El dulce acento canario que es un tercio cubano, un tercio venezolano y un tercio andaluz; las papas arrugadas, los mojos picón y verde y la malvasía. Los turistas alemanes, franceses, suecos, ingleses y peninsulares. Gran Canaria y sus siete hermanas, atlánticas, marítimas, africanas, americanas e insulares. Las islas “afortunadas”, pero también desafortunadas. Las islas de la vida y, al mismo tiempo, de la muerte. O de las muertes, mejor dicho (o callado). De acuerdo con el Alto Comisionado de Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR), Filippo Grandi, durante los tres primeros meses del 2021 son 31 los decesos acaecidos en la llamada “ruta atlántica”, aquella que lleva a migrantes y solicitantes de asilo a franquear el estrecho de océano que separa las islas Canarias de la costa occidental africana. Entre cuatro y cinco días de viaje en embarcaciones tan frágiles y endebles como el presente y los futuros de quienes “deciden” (porque no les queda otra opción) emprender el viaje sin retorno. Un trayecto salpicado de fuertes corrientes marinas, confrontado con los vientos alisios y sin un destino claro. Los desembarcos, los naufragios o los salvamentos pueden ser lo mismo en las costas del sur de Tenerife que en los puertos de Gran Canaria, en las playas de arena negra de Lanzarote, en las idílicas urbanizaciones turísticas junto al mar de Fuerteventura o frente a los filosos acantilados de El Hierro. “Pudimos haberlo evitado”, se lamenta con la mirada fija en el suelo de concreto, agrietado por el salitre y el tiempo, uno de los rescatistas de la Cruz Roja que atendió en el muelle del breve puerto de Arguineguín a la pequeña Nabody, rescatada de una patera en las aguas meridionales de Gran Canaria el 16 de marzo y fallecida cinco días después en la unidad de cuidados intensivos del Complejo Hospitalario Universitario Insular Materno Infantil de la isla.
El joven paramédico, quien prefiere omitir su nombre, se refiere a las horas transcurridas durante el rescate en altamar de los ocupantes de la barca que transportaba a la bebé de 24 meses de nacida, los intentos por reanimarla en el muelle del puerto canario tras un paro cardiorrespiratorio como consecuencia de las gélidas condiciones experimentadas durante el trayecto y su eventual ingreso al nosocomio con signos vitales apenas distinguibles. “No hay nada ni nadie que pudiese haber evitado nuestro camino hasta aquí”, confiesa con tono seco y firme, y con voz resignada pero resoluta, la madre de la niña muerta en la sala de urgencias del hospital, donde aún se recuperan otros seis de los ocho menores que se embarcaron en esa lancha maldita que zarpó, a la par de marzo, desde Dakhla, en el Sahara Occidental, hacia el archipiélago español empotrado, geográficamente, en África. La madre doliente hace referencia a su decisión de migrar y dejar atrás su pueblo en Malí, acechado por la sequía, el separatismo tuareg, el fundamentalismo islámico, la lacerante pobreza y la llegada de la epidemia de COVID-19. Junto con Nabody, su madre y su hermana de 13 años, quien le sobrevive, viajaban 49 personas más en esa raquítica embarcación que hoy yace en el fondo del Atlántico: 28 mujeres, una de ellas embarazada, 14 hombres y siete niños. La mayoría de ellos provenientes de naciones situadas al sur del Sahel. De Malí, como Nabody y su familia, pero también de Guinea, Senegal, la Costa de Marfil y Camerún. Países con complicados escenarios políticos, sociales, económicos y sanitarios. Todos con factores agravantes a lo largo de 2020, doce meses que han visto la reactivación de una ruta migratoria que llevaba, como los volcanes insulares, años sin movimiento, pero que súbitamente ha hecho erupción y provocado una acuciosa crisis humanitaria en las islas Canarias. Según un informe alusivo dado a conocer en marzo por la Organización Internacional para las Migraciones (OIM), la agencia especializada en materia migratoria de Naciones Unidas, entre enero y diciembre de 2020 arribaron 23 mil 023 personas a través de las distintas rutas migratorias que conectan por mar el África Occidental con el archipiélago canario. Travesías que van desde los menos de cien kilómetros que separan Marruecos de Fuerteventura hasta los más de mil 400 kilómetros que distancian Senegal de Tenerife. De acuerdo con la OIM, se trata de la segunda llegada de migrantes marítimos más alta en la historia de las islas, tras la denominada “crisis de los cayucos” que en 2006 colocó a Canarias en el mapa de la migración mundial con la llegada a sus costas de 31 mil 678 africanos en barcas maltrechas. El organismo estima que durante 2020 perecieron 850 migrantes en su intento de alcanzar Canarias, doce veces más que el número total de muertes registrado en dicha ruta entre 2014 y 2018. “Esto es el paraíso. Todos los gays de Europa están aquí, es la locura”, afirma entre sonrojos el vacacionista alemán Joseph mientras ensaya