Hay veces que, pretendiendo tener una experiencia propia y libre de determinismos, lo primero que hacemos es reiniciarlos y redireccionarlos, confirmando que existen estructuras legadas por la historia de las que es muy difícil deshacernos. Hablar del Caribe nos confronta a una de estas dificultades. Hace algunos años, un amigo me comentó que estaba leyendo un libro del historiador “pop” Joshua Jelly-Schapiro sobre el Caribe, que se titula Island People. The Caribbean and the World (2016, su traducción aproximada al castellano sería algo así como: Isleños. El Caribe y el mundo).1 Su título me causó curiosidad: ¡qué reductor! Lo primero que salta a la vista (me dije) es que el Caribe no es simplemente el archipiélago de las Antillas, es una región comparable al Mediterráneo, que comprende muchos países, lenguas, regiones, subclimas, grupos sociales, economías, etcétera… y no se reduce a “las islas”. Lo que cambia con la definición de un Caribe “mediterráneo” es que se incluyen realidades más allá de la composición social, racial, lingüística o religiosa, para incluir varios otros mundos de los cuales puede ser difícil ver la frontera. Precisamente en torno a esta otra noción geográfica ubiqué uno de los nudos para definir al Caribe: se trata a la vez de un territorio geográfico, de flujos de intercambio, de migraciones, y de experiencias humanas que trascienden ciertas fronteras. El Caribe es un territorio, pero la experiencia y la historia caribeñas implican mucho más de lo que concretamente sucedió en ese espacio. Sin embargo, ¿cómo hablar de una región cuyas fronteras son difíciles de establecer? Efectivamente, a la luz de la historiografía moderna el Caribe ejemplifica la noción de sistema-mundo defendida por los pioneros de la historia económica, como Braudel y Wallerstein; es decir, un territorio donde las relaciones comerciales, económicas, políticas y sociales se basan en la conexión entre un área en particular y otras zonas geográficas distantes (en este caso Europa, África, las Américas continentales y más lejanamente Filipinas); un territorio específicamente imperial, fragmentado en unidades controladas por potencias concurrentes, donde la mayoría de las grandes decisiones se tomaba a kilómetros de distancia (y con crueldad). Una región de violencia, explotación y despojos ininterrumpidos, pero también de mezclas, creaciones y resistencias. Esta noción de un área que es parte de una economía global donde varios territorios están vinculados no se basa necesariamente en la contigüidad espacial: durante una buena parte de los siglos XVI y XVII las islas Canarias formaban una pieza central de este sistema, acaso con las mismas características sociales, raciales, religiosas y económicas que las del Caribe. En este sentido, la geografía de manual no necesariamente permitía describir lo que realmente sucedía entre estos territorios. Tanto así que para explicar elementos tan centrales como la economía de plantación que se dará en el Caribe, hay que entender cómo surgieron en Canarias. ¿Entonces, cómo describir al Caribe?
A partir de esta pregunta se nos presentan dos definiciones muy diferentes. Una es estrictamente geográfica, y es la que, con muchos otros, parece adoptar Schapiro: el Caribe es antes que nada el mundo antillano, la experiencia caracterizada en el título, precisamente, como “isleña”. A ella hacía referencia el escritor martiniqués Édouard Glissant cuando hablaba del “pensamiento del archipiélago”. Esta definición implica toda una serie de elementos constitutivos: la importancia histórica de la economía de plantación, de la migración forzosa y la esclavización de millones de africanos, del racismo y de la dependencia al comercio marítimo, entre otras. O sea: una geografía donde las claves para una lectura económica, racial y cultural son bastante homogéneas. En este marco, Veracruz no pertenece al mismo “espacio” que Barbados, y Barranquilla tiene cosas en común con La Habana, pero sin ser el mismo mundo.
Otra definición posible, interesante para pensar el Caribe, es la de las áreas geoculturales que, luego de los economistas y los historiadores, defienden los antropólogos culturales. En esta concepción entran en juego tanto las condiciones geográficas más globales como las más locales, la costa del mar, los puertos, el clima; factores a nivel social y cultural como la migración, la música, la arquitectura, la comida; los tipos de intercambio económico y los mercados pensados como territorios, las religiones, el racismo y la experiencia de las discriminaciones, incluyendo por supuesto el plurilingüismo y el intercambio de productos culturales. En esta definición más amplia, el Caribe y la experiencia caribeña comprenden a Caracas, Veracruz, Nueva Orleans, y también a Nueva York o Ámsterdam. Esto claramente equivale a decir que el Caribe es más que una matriz geográfica. Puede también ser una experiencia común y hasta un mismo tipo de sociedad, como lo declaran los defensores del “giro descolonial”: la sociedad colonial, esencialmente esclavista, surge allí y esta matriz “caribeña”, en el sentido de las islas, da forma a la experiencia americana (totalmente atravesada por la explotación, el racismo y la estratificación racial), que está determinada hoy por la geopolítica imperial y el “capitalismo racial” o la “línea de color global”. Pero esto no impide ni los carnavales ni la fiesta; simplemente, como formas culturales, también están engastadas en nuevas experiencias del racismo o de la explotación, como el turismo o la prostitución. Se puede ser un poco más clemente con Schapiro introduciendo esta discusión sobre las categorías; pero si luego se verifica, el libro es un proyecto editorial que mezcla el trabajo etnográfico, el diario de viaje y las observaciones de un historiador… que reflexiona a partir de su viaje por las “islas”, precisamente. Aquí aparece otra entrada, silenciosa en el título aunque no en el proyecto, y que para muchos también es el marco con el que se puede leer la parte trágica de la historia política, social y cultural del Caribe: el turismo. Así las cosas, ¿cómo entrar al Caribe? Quizás no sea inútil recordar tres miradas que reflejen la tragedia de las sociedades caribeñas, incluyendo los elementos de definición geográficos que nombré antes.
En el caso de muchas sociedades caribeñas la historia económica es el factor determinante para entender casi todas las dimensiones de la vida social, política, religiosa, cultural, racial y por supuesto geopolítica (su relación con las metrópolis, y en particular con Estados Unidos). Concluyendo su Historia del Caribe: azúcar y plantaciones en el mundo atlántico, Franck Moya Pons plantea la centralidad casi total de la plantación:
Ninguna otra institución jugó un papel como el de la plantación para integrar el Caribe a la economía mundial. El azúcar no fue el único producto de las plantaciones pero sí fue el más importante y el que mantuvo a las Antillas en la mirada y el puño de las potencias metropolitanas. La plantación, junto con el sistema esclavista, dominó la historia del Caribe por más de 400 años.2
Así, las expediciones imperiales, el nacimiento de naciones “independientes” totalmente sometidas a los vaivenes de sus vínculos con el mercado norteamericano, la migración de masas hacia diferentes metrópolis que marca todo el siglo XX (y que aún prosigue), la importancia reciente y crucial del narcotráfico y del lavado de activos, el turismo de masas desde la segunda mitad del siglo XX; todos éstos y muchos otros factores inciden de manera central en la historia sociocultural y son de naturaleza económica. Para pensar el Caribe es importante entender por qué fue explotado y qué ganancias se obtuvieron. De modo que lo que la raíz económica revela es la importancia de la dominación imperial y de la violencia.
Entonces, otra paradoja central, ilustrada quizás por la tesis economicista, es la de la voluntad de poder que, detrás de las políticas económicas, se deja ver a través de todas las formas de la dominación que experimentaron las sociedades caribeñas: esa ὕϐρις (hybris) de la que hablaba Tucídides cuando calificaba el furor de dominar del más fuerte. Quizás sea a este aspecto áspero e imposible de obviar al que se refería Frantz Fanon cuando, tratando de describir la condición de los colonizados y en particular de los negros en la situación colonial racista del Caribe, decía que el colonizado era “un hombre desnudo”.
La mirada economicista y política parece expulsar toda una serie de aspectos, sobre todo culturales, que caracterizan al Caribe. Precisamente para reivindicar esta vitalidad creativa a través del trauma, en el marco de un programa y de unas experiencias de destrucción física y cultural que son constitutivas de la experiencia caribeña, Édouard Glissant propone —contra la mirada puramente economicista— su idea de que el Caribe es la matriz cultural del mundo moderno y un modelo a seguir, porque ejemplifica la hibridación de culturas y de poblaciones en un nuevo mundo. Partiendo de la plantación, este proceso de creación cultural a partir de mezclas de poblaciones, religiones, formas de vivir y estrategias para sobrevivir, las llamó créolisation. El término créole en francés, usualmente traducido como criollo, designa más bien lo que en el castellano de las Américas se llamó mestizo o mulato. Esta manera de comprender el Caribe pasa por la idea de subvertir los proyectos supremacistas que aparecen en diferentes países de América desde finales del siglo XIX, inspirados en los debates europeos sobre la definición racial de la nación. Por su parte, Glissant —volviendo también a la plantación como lugar central de la historia y la experiencia caribeña— insiste en la dimensión existencial y milagrosa de la mezcla cuando afirma que la créolisation es una forma de mestizaje que produce algo imprevisible y que no es mecánico ni es comparable a la hibridación que se da en botánica, en química o en otras áreas de la experiencia humana. Era inanticipable que naciera el jazz, por ejemplo, porque nadie hubiera apostado que un grupo sometido a tantas violencias y formas de marginalización como los descendientes de esclavos del sur de los Estados Unidos cambiara la manera de hacer música. El ejemplo central que toma, el jazz, puede extenderse a todas las Américas. De hecho, un escritor francés, Bertrand Dicale en su libro Ni noires ni blanches. Histoire des musiques créoles, adoptó la teorización de Glissant para intentar hacer una historia de las músicas de los encuentros americanos (les musiques créoles) que dejara de lado las categorías de la visión cultural norteamericana.3 Debido a que en ella se reproduce sin cesar la herencia de la segregación racial tal y como se practica en la industria musical (y en la sociedad) norteamericana entre “músicas negras” y “músicas blancas”. Uno de los elementos interesantes es que Dicale denuncia precisamente la “trampa de la identidad racial”, mostrando que los componentes de la identidad son condimentos de una cocina cultural, esencialmente dinámica. La apuesta de Glissant, en específico en su libro Poétique de la Relation, es particularmente interesante para entender y describir el Caribe como matriz cultural porque considera que uno de los elementos centrales del nacionalismo moderno europeo es precisamente la afirmación imaginaria de una “raíz” (probablemente inspirada en la ideología de la autoctonía), que la experiencia caribeña deshace, proponiendo una identidad bajo la forma de un rizoma.4
