Somos náufragos de balcón. Nos saludamos de lejos desde las naves apestadas, con señas, mensajitos, gritos largos que atraviesan a medias las corrientes del viento de la calle. A las nueve de la noche se instaló, a través de redes y noticieros, la costumbre italiana o española de aplaudir a los profesionales de la salud que están peleando en la primera línea contra la pandemia. En Buenos Aires primero fueron los aplausos, una descarga colectiva, una nueva sensación de hermandad. Muy puntual. Alguien publicó en Twitter: Si ponés el arroz 20:50, los aplausos te indican cuando ya está listo. Otra escribió: Estábamos cogiendo con mi encuarentenado, tuvimos como hace tiempo no nos pasaba un gran polvo cósmico de orgasmo simultáneo y, cuando nos derrumbábamos en la gloria, el barrio entero nos empezó a aplaudir. Eran las nueve. Y a esa hora empezó a sonar la música. Acá tengo que decir algo cruel: no somos Cuba. La música es ponerse de acuerdo, escuchar lo que propone el otro y sumarse al tempo, a la armonía, es decir, es colaboración. Tengo idealizada musicalmente a Cuba, por culpa del Buena Vista Social Club, y por culpa de videos de YouTube que los turistas filman por las calles de La Habana. Alguien con unas congas, otro con un tres, se agrega un trompetista y una cantante por la calle, y hacen una versión de “Lágrimas negras” improvisada en un umbral, como nunca escuchaste antes. Se suman. Hacen música. En Buenos Aires empezó como una competencia de talent shows. Uno sacó los parlantes al balcón y tocó bastante bien el Himno Nacional con el bajo. Pero al día siguiente el saxofonista de la cuadra quiso hacer “Adiós Nonino”, de Piazzolla, y se superpuso con los (probablemente) hermanos que querían hacer “Música ligera”, de Soda Stereo, con batería y guitarra eléctrica y micrófono. Se chocaron las músicas. Cada uno, sordo del otro. Y no aflojaban. El ruido del infierno son simplemente dos armonías alienadas que suenan en paralelo. Esos momentos de las ferias donde se entrecruzan las canciones de dos músicos callejeros y surge de pronto la banda sonora del terror. No hubo consenso entre los músicos. Y la sensación de hermandad colectiva, la impresión de que somos una aldea global enfrentando esta dificultad, la unidad de los argentinos frente a la pandemia, se empezó a resquebrajar. Una especie de individualismo jodido se hizo notar. Muy sutil aún. Se peleaban por el prime time de las nueve para lucirse. Los músicos de monoambiente, los guitarristas de sofá, los multiinstrumentistas que se graban ellos mismos cumpliendo todos los roles de la banda en pantalla dividida, querían tener su momento, su escenario colgante. Y se pisaban. Los aplausos igual eran generosos, para uno, para otro. Bravo. Pero algo nuevo empezó a aparecer, un disenso más hondo. Quizá en la Argentina no soportamos tanto tiempo la buena onda. Estamos encerrados, caminando por las paredes y la bronca tiene que salir por algún lado. Encima tenemos la desgracia de estar pegados a un país modelo. Los dirigentes políticos uruguayos decidieron mancomunadamente bajarse los sueldos para aportar con el dinero sobrante la compra de recursos sanitarios. En la Argentina se les pidió ajuste a los ciudadanos, pero el poder político hasta el momento no se bajó los sueldos. La espuma social subió en silencio, primero. Fue creciendo la bronca de los que no los votaron. Se programó un cacerolazo. La gente se empezó a embanderar, se prepararon para la contienda. La primera noche sonaron todavía los aplausos de ánimo y apoyo humanitario, también cantó algún músico al que le quedaban aún ganas de figurar. Y a las nueve y media empezó a sonar puntual un cacerolazo tintineante, de teflón, nada de aluminio tóxico y ruido a lata, un cacerolazo wok, cacerolazo Essen, acero alemán, templado, casi cuenco tibetano. Cuando se silenció el ruido, una mujer les gritó en el balcón con la furia de sus pulmones sanos: “¡Barrio de garcas, barrio de desagradecidos, cacerolean, caceroleensé la chota!” Alguien la grabó con el celular. Se viralizó en tiempos del coronavirus la reacción de la mujer empoderada. A la noche siguiente ya el aplauso de las nueve fue claramente de apoyo al gobierno y el cacerolazo fue antigobierno. Y aparecieron gritos a los caceroleros: “¡Garcas! ¡Gorilas! Viva Perón, carajo!” Insultos cruzados, de edificio a edificio, de balcón a balcón. La violencia del encierro abrió las jaulas de la cuarentena y los gritos desaforados llenaron el aire de las cuadras. A la mierda con la hermandad sanitaria. ¡Qué lindo putearse! Desde el anonimato oscuro de la cuarentena pandémica, putear a otro desde la sombra. Cada balcón un púlpito, un paraavalancha donde aguantar los trapos, orgullo de barra brava que muere peleando solo, porque el otro es todo lo que pensaste y peor, peor, es más gorila, es más peroncho, es el enemigo, es todo lo que está mal, es el culpable de la miseria de este país hermoso. ¿Y el aplauso emocionado? ¿Y el aviso de Coca Cola —aún no filmado pero ya protagonizado por todos— con la humanidad cantándole a enfermeros y médicas y camilleros? ¿Y los ojos húmedos del amor por el prójimo? Qué poco que duró. Mientras tanto en el planeta se apilan los muertos. Buscan camiones frigoríficos para guardarlos. Los dejan abandonados en las calles. Improvisan morgues en pistas de patinaje sobre hielo. Crece la cuenta de las bajas. Se viene el Apocalipsis pero vos estás peleado con tu vecino. Hace quince días estabas preocupado por algo que sucedía del otro lado del mundo, pero no sabías que tu vecino necesitaba unos pesos para los remedios de su hijo. Ahora lo conocés, sabés que es del partido político contrario. Lo marcaste. Le hiciste la cruz. Inquina, saña, veneno, guerrita de carteles en el ascensor, denuncias, ejércitos de sombras para la puerta de al lado. Afuera, sin cuarentena, deambula gente desesperada. ¿Quién te va a salvar dentro de algunas noches cuando llegue el fin del mundo? ¿Y vos, a qué náufrago vas a sacar del agua negra?
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Imagen de portada: Un balcón en San Telmo. Fotografía de audrey_sel, 2007. CC