varias poses en tanga sobre las míticas e instagrameables dunas de Maspalomas, en el sur de Gran Canaria. El regreso de los turistas, si bien a cuentagotas y por una extensión de tiempo que es difícil delimitar, da un respiro a las islas, fuertemente golpeadas por las restricciones impuestas por la pandemia a los viajes, fuente primaria de ingresos en el archipiélago. “Esto es el Infierno. Un encierro que parece nunca va a terminar, es una pesadilla”, denuncia con voz cansada Osman Mbour, un joven senegalés de 17 años que, desde su llegada en patera a Gran Canaria a finales de noviembre de 2020, vive acuartelado junto con una veintena de sus connacionales y una treintena de adolescentes magrebíes, todos menores de edad, entre la alberca y las terrazas del Hotel Puerto Calma, en la localidad turística de Puerto Rico, en el sur de la isla. Osman y sus compañeros reciben atención médica si así lo requieren y tienen las comidas garantizadas, pero lo que no les dan es una respuesta ni un hasta cuándo. Osman dejó en Senegal a su madre y a sus cuatro hermanos, a quienes, ante las otras tres mujeres de su padre y su consiguiente número de hijos, tiene obligación de ayudar a mantener. De ahí que se embarcara en este viaje que tras cinco meses de encierro aún no le lleva a buen puerto. De cada patera que naufraga, es rescatada o logra recalar en Canarias, el 12 por ciento lo constituyen mujeres y el seis por ciento niños. “La migración (en Canarias) es un verdadero drama… se trata de personas que sólo buscan tener una vida mejor”, declaraba, al concluir febrero al diario local La Provincia, Anselmo Pestana, delegado del gobierno central en Canarias, al tiempo que una nueva embarcación con 58 personas a bordo era rescatada en las aguas territoriales de El Hierro. Una visión con la que no todos coinciden: “Canarias sufre una triple plaga: la epidemia, la de la invasión de inmigrantes ilegales y la del abandono institucional”, arengaba con su conocido tono xenófobo Javier Ortega Smith, secretario general del partido de ultraderecha Vox, dos días después de la muerte de la pequeña Nabody en el hospital, durante una gira a Gran Canaria; azuzando a sus pocos pero vociferantes seguidores isleños a arrebatar el parlamento autonómico. Canarias es sinónimo de movimiento y de transición, entre continentes, culturas, ideas y personas. Aquí empezó la colonización española de América y, hasta hace apenas unas décadas, desde aquí salían familias enteras con lo puesto, y muchas veces también en la clandestinidad, durante las penurias de la posguerra y del franquismo, a buscarse un mejor futuro al otro lado del Atlántico. La isla de El Hierro es quizá emblemática en este sentido. La más diminuta, más remota y menos poblada de las Canarias, vio partir a casi la mitad de su población a Venezuela entre los años cuarenta y cincuenta del siglo pasado, escapando del hambre y de la pobreza. Hoy los hijos y nietos de esos herreños han vuelto de América a la isla y llevan en la piel marcada la condición migrante. Por ello no sorprende que ahí, entre los imposibles acantilados y paisajes volcánicos de la isla de El Hierro, Nau, otro pequeño africano, como Nabody, de apenas veinte meses de vida, haya encontrado también su suerte; aunque, hasta ahora, mejor que la de la bebé fallecida.
Lo que más nos sorprendió fue lo afectuoso desde el primer momento, nos llenaba de besos y abrazos más de veinte veces al día. Fue como si estuviese muy necesitado de cariño,
comparte con una voz que se deshace de ternura Marisa Febles, quien, junto con su esposo José Ángel, acoge desde diciembre al pequeño Nau. No conocen su verdadero nombre, pero así han decidido llamarle. El menor llegó a Tenerife en una patera el pasado noviembre, no tenía consigo familiar alguno; los médicos canarios que le atendieron al desembarcar cifraron su edad en 17 meses, tras pruebas odontológicas y una radiografía. Aún no habla y es imposible saber su lugar de origen. Bajo el programa de acogida temporal de la Consejería de Canarias, los Febles harán durante dos años las veces de padre y madre, y sus hijos, Nadia y Javier, de hermanos. El pequeño Nau sonríe con sus enormes ojos color almendra mientras devora un plátano y balbucea los acordes de la canción “Baby Shark” que escucha absorto en el teléfono celular de su madre de acogida. Lo aislado, lo remoto, lo vacío, lo rocoso, lo seco, lo oscuro, lo deshabitado, lo sobrecogedor, lo gris, lo escondido y lo húmedo de este último rincón de España; de esta isla, la más al sur y al occidente de Canarias, que bordea al África y acaricia a América, se vuelve de pronto cálido y hogareño. Un refugio, lo mismo para los vacacionistas nórdicos y germanos, que para los migrantes que apenas inician su camino y su vida, como Nau.
Imagen de portada: Una turista ayuda a un inmigrante en la playa La Tejita, Tenerife, 2006. Fotografía de Arturo Rodríguez . Cortesía del fotógrafo