Allá en el fondo está la muerte, pero no tenga miedo. Julio Cortázar
La palabra FOMO, en inglés, designa una preocupación de la vida contemporánea: el miedo a ser excluido de una cierta interacción o dimensión social. Fear Of Missing Out es la frase detrás del acrónimo y, si bien en español no tiene una traducción literal, su sentido es bastante claro: el miedo a padecer una forma de destierro o una forma de desierto. Quien lo experimenta siente que su vida es menos interesante, menos exitosa y atractiva que la de los demás, y la evidencia de esta levedad existencial le es restregada en las pupilas a cada momento por los infatigables posts de Facebook e Instagram de sus amigos y conocidos, en los que éstos siempre aparecen triunfando: amorosa, laboral, geográfica, reproductiva o emocionalmente. Otra variante del FOMO es aún más fantasmal y se traduce en la angustia por tomar decisiones equivocadas con respecto a la forma de pasar el tiempo. El individuo atacado por este agobio teme, a cada paso, haberse perdido de algo mejor, haber invertido mal su tiempo: al haber ido a comer con tal amigo de la infancia que no tiene más de mil seguidores en Twitter, al haber ido a esa exposición donde ni siquiera dejaban tomarse selfies, al haber adulado sistemáticamente y durante meses a ese gerente de mercadotecnia al que, parece, están por despedir.
Arachibutyrofobia es el nombre de otro miedo, en este caso, de una fobia: a que se quede pegada crema de cacahuate en el paladar. Como otras fobias que no son la xenofobia, puede desencadenar síntomas físicos como taquicardia, sudoración, palidez o enrojecimiento de la piel, sequedad de la boca, malestar estomacal, dificultad para respirar, dolor de cabeza, dolor o sensación de opresión en el pecho, desorientación, mareo, náuseas.
“Bésame mucho”, escrita en 1940 por la compositora y pianista jalisciense Consuelo Velázquez, es la canción mexicana más grabada de todos los tiempos. Ha sido cantada en más de veinte idiomas y se dice que existen más de mil versiones distintas. Se queda, sin embargo, lejos de la canción más grabada de la historia, “Yesterday”, de la cual existen más de tres mil covers y que es un claro, casi elemental, lamento por la pérdida de un pasado feliz. El bolero de Consuelo Velázquez también es una especie de elegía, pero de un posible futuro, el canto a una nostalgia conjetural: “tengo miedo a tenerte y perderte después”.
¿Qué tienen en común estas experiencias para que les demos el mismo nombre? ¿En qué pueden parecerse estos miedos al miedo de un hijo a que un día el cáncer de su padre se vuelva incontenible, o él se dé por vencido, o se acabe el dinero para seguir pagando el tratamiento? ¿O al miedo que calcina a una persona en el instante que descubre que está siendo secuestrada? ¿O al miedo de los familiares de la persona secuestrada al percibir un sadismo o un miedo feroz en la voz distorsionada de los secuestradores? ¿O el miedo de las mujeres en este país, en el que ocurre un feminicidio cada dos horas y media y quién sabe cuántas violaciones, pues sólo se denuncian nueve al día? ¿O al miedo a la oscura circularidad de los propios pensamientos de una mente devastada por la depresión? ¿O el miedo a los latidos del suelo de quien ya lo perdió todo alguna vez en un terremoto? ¿Es justo o válido llamar miedo a todas estas emociones? ¿No se trata de un abuso del lenguaje o de la costumbre? ¿No deberíamos tener cuarenta o cincuenta términos para designar los distintos modos y tonos del terror, como dice la leyenda que los esquimales tienen para hablar del color blanco o de la nieve? A decir verdad, no son pocos los nombres del miedo en nuestro idioma: temor, terror, horror, pánico, pavor, pavura, espanto, canguelo, fobia, susto. Sin embargo, aunque estas palabras expresan diferencias de gradación, no conllevan una especificidad preceptiva, es decir, excluyente, y todas son intercambiables por el nombre matriz: miedo.
No elegí los primeros ejemplos de este texto para hacer escarnio del miedo o la angustia de nadie. Más bien, lo hice por cierta cobardía, por no atreverme a hablar, de buenas a primeras, de otros miedos más crueles o más cercanos. Pero también los puse porque en ellos, a pesar de su posible o aparente frivolidad, están los componentes básicos de toda forma de miedo. Está la percepción de un peligro que amenaza nuestra integridad (física, emocional, social, económica), está la sensación incontrolable de desamparo o desfallecimiento, está la anticipación de una pérdida, está una serie de padecimientos y afectaciones corporales. Luego, en todo miedo hay siempre un espacio de elaboración mental, imaginativa, pero la amplitud de este espacio varía enormemente de caso en caso. Y por amplitud me refiero al grado de irracionalidad de la fabulación, a su mayor o menor apego a las evidencias, los antecedentes o las probabilidades. (La paranoia es como el Dios de Abraham: todo lo ve, todo lo sabe, todo lo castiga. Pero es un fantasma o no existe.) El miedo no es el dolor del duelo, de los golpes o navajazos en el asalto con violencia o de la misma muerte, sino la anticipación de ese dolor. El verso de la canción de Consuelo Velázquez lo dice con cándida elocuencia: “tengo miedo a perderte después”. El miedo es un tejido emocional particularmente cargado de futuro. Si la tristeza nos hace caminar de espaldas, mirando al pasado, y la ira y la alegría nos someten a presentes totalitarios, el miedo nos precipita al futuro. Todo temor es un augurio. Todo miedo es también una forma retorcida de esperanza: es la confianza en que aún nos queda tiempo y que vendrán cosas peores.
