Lionel Verney se aprestaba a vivir la inexorable y definitiva soledad de ser el último hombre sobre la faz de la Tierra. “Elegí mi bote y acomodé mis escasas provisiones. Seleccioné unos pocos libros, principalmente de Homero y Shakespeare, aunque las bibliotecas del mundo estaban abiertas para mí y en cualquier puerto podría renovarlos.” Hacía una semana que había inscrito en la piedra más alta de la Basílica de San Pedro la fecha del primer día del último año del mundo: 2100. La humanidad había sido diezmada por una plaga. Así lo imaginó y escribió Mary Shelley en El último hombre, la novela que publicó hace casi dos siglos. El texto hunde sus raíces en el apocalíptico poema “Oscuridad” que Lord Byron escribió en 1816, mientras convivía en las afueras de Ginebra con el matrimonio Shelley durante unas semanas de explosiva creatividad en las que Mary concibió a Frankenstein. Ése pasó a la historia como “el año sin verano”. Hoy sabemos que la erupción de un volcán en Indonesia cubrió de una niebla seca gran parte de Europa, Asia y el este de América del Norte, pero en ese momento se asoció el fenómeno a la proliferación de manchas en un Sol enrojecido y tenue. La mayor parte de las cosechas sucumbieron a la helada, lo que subió los precios de los granos y provocó un caos. La hambruna dejó unos doscientos mil muertos sólo en Europa. Hubo quienes juzgaron estos signos como inequívocamente apocalípticos, creyendo que el Sol agonizaba. También hubo quien encontró belleza en esos atardeceres pletóricos de colores inverosímiles, fruto de la dispersión de la luz solar en las cenizas suspendidas en la atmósfera: William Turner logró replicar esos cielos en la policromía de su paleta. Ya sabemos, y acaso alguien encuentre en ello un amargo consuelo, