Una corbata y una toalla color vino

Agua / panóptico / Junio de 2020

Pablo Ferri

I

Siempre se ha levantado temprano y eso no cambió con la pandemia. Sale de la cama, se baña, desayuna y se planta delante del ropero, lánguido como la luz lechosa que empieza a romper la negrura, a medio hacer entre el médico que fue y el que es ahora. Casi no ha tenido que pensar, pero lo hace cuando se da cuenta de que tiene una corbata en la mano. Una corbata que no va a necesitar. Son las seis de la mañana. Ropa interior. Pijama quirúrgico. Silencio. No hay tráfico camino al hospital y tarda 15 minutos en llegar. Se sienta y lee. Periódicos, artículos de divulgación. Escucha un podcast de The New England Journal of Medicine, lee el Jama Journal, que cada día publica artículos nuevos sobre la COVID-19… Repasa la conferencia de prensa sobre el coronavirus del día anterior. La mañanera todavía no empieza. Y cuando empieza, él ya ha dejado de leer, de escuchar podcasts. A las siete inicia su turno.


Llegó ya sin fuerza y le hicieron una tomografía. No sabe qué vieron los médicos, si se asustaron o no. Si les parecía normal. Lo único que sabe es que enseguida la intubaron. Durmió durante nueve días mientras una máquina respiraba por ella. Y cuando despertó y la trasladaron, ella preguntó, “Pero, ¿por qué me dejan aquí?” Una enfermera le contestó, “Es que aquí va a descansar.” Y ella replicó, “Es que yo no necesito descansar.” Despertar fue raro. Como estaba totalmente desorientada, se esforzó por fijar su mente en los pasos que daba. O las vueltas que le hicieron dar, ella a bordo de su cama, por los pasillos del hospital: no caminó en días. “Salí de una puertita y me llevaron hacia un piso”, dice, como si todavía viera al camillero y la enfermera. “Pero yo no sabía… Les pregunté, ¿y mi hijo? Y me llevaron por un pasillo y me ingresaron a un pabellón. Yo supongo que me desintubaron y me llevaron ahí, porque no me acuerdo de más”, añade. “Me dejan ahí. Y luego me llevan a un cuarto grande con cuatro camas, pero estaba yo sola.”

II

No cuenta cómo pasó el fin de año, pero sí que aquel día, 31 de diciembre, “describieron” el virus. Suena bonito, describir. Un verbo clasemediero que en boca de un neumólogo adquiere volumen, prestigio. “Hay virus que se contienen muy bien y en un principio no me imaginé que fuéramos a tener el problema que tenemos”, dice. “Uno piensa que lo mejor es que no hubiera salido de Wuhan, que no se hubiera extendido”, añade. Pero salió. Mientras lo describían, salía. Mientras decían, “es un virus de la familia del sars, no es tipo influenza”, el virus salía. En el hospital, el neumólogo y sus compañeros empezaron a consultar la información que publicaba la Organización Mundial de la Salud, los Centers for Disease Control, el CDC gringo… “Al principio todo era desconocimiento, lo que podría hacer el virus, la cantidad de personas que estaba matando, las medidas de contención chinas.” Con el tiempo, llegó a México. Y con el tiempo, el neumólogo redujo su actividad a este hospital, uno de los más importantes de la Secretaría de Salud en la Ciudad de México. Ya no dio consultas presenciales en la práctica privada, si acaso por teléfono. Soltero y sin hijos, su vida se redujo a atender a pacientes que no podían respirar.
Descansó, ¿qué otra cosa podía hacer? Estaba tan asustada que no se atrevió a preguntar nada más hasta el día siguiente. Había asumido que el hospital quedaba cerca de su casa, pero no. “El domingo ya les pregunté en qué día estábamos y en qué fecha. Y en qué parte estaba. Y por mi familia. Y me empiezan a decir, ‘Su familia está bien’. Pero yo por mi sueño pensaba que me habían escondido, que me iban a hacer algo.” Fue un sueño terrible, el único que recuerda. Su hijo discute con un médico, una discusión fuerte, casi a golpes. Y ella le grita que no discuta, que no haga nada, porque si no, no la van a atender. Pero su hijo no escucha, porque ella está en realidad al otro lado de un vidrio, encerrada en un cuarto, y aunque ella sí oye lo que su hijo y el médico gritan, ellos no la escuchan. “Y yo le decía a mi hijo, no te pongas a pelear, no me van a atender.”