Fobos y Deimos son las personificaciones del miedo en la mitología griega. No son propiamente dioses, sino daimones, divinidades intermedias, encargadas de proteger o acosar a los seres humanos. Fobos y Deimos eran gemelos idénticos, hijos de Ares, dios de la guerra, y de Afrodita, diosa del amor y la belleza. A pesar de encarnar una emoción tan esencial, estos hermanos no son protagonistas de grandes relatos. Sabemos que solían acompañar a su padre en el campo de batalla, que Fobos solía aparecer primero, infundiendo pánico en los corazones de los guerreros, haciéndolos correr despavoridos de la mutilación y de la muerte (en algunas versiones de la Ilíada su nombre se traduce como Huida), y que después venía Deimos para congelar de espanto a aquellos que habían resistido la primera sacudida de terror. Sabemos que Hefesto labró a los gemelos en el escudo de Hércules, junto con otros espíritus de la violencia y el sufrimiento, y sabemos que su hermana Harmonía era la única capaz de distinguirlos. Hijos del dios de la guerra, una de sus principales tareas era mantener siempre vivo el miedo a la muerte; hijos de la diosa del amor, su otra gran encomienda era alimentar el miedo a la pérdida de los seres queridos o deseados. La dificultad para diferenciarlos ha prevalecido hasta nuestros días. A veces se da a Fobos el nombre de Terror y a veces a Deimos —esta ambivalencia la he encontrado tanto en español como en inglés—. A veces se dice que el miedo que uno causaba era más intenso y terrible que el otro; otras veces que no, o que al revés. Fobos, sin embargo, parece tener cierta preeminencia sobre su hermano, posiblemente era el favorito de su padre y con certeza lo fue de algunos héroes, legendarios e históricos: sólo Fobos aparece en el escudo de Agamenón y Alejandro Magno le dedicaba rezos y sacrificios antes de cada batalla de conquista. En algunas representaciones visuales y verbales, a Fobos se le da una cabellera o incluso una cabeza entera de león. Lo que queda claro es que Fobos —quizás algunos mitológicos segundos mayor que su hermano gemelo— está asociado con el miedo que hace huir del peligro y con el pánico colectivo, mientras que Deimos se relaciona con el miedo que paraliza y con la angustia que nos ahoga en la más radical de las soledades. A pesar de la parquedad de esta mitología —toda mitología, por escueta que sea, es una fenomenología codificada—, me gusta el simbolismo de estos gemelos pavorosos, porque revela la dualidad esencial y variada del miedo. Fobos y Deimos quizá sólo representen una dualidad temporal, el hecho de que todo miedo tiene un primer momento de sorpresa y de reacción inmediata, casi instintiva, a esa sorpresa amenazante, y un segundo momento que también puede ser súbito o prolongarse por horas o incluso años, en el que el miedo se asienta en el cuerpo, dándole tiempo a la mente para elaborarlo, para destilarlo y envenenarnos mejor. Pero ésta no es la única duplicidad del temor. El miedo puede protegernos (de hecho, ésa es su función evolutiva), puede alejarnos del peligro y de las amenazas, puede ser una fuente de precaución y aprendizaje, y puede ser un incentivo para la cooperación colectiva. Sin embargo, el miedo puede también perseguirnos y hacernos daño, cobrar independencia casi total con respecto al peligro que lo originó y carcomer la psique y el organismo de la persona que lo hospeda. Jano bifronte o bipolar, el miedo puede salvar o matar. Por otro lado, el miedo es una de nuestras raíces más profundas y primitivas y, al mismo tiempo, una de nuestras cúpulas más altas y artificiales. El miedo hermana a todos los hombres y mujeres del mundo, de todas las épocas; nos hermana con nuestros ancestros homínidos, incluso y sin duda con nuestro más antiguo antecesor, el Australopithecus, que habitó un mundo que debió ser como un mar o un laberinto de terror. Esta faceta o este componente del miedo es pura physis: lobos, noche, tormentas y una amígdala cerebral sobreexcitada. Pero el ser humano es un animal hecho de lenguaje y tiempo tanto como de agua, proteínas y grasa, y su memoria e imaginación muy pronto, en la evolución de la especie, fungieron como potenciadores del miedo. Temer dejó de ser sólo temblar y retraerse, y se convirtió también en una forma de esperar y, sobre todo, de inventar. Esta otra dimensión del miedo, más allá de la mera biología, es el origen de numerosas creaciones humanas, como por ejemplo, y para no ir más lejos, de la religión, pues, como señala Stuart Walton en su admirable Humanidad. Una historia de las emociones, todo lo que hay de fe en el hombre —desde el Vaticano hasta el ocultismo New Age— se deriva de un miedo primordial que marcó a la humanidad en su infancia paleolítica.
Harmonía, diosa de la concordia, no podía apaciguar ni controlar a sus hermanos gemelos, sólo podía distinguirlos. Quizás eso sea lo único que necesitamos o lo único a lo que podamos aspirar. Del miedo nunca nos libraremos, eso va quedando claro tras un par de millones de años de evolución. Pero si aprendiéramos a distinguir mejor nuestros miedos, los reales de los imaginarios, los útiles de los sádicos, los que nos acercan a los otros de los que nos aíslan, esas descargas de adrenalina y cortisol dejarían de erosionarnos el alma. Por supuesto, para eso tendríamos que inventarnos un mundo más justo, y quizás no sea posible o haya que volver a empezar.
En 2007 George Steiner publicó un libro con un título imposible de traducir al español: My Unwritten Books. El libro ciertamente existe en nuestro idioma y el título que se le dio no es malo —Los libros que nunca he escrito—, pero no transmite la callada desesperación, la minuciosa irresolubilidad de unos libros que existen sin estar escritos, de unos libros inescritos. Está compuesto por siete ensayos que postulan siete libros que George Steiner hubiera querido escribir; los ensayos no son los resúmenes ni los embriones de esos libros posibles, sino las explicaciones de por qué no llegó a realizarlos. Son actas de defunción. En el ensayo que cierra el volumen, “Petición de principio”, Steiner habla de sus convicciones en materia de política y religión o, mejor dicho, de la dificultad para tenerlas y de su natural inclinación a la privacidad y la discreción en estos temas. Con respecto a Dios, dice que alberga unas pocas y débiles intuiciones que han marcado su vida. Una de éstas es la idea del pecado original. George Steiner piensa que a nivel histórico, antropológico, esta noción no tiene sustento y que, moralmente hablando, la idea de una intrínseca culpa primordial es repugnante. Sin embargo, confiesa que le es imposible librarse de la sensación de remembranza de una culpa inicial, de la certeza de que algo, en el inicio de los tiempos, salió terriblemente mal. De que algo hicimos mal. La historia de la humanidad sería la historia de las consecuencias de esa falta, el desarrollo general de un castigo. Esta condición de invitados no bienvenidos a la creación es lo que “explicaría quizá la rabia suicida con que ahora destruimos nuestro planeta, con que tratamos de erradicar los últimos y acusadores vestigios de lo paradisiaco”. De acuerdo con el mito bíblico, Adán y Eva fueron expulsados del Paraíso por desobedecer a Dios y comer del árbol del conocimiento. Stuart Walton —el autor de la historia emocional a la que me referí antes— se pregunta cuál pudo ser ese conocimiento que determinó tan temprano la caída de la humanidad. ¿Puede identificarse un referente histórico, antropológico, a pesar del recelo de George Steiner, del pecado original? Walton piensa que la respuesta está en el miedo, concretamente, en la “idea de que el primer paso importante en el encarcelamiento espiritual de los seres humanos fue el descubrimiento de que el miedo no sólo era una sensación espontánea, sino que podía inocularse en otros de forma deliberada”. Nuestra caída como especie comenzó al saber cómo se inspira el miedo en los otros. Ésa fue la manzana envenenada de la que comieron nuestros padres. Los primeros conflictos de la prehistoria se dieron entre grupos rivales de homínidos nómadas que se disputaban alimentos muy escasos y los pocos lugares disponibles para resguardo. Fue entonces cuando el hombre descubrió que la simple amenaza de violencia podía servirle para conseguir o conservar lo que necesitaba. Y desde entonces, como intuye Steiner, la historia de la humanidad ha sido la historia de una caída: el ejercicio del miedo, el perfeccionamiento de sus métodos, la repartición de sus réditos.
También ha sido una historia de domesticaciones y sumisiones. El ser humano domesticó el fuego y así horadó la unánime noche, se alimentó mejor, creció su cerebro y de éste le creció un árbol de símbolos que luego se convirtió en su casa. Domesticó el trigo y luego la semilla lo sometió a él. Domesticó el miedo, aprendió a usarlo como herramienta, y emprendió para siempre un camino de ambición y asimetrías y redes de sumisiones. Andando por ese camino, domesticó los metales y la intimidad del átomo. Domesticó grandes territorios de incertidumbre y casi llega a domesticar su propia imaginación, a base del inagotable suministro de series y otros contenidos. Ahora se está dejando domesticar por los algoritmos, que parecen saberlo todo de él y de ella, que parecen conocer sus más particulares gustos y deseos, y que parecen indicarle con toda claridad qué es lo que más le conviene, para poder, por fin, vivir sin miedo.
En el principio fue el Miedo, y el Miedo muy pronto hizo alianza con Dios. Ahora quién sabe qué nueva omnipotencia u omnisciencia nos hará temblar.
Imagen de portada: Grete Stern, de la serie Los sueños, ca. 1950