Cuando el pelotón de soldados del ejército y los agentes de la Magav (la guardia fronteriza israelí) empezaron a disparar gases lacrimógenos y a apuntarnos con sus fusiles M16, que no sabíamos si estaban cargados con balas de plomo o de acero con recubrimiento de caucho, salimos corriendo por el bosque. Algunos muchachos de la aldea palestina de Safa, en las cercanías del pueblo cisjordano de Beit Ummar, al sur de Jerusalén, trataron de defenderse lanzando piedras, pero la nube química era demasiado densa: nos ahogaba y hacía que la piel y los ojos nos ardieran, y el desborde de lágrimas no causaba alivio. Los soldados amenazaban con disparar o arrestar incluso a periodistas como nosotros. Con la vista nublada, escapamos entre los árboles y luego por las terrazas de huertos de olivos, con una pequeña ventaja: el despliegue de las tropas fue interrumpido por unos valientes que, soportando el gas y los golpes, se interpusieron para darnos a los demás tiempo de huir. Al llegar a la aldea, sobre la que los soldados arrojaban más tubos de gas lacrimógeno, que caían en hogares con mujeres y niños, descubrí que mis cuatro amigos no habían corrido con nosotros. Una fotorreportera me encontró junto al carro en el que habíamos venido y me entregó las llaves. No debía esperarlos: con sorpresa me enteré de que los valientes que nos habían protegido con sus cuerpos, igual que ella, eran judíos israelíes comprometidos en la lucha contra la ocupación de Palestina. Sabían que serían detenidos y golpeados, y que los someterían a un proceso judicial. Pero su suerte sería mejor que la de cualquier palestino que, si caía en manos de la Magav, podría morir o, cuando menos, sería torturado y mantenido en prisión sin juicio por el tiempo que sus captores quisieran, antes de pasar a disposición de un juez que seguramente le impondría una sentencia por terrorismo.1
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El objetivo declarado de las acciones militares y policiacas del gobierno israelí es darle seguridad al Estado de Israel y a los colonos judíos en territorios palestinos, y garantizar que cualquier judío del mundo que haga aliyá2 estará tranquilo. Además de fracasar en los dos primeros propósitos, sus ofensivas bélicas y el régimen opresivo que impone en las tierras palestinas ocupadas provocan olas de indignación y protesta específicamente contra sus políticas violatorias de los derechos humanos, que son utilizadas como pretexto para alimentar, expandir y justificar discursos y actos de racismo indiscriminado contra judíos, sin importar si pertenecen a las fuerzas armadas de Israel o no. Aparentan protestar contra la injusticia promoviendo más injusticias y se desacredita, así, el movimiento legítimo de rechazo a la ocupación israelí.
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Muchos judíos y judías del mundo refutan las afirmaciones del gobierno israelí cuando dice que actúa en su nombre. Pero los antisemitas coinciden con los dirigentes israelíes al asumir que sí lo hace. Cada vez que muelen a golpes a un joven palestino, que arrestan y encarcelan a una activista adolescente, que los bulldozers derriban hogares beduinos, que los drones asesinan a un líder comunal gazatí o que hay un bombardeo aéreo sobre un barrio, alguien en un lugar lejano proclama que los judíos tienen que pagar ahí donde se encuentren, aunque no tengan nada que ver ni idea de lo que ocurrió, o incluso aunque se opongan a tales abusos. La acusación de que por ser judíos son cómplices siempre ha sido falsa y cada año lo es más, en la medida en que la política israelí se ha corrido más y más a la derecha y en que sus acciones resultan más claramente excesivas y abusivas ante los ojos de una creciente cantidad de judíos. Numerosas organizaciones judías fuera de Israel manifiestan regularmente su desacuerdo con las políticas del gobierno israelí, algunas guardando una crítica moderada, como la estadounidense J-Street,3 pacifista, y otras, sosteniendo un encendido activismo pro-palestino, como Jewish Voice for Peace.4