La afirmación de Glissant sobre la forma de la identidad caribeña es interesante porque algunas de sus operaciones políticas fueron las diferentes formas de aspiración nacional, que se tradujeron en una multiplicidad de experiencias amargas, empezando históricamente con Haití, del que habría que hablar largamente. Algunos países se transformaron nominalmente en estados independientes pero bajo tutelas imperiales autoritarias, a menudo con sátrapas y tiranos a la cabeza de sistemas corruptos que prolongaron la nueva estructura neocolonial durante el siglo XX. La mayoría de los territorios caribeños de Estados nacionales continentales (como México y Colombia, menos en el caso de Venezuela) fueron relegados a una nueva periferia con respecto al nuevo centro nacional. Otros territorios continúan siendo imperiales con estatutos variables en términos de autonomía legislativa o administrativa. La mayoría de ellos vive así conectada a una metrópolis o, independiente, queda expuesta a una situación neocolonial de facto, con casos de paraísos fiscales o narcoestados totalmente corruptos. Esta historia debe ser contemplada a la luz del intervencionismo militar estadounidense a partir de 1865 y a lo largo del siglo XX, pero también a la luz de la fragmentación política y lingüística que imponen las fronteras imperiales tanto en las Antillas como en los territorios de las “costas Caribe”. Aunque es imposible resumir aquí estos problemas, hay dos aspectos que realzan la parte trágica de la cual hablábamos al principio.
El primero es el destino y la centralidad de Cuba. Tanto a nivel económico y político como cultural, este país fue el epicentro o el centro de gravedad de la vida caribeña, en particular desde el punto de vista económico (aunque la elección de prolongar la economía del azúcar llevó en parte a la catástrofe económica), cultural y político. Las luchas por la independencia, la larga ocupación militar norteamericana (junto con las de Haití y República Dominicana), la tutela y más tarde la Revolución cubana no pueden ser entendidas sólo en el contexto de la Guerra Fría, o simplemente como una contienda geopolítica que se alimenta de oposiciones nacionales. En este sentido, la Revolución cubana irradia, porque plantea una forma de revancha histórica de unas sociedades sojuzgadas y vejadas históricamente. El segundo aspecto es la tensión entre el Estado nacional disfuncional, la dependencia y la colonialidad. Éstos están en el corazón de la lectura política actual del Caribe. La tensión no sólo explica el flujo ininterrumpido de migrantes a diferentes tipos de metrópolis por falta de un futuro concreto in situ, sino también la lucha por la transferencia de recursos que el estatuto colonial permite en algunos territorios controlados y no en los Estados fallidos bajo control económico neocolonial. Éste era el sentido pragmático de la départementalisation —la transformación del estatuto administrativo de los antiguos territorios ultramarinos franceses como parte de un conjunto de espacios con los mismos derechos que los “departamentos” franceses de la metrópolis—, defendida por Aimé Césaire en el caso de los territorios controlados por Francia: en el espejo de Haití, República Dominicana, Jamaica, y también Cuba antes del 59, la conquista de la independencia nacional para las islas equivaldría a un estado de avasallamiento peor que el de la era colonial antes de la Segunda Guerra Mundial. El cambio de estatuto administrativo con respecto a la metrópolis permite, por lo contrario, asegurar formas de desarrollo, de inversión y de consolidación institucional que es imposible que se den en el contexto de Estados nación “independientes”.
Imagen de portada: Paisaje caribeño de H. Malcolm, Jamaica, 2013. Fotografía de Montel G. CC.
Joshua Jelly-Schapiro, Island People. The Caribbean and the World, Knopf, Nueva York, 2016. ↩
Franck Moya Pons, Historia del Caribe. Azúcar y plantaciones en el mundo atlántico, Librería Trinitaria, Santo Domingo, 2017, p. 432. ↩
Bertrand Dicale, Ni noires ni blanches. Histoire des musiques créoles, ed. Cité de la Musique, París, 2017. ↩
Édouard Glissant, Poétique de la Relation, Gallimard, París, 1990 [versión en castellano: Poética de la Relación, U.N.Q, Buenos Aires, 2018]. ↩