Médico. Fotografía de Ashkan Forouzani, 2020

III

En 2009, cuando la epidemia de influenza golpeó México, el neumólogo era preinterno. Esto es, aún estudiaba, apenas empezaba a trabajar y vivía en Guadalajara. Hacía prácticas en ginecología y pediatría. Cuando la influenza empezó a expandirse lo mandaron a casa. No recibía sueldo y los encargados del hospital no querían arriesgarse a que le pasara nada. Han pasado 11 años y el neumólogo coordina ahora la atención médica en el hospital. Hay cinco médicos en su familia, entre ellos un infectólogo y un neumólogo. Eso lo influyó. “Uno de los síntomas más feos que le puede pasar a alguien es sentir que le falta el aire. Y ayudarle cuando le pasa eso es una sensación muy buena como especialista. No es lo mismo un dolor en un dedo a la falta de aire.” Un médico que batalla contra la COVID-19 en un hospital de vanguardia se parece al bombero que cava un cortafuegos ante un incendio que avanza: los dos ven lo peor de lo peor. Al neumólogo le llegan los pacientes más graves, con niveles de oxígeno en sangre bajísimos, incapaces de respirar por sí solos. “Los pacientes tienen miedo. La información que tienen es la que ven en las noticias y todos tienen el miedo de que se vayan a morir”, cuenta.
Los enfermeros le preguntaban por sus cosas, datos de su vida, ”¿Dónde fue tu boda?” Querían saber si estaba bien. Ella dijo, “No sé, no recuerdo nada.” Aún pensaba que igual iban a hacerle algo, que por eso estaba allí, porque alguien quería hacerle algo. Y recordaba un pensamiento que cree que tuvo antes de ingresar: “¿Y si en lugar de salvarme, me matan?” Por la tarde se dio cuenta de que estaba respirando bien. Y entonces dedujo que en el hospital le habían salvado la vida. Se sintió más tranquila, pero no del todo: todavía no había hablado su familia. Y tenía hambre, se moría de hambre y sed. No recuerda cuáles fueron sus primeras comidas, pero cree que todo el tiempo comía por dos personas.

IV

En las terapias intensivas con ventilador despertar al paciente es una de las partes más delicadas. “Cuando la infección se controla, vamos despertando poco a poco al paciente, poco a poco va recuperando su conciencia”, explica el neumólogo. “Si no usas sedantes, muchos pacientes despiertan y al verse con muchos cables y el tubo se inquietan. Tiene que estar completamente despierto para quitarle el tubo.” Algunos sufren delirium. Los efectos dependen de cada uno. Pueden ser alucinaciones, tener pláticas sin sentido o sentir punzadas en las piernas. Por eso les hablan a los pacientes. Les hablan mucho. En el contexto de la pandemia, hay casos en que han despertado varias veces al paciente y lo han tenido que sedar de nuevo, por los nervios. Así que hablar es clave. El neumólogo dice que las pláticas empiezan antes de despertarlos. La enfermera, el enfermero, es el escudero del paciente. Quien más pendiente está. Y le hablan. Le piden permiso para sacarle sangre, para moverle un brazo. “Cada turno, una enfermera les pone música”, dice.
La paciente, que tiene 55 años, habló con su familia recién el martes por la tarde. Ese día, su enfermera le llevó una bolsa. Hasta entonces aún albergaba dudas sobre todo aquello: la enfermedad, su estancia allí. ¿Y si mi familia no sabe nada de lo que ha pasado? No eran dudas razonables, era como un escozor espiritual, como si tuviera pasto entre los pulmones y el corazón y le diera una comezón un tanto desagradable, no tan molesta como para salir corriendo, pero sí para rascarse sin parar. Dentro de la bolsa, la señora vio una gran toalla color vino. ”Ahhh, no, ¡sí es mi familia!”, se dijo. “Era una toalla de mi hija. Creo que se equivocaron y en vez de mandarme una mía, me mandaron la de mi hija.” Fue una confusión muy feliz. Dentro había también un celular, uno de esos antiguos, con botones. Y unas chanclas. La señora sacó el teléfono de la caja, porque era nuevo, pero no sabía cómo funcionaba, no sabía marcar. Le daba vergüenza decirle a las enfermeras. Y esperó. Esperó a que alguien llamara. Era su hija. Por un momento se asustó, porque de normal es su hijo el que llama. Le preguntó, ”¿Tu hermano cómo está?” Bien, le dijo ella. Le contó que había salido a comprar unas cosas. Al rato colgaron. Y a la media hora llamó su hijo. Fue entonces cuando se quedó tranquila del todo.

V

El neumólogo está seguro de que México necesitará camas de terapia intensiva y especialistas. “Mucha gente ha tenido dificultades para tener lugar donde quedarse hospitalizada. Es difícil para los pacientes saber dónde puedes ser atendido.” Hay una app, le digo. La app dice que en tal hospital hay lugar, pero la realidad es que cuando llegas allí, aunque esté en verde, puede que haya mucha gente esperando, o que no haya ventiladores. Y los pacientes batallan mucho.
La señora salió el sábado, una semana después de despertar. Y estaba harta. No la habían dejado tranquila y, lo peor, no la dejaban bañarse en la regadera. Se tenía que limpiar con toallitas. Llegó a su casa, donde vive con sus dos hijos y su marido. Lo primero que hizo fue encerrarse en el baño. Abrir la llave del agua. Desvestirse. Sus hijos le había colocado una silla bajo la regadera y ella se sentó y dejó que el agua le rozara la piel, la empapara. Y cada gota era como parte de un pasado que la envolvía, partes de recuerdos arrinconados que volvían. Hacía décadas que salió de Atlacomulco y se instaló en la Ciudad de México. Había trabajado duro, batallado y batallado. Ahora dirigía su propio negocio de venta de frutas. Y… de repente, todo volvía al virus. “Me tuve que contagiar en la Central de Abastos, ¿dónde si no?”, dijo. La señora estuvo bajo el agua hora y media.

Imagen de portada: Un médico atiende a un paciente intubado. Fotografía de Pacific Fleet, 2020