Esto no es fácil: estas personas son acusadas de abrir divisiones en comunidades que enfatizan la importancia de mantener la unidad como medida fundamental de protección en entornos agresivos. Así como usan injustamente el término “antisemita” para tratar de neutralizar a los no judíos que hemos cubierto el conflicto, inventaron incluso un término específico para desacreditarlos: el concepto “self-hating Jew” (o “judío que se odia a sí mismo”, en español) fue fabricado para difamar a los judíos disidentes y críticos. Con él han atacado, por ejemplo, a gente como el renombrado académico judío estadounidense Norman Finkelstein, hijo de sobrevivientes del ghetto de Varsovia y de campos nazis de concentración, y descendiente de otras víctimas del Holocausto. Como tal, Finkelstein ha criticado y desmontado el discurso de quienes intentan usar el genocidio para justificar otras tragedias, como la palestina.5 Una vez que a alguien le colocan esa etiqueta, se le excluye de ciertos grupos sociales y se le priva de oportunidades y apoyos en círculos que priorizan la incondicionalidad hacia Israel sobre los derechos humanos. No obstante, esos sectores intolerantes tienen una influencia limitada, sobre todo en países enormes como Estados Unidos, donde Finkelstein y los judíos críticos son acogidos en ambientes más amigables.
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Es mucho más difícil ser un judío disidente dentro de Israel. Es un país surgido en 1948 en un contexto de guerra con las naciones árabes, que combatió contra los ejércitos de esos países y que ha sufrido olas de ataques terroristas, que ha enfrentado las insurrecciones que llamamos intifadas, ha sostenido sangrientos y extendidos intercambios de fuego con Hamás en Gaza, y cada año, en la fecha religiosa del Yom Kippur, hace sonar las alarmas para que todas las actividades se detengan y la población mantenga la guardia; la seguridad nacional se erige como la preocupación prioritaria. No hay otra que compita con ella. En Israel los adultos deben entregarse al ejército. Su servicio militar es de verdad, no como el que conocemos en México: acuartelamiento prolongado, adoctrinamiento continuo, manejo de armas y combate contra enemigos reales. Los hombres dan tres años de su juventud y las mujeres dos, a partir de los 18. Es la edad en la que no sólo se forma el cuerpo, también el carácter y la mente. Esto significa que la actitud, los valores, el espíritu y el discurso militares son implantados en cada israelí. Y en aquellos que son enviados a conflicto, la experiencia de matar también. Tras concluir el servicio, cualquier ciudadano o ciudadana puede ser llamada a realizar ejercicios militares de reserva. Quienes pasaron meses de su adolescencia viviendo dentro de un tanque de guerra regresan a ese encierro con sus antiguos compañeros y reviven los viejos lazos que los unieron. Constituyen una pequeña familia que nunca se olvida.
La sociedad valora enormemente a los jóvenes veteranos, hace lo posible por premiarlos, expresa su orgullo por el servicio que cumplieron. Y castiga a quienes rompen la ley de omertá y revelan lo que hicieron o fueron obligados a hacer. También castiga a los que se negaron a hacerlo. Los trata como a traidores. Los niega y los excluye, y ellos, en los estrechos límites del pequeño Israel, no tienen más que sus esforzadas redes de solidaridad para hallar refugio.
Quienes sostienen que todos los judíos, o que al menos todos los israelíes, son cómplices del sometimiento, deberían ver a esta gente en acción y aprender de su ejemplo no sólo de osadía, también de dedicación. Los más brillantes y profundos reportajes sobre la violencia de los colonos, la Magav o el ejército han sido realizados por periodistas judíos israelíes y publicados en medios israelíes, desafiando a veces la censura que, por ley, el ejército le impone a la prensa.
Uno de esos grandes periodistas judíos israelíes que critica la ocupación es Gideon Levy.6 No lo reconocí en una playa de Tel Aviv, cuando unas mujeres bañistas lo increpaban en inglés, en el malecón Shlomo Lahat. “Shame!”, “¡Vergüenza!”, gritaban. “¡Asesino de niños!”, espetó una adolescente en uniforme militar, que como todas las demás viaja en autobús a su casa con el rifle en las manos y una muñequita colgando de la culata. Él caminó serio, evitando las provocaciones, hasta alejarse. Le hacen pagar el costo de su disidencia cada segundo.
Los informes más devastadores e indignantes sobre la incesante destrucción de vidas, de infancias, de comunidades, son documentados directamente por organizaciones de derechos humanos israelíes como B’Tselem. Shovrim Shtika, o “Rompiendo el Silencio”,7 es tal vez la que más molesta a los israelíes alineados con el Estado porque los avergüenza ahí justo en aquello de lo que están más orgullosos: el desempeño criminal de sus jóvenes, de los hijos de cualquier familia, en los campos, las aldeas y las ciudades palestinas.
Y les duele más porque esos crímenes son revelados no por otros, sino por los mismos que los cometieron, en valerosas confesiones: como adolescentes, el ejército los tomó, los manipuló y los condujo a involucrarse en asesinatos y violaciones de derechos humanos y de sus propios códigos militares, contra enemigos reales, sospechados o imaginados, contra civiles e inocentes.8
En mayo pasado, durante la más reciente ronda de ataques contra Gaza, varios veteranos de 2014 ofrecieron conferencias en las que explicaron que la selección de objetivos militares incluye deliberadamente a personas, hogares e infraestructuras civiles, en el afán de causar un daño tan duradero como sea posible, desmintiendo la propaganda oficial israelí de que su ejército respeta a los civiles y es el “más humanitario del mundo”.
Tal vez alguno de los soldados que nos persiguieron aquel día, quizás el que me apuntó a la espalda en aquel huerto de olivos de Hebrón y ordenó a gritos que me detuviera, pero no disparó aunque seguí corriendo, hoy está entre estos activistas contra la ocupación, propalestinos. Unos, por conciencia de la justicia. Otros, acaso por arrepentimiento.
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Mis amigos fueron liberados pronto. Lo que para ellos fue una detención de unas horas, para los palestinos a los que salvaron podría haber implicado estar en prisión varios años. Pero el Estado de Israel no perdona: así como el gobierno de Netanyahu aprobó leyes para dejar sin fondos a las organizaciones de derechos humanos, acusadas de atacar a la patria, a los activistas los hostiga con largos y costosos procesos judiciales. Algunos han callado. Otros se marcharon del país, hicieron yeridá, lo inverso de aliyá, porque no soportaron el acoso y la injusticia. No los podemos criticar, hicieron lo que fue posible. Muchos más permanecen en Tel Aviv, en Lyd, en Jerusalén, en Ramallah y en Hebrón, luchando hasta donde alcancen sus fuerzas. Son judíos y son israelíes. Y no: no son cómplices. Son algunos de los más comprometidos luchadores contra la ocupación.
Imagen de portada: Judíos en contra de la ocupación de Palestina, 2021. Fotografía de Alisdare Hickson. CC.
Aliyá, literalmente “ascenso”, es el derecho de todo judío a inmigrar a Israel. Este programa político y migratorio es la base de la creación del Estado de Israel como un espacio con ejército propio destinado a la protección de los judíos perseguidos en cualquier lugar del mundo. ↩
Véase B’Tselem y Breaking the Silence. ↩
Testimonios en video. Además de revelar estos relatos, tratan de evitar que los más jóvenes caigan en situaciones parecidas a las que ellos fueron obligados a vivir: dan pláticas y cursos para que estudiantes de preparatoria entiendan la ocupación y conozcan sus derechos; desde el de objetar el servicio militar hasta el de no obedecer órdenes injustas o potencialmente criminales. ↩