lenguaje que las nombra de manera distorsionada, que resta humanidad, cancela la empatía y nos convence de que esto no es injusto, sino un saldo necesario en el proceso de racionalización de la política. Probablemente nunca sabremos si las palabras y las cosas comparten alguna esencia. Lo que sí tenemos es la evidencia, dada la discriminación que viven las personas con discapacidad, de que las palabras cosifican, deshumanizan y excluyen a quienes se apartan de las funcionalidades regulares. Ir contra esta forma de pensar y de nombrar es una tarea titánica, pues no surgirá espontáneamente una mirada colectiva que se haga cargo de la historia de barreras físicas y actitudinales que hemos colocado entre las personas con discapacidad y sus derechos. Por eso tiene sentido reflexionar brevemente sobre la manera en que el así llamado modelo social de la discapacidad —una de las grandes ideas civilizatorias de nuestro tiempo, junto al feminismo o la desacreditación de la raza como categoría discriminatoria— constituye un parteaguas en el uso del lenguaje para crear y recrear públicamente esta condición.
Este modelo —expresado de manera paradigmática por la Convención de Naciones Unidas sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad del 2006— desata el nudo históricamente presentado como indisoluble entre la discapacidad, la exclusión y el lenguaje. Lo anterior se alcanza al articular un discurso que define a la propia discapacidad como el resultado de la interacción entre, por una parte, las deficiencias relacionadas con la movilidad, la visión, la audición, la comprensión o la vinculación social y, por la otra, el entorno que no cuenta con las condiciones de accesibilidad para que las personas que las experimentan lo puedan transitar y habitar libremente. Así, la discapacidad, por un acto de alquimia lingüística, no es más un destino inescapable ni un lastre, sino un rasgo de humanidad, entre otros, que define a la persona. Si, como señalaba Martin Heidegger, nacer es caer en un entramado de discursos previamente constituidos, donde las personas pueden constatar o no su fragilidad a partir del lugar que las palabras les asignan, en el caso de la discapacidad este cambio de perspectiva implica una manera más segura y digna de transitar no sólo el lenguaje sino también el mundo. Antes del modelo social existieron otras maneras de nombrar la discapacidad. Hace muchos años, en la época clásica que funda la civilización, las personas con esta característica se consideraban un lastre y, por eso, se aconsejaba deshacerse de ellas desde el nacimiento; o, si la discapacidad ocurría en el curso de la vida, se eximía a la comunidad de la responsabilidad por protegerlas y evitar su expulsión del mundo común. Enfrentarse con la discapacidad, entonces, era lo mismo que reconocerla como un infortunio que más valía apartar cuanto antes de la mirada y del contacto. En este sentido, el así llamado modelo de prescindencia de la discapacidad depende de un discurso que destaca las mil y una maneras en que una persona puede deslizarse por accidente fuera de la sociedad a causa de la discapacidad, sin que esto implique responsabilidades ni culpa. Como ha señalado Andrew Solomon, con las palabras transformamos en metáfora una violencia que es real y, así, la naturalizamos: las manzanas infectadas por la plaga caen del árbol; los polluelos poco aptos para la vida son echados del nido por la madre; se prescinde de las personas con discapacidad y, así, se les evita el sufrimiento de intentar adaptarse a un mundo del que la naturaleza las ha expulsado. Luego se produjo en la Modernidad lo que Norberto Bobbio (inspirado en Immanuel Kant) denominó giro copernicano: se colocó en el centro del sistema político a la persona, su dignidad y derechos, mientras que se desplazó hacia sus órbitas la estabilidad y cohesión sociales. Así, en la Declaración de Independencia de Estados Unidos, de 1776; en la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, de 1789, y en la Declaración Universal de los Derechos Humanos, de 1948, resuena la misma idea con diferentes palabras: es una verdad evidente que todas las personas nacen con derechos, que éstos les permiten participar y expresarse en comunidad, y que no se debe obediencia ni sumisión a un gobierno que no los respeta. Hay que recordar que la Modernidad heredó de la Antigüedad clásica la idea de que ser una persona significaba ser capaz de aparecer en público con una máscara que, como en el teatro, amplifica la voz y obliga a los otros a centrarse en el valor de los argumentos y no en la identidad de quien los sostiene. A las personas con discapacidad, históricamente se les ha negado esta posibilidad. De nuevo, y a través de las palabras, se introdujo una excepción: la discapacidad reduce todos los derechos a uno solo: a saber, el derecho de la persona a ser rehabilitada, sanada y devuelta —ya no como ella misma, sino como otra— al mundo común. Es éste el modelo médico de la discapacidad que la hace aparecer como enfermedad, anomalía y desviación respecto de la normalidad. Michel Foucault señaló que la Modernidad necesitó de la locura, que afecta la mente y deforma el cuerpo, así como de las palabras, para horrorizarnos frente a ella; como una manera de recordarnos, por contraste, lo que es auténticamente una persona. De manera precisa, el lenguaje asociado con este modelo no escatima adjetivos que se convierten en un lastre del que la persona con discapacidad debe desprenderse a través de tratamientos médicos y rehabilitación si quiere ser una persona sin más. Ellas son seres enfermos, insanos, atrofiados, trastornados, afectados y adoloridos, de quienes la ciencia debe ocuparse antes de que puedan aparecer en público. Así, el lenguaje del modelo médico transforma los prejuicios y estigmas a propósito de la discapacidad en un cerco sanitario para evitar el contagio, en un vocabulario científico esterilizado de cualquier rastro de humanidad. Si, según Angela Davis, el feminismo es la idea radical de que las mujeres también son personas, el modelo social incluye la extrema y contraintuitiva noción —sobre el trasfondo de este lenguaje discriminatorio tan arraigado— de que las personas con discapacidad también son seres humanos. Por eso es que este modelo también constituye un giro copernicano que coloca en el centro de interés a la persona, su dignidad y derechos, mientras se expulsa del sistema la justificación de la discriminación con base en la propia discapacidad. A continuación señalamos tres de los elementos conceptuales del modelo social de la discapacidad y sus consecuencias para el lenguaje. En primer lugar, la definición dinámica de discapacidad como resultado de la interacción entre las deficiencias funcionales y el entorno carente de accesibilidad evita reducir la identidad de quienes viven con esta característica a uno de sus rasgos. De hecho, anteponer la idea de persona a la condición de discapacidad, en lugar de utilizar sustantivos que no distinguen entre el individuo y dicha condición, tales como discapacitado, lisiado o inválido, revela que las vulneraciones a sus derechos son consecuencia de un entorno que ha sido construido alrededor de cuerpos estandarizados que oscurecen otras formas de existir. Las personas con discapacidad no son vulnerables en esencia ni depositarias naturales de desigualdades. En segundo lugar, el modelo social y la Convención en la materia afirman que no hay derechos especiales para las personas con discapacidad, sino que ellas deben poder ejercer todos los derechos reconocidos en la normatividad nacional e internacional, a partir de una identificación de los contextos de discriminación, que deben ser removidos. En este sentido, ellas no tienen capacidades diferentes o habilidades infra o suprahumanas que justifiquen los adjetivos que las infantilizan, que las convierten en pruebas que dios impone a ciertas familias, o que les niegan la expresión de su voluntad.
En tercer lugar, el modelo social se posiciona críticamente frente al capacitismo, es decir, el paradigma que afirma que el valor de una persona depende principalmente de la posesión de capacidades y funcionalidades que expresa el promedio estadístico. Si el contacto con la discapacidad es todavía para muchas personas algo inusual por la discriminación estructural, cuando ella irrumpe, generalmente elegimos de entre el arsenal de prejuicios y estigmas que hemos aprendido durante toda la vida aquellas palabras que nos parecen más adecuadas para construir el vínculo. Ofrecer a alguien ayuda, sobreprotegerlo, utilizar diminutivos, magnificar la pericia por actos cotidianos o ensalzar la diferencia no son más que cortesía si los utilizamos para interactuar con alguien que consideramos igual; pero estas mismas palabras pueden expresar condescendencia, paternalismo o incluso desprecio si materializan una visión de excepcionalidad o incluso exotismo, como la que históricamente se ha cernido sobre la discapacidad. De manera afortunada, el lenguaje es plástico y expresa tantas miradas sobre el mundo como personas lo utilizan. El día de hoy se discute la idoneidad de que el modelo social y la Convención sobre discapacidad la sigan caracterizando como deficiencia, porque parecería imposible no vincular tal denominación con las visiones médicas o de prescindencia. Hay entonces una tendencia a promover la sustitución del término discapacidad por diversidad funcional para señalar que todos tenemos distintas formas de desplegar nuestros deseos y capacidades, cada una de ellas igualmente valiosas. Tom Shakespeare ha señalado que acaso el gran flanco de crítica hacia el modelo social de la discapacidad sea que su énfasis en el entorno y en la discriminación estructural acabe diluyendo la especificidad de los cuerpos y subjetividades que, de origen, representan múltiples desafíos para su inclusión plena y no sólo los relacionados con la accesibilidad. Mi posición —provisional como todo debate sobre cómo mejorar la protección de los derechos humanos— es que nombrar y referir diversidades funcionales en lugar de discapacidades o deficiencias podría conducir a una falsa percepción en el sentido de que la accesibilidad y el diseño universal se han logrado ya; que la discapacidad es aceptada como una forma entre otras de la diversidad humana; que, por tanto, la discriminación asociada se ha erradicado, y que ya no se necesitan nuevas medidas para lograr la igualdad de estas personas en espacios tan importantes como los que definen los derechos a la salud, educación, empleo, seguridad social o procuración de justicia. Finalmente, quiero señalar que, si el lenguaje excluye, también puede hacer avanzar la inclusión. En su Carta sobre el humanismo, Heidegger afirmó que “el lenguaje es la casa del ser”: existir implica vivir en un entramado de palabras del que nadie es responsable como autor pero cuya arquitectura vamos modificando todos con el uso. Uno puede sentirse cómodo o no en su casa, pero lo importante es cómo vamos acondicionando ese espacio para que sea propio, nos resguarde y exprese quiénes somos. Si el lenguaje cumple efectivamente la función de contener la existencia en el mundo común, también podría ser la herramienta para hacerlo habitable en un sentido auténticamente humano. Para este propósito y en el caso de la discapacidad, el modelo social tiene como punto de partida reconocer como incompatibles con la dignidad todas aquellas metáforas y expresiones que la identifican con la enfermedad, la carencia o la irrelevancia. El objetivo último de este modelo es la construcción de un mundo donde no existan barreras físicas ni actitudinales, pero tampoco un lenguaje donde la desigualdad, el desprecio y la conmiseración puedan enquistarse para trastocar de nuevo el orden igualitario al que aspiramos las personas con y sin discapacidad. Nombrar con dignidad y empatía la discapacidad no es, como se nos ha hecho creer, eludir la responsabilidad colectiva o una forma insincera de corrección política. Esta tarea, más bien, consiste en subvertir de manera consciente la relación con un lenguaje que hemos utilizado durante mucho tiempo para suspender la humanidad de las personas con discapacidad. La casa del ser que acondicionemos con un lenguaje incluyente, quizá, nos resultará extraña e incómoda al principio porque implica compartirla con quienes no estábamos acostumbrados a observar como iguales. No obstante, mantener la inercia en lo que se refiere a la construcción de nuestra morada, a partir de palabras discriminatorias y discursos excluyentes a propósito de la discapacidad, pone en duda no sólo nuestra común humanidad y las posibilidades de empatía, sino que se vuelve una amenaza y un cuestionamiento para la justicia y la vigencia del Estado democrático de derechos.
Imagen de portada: Facundo Gabriel Bento @facu.arte, 2020. Cortesía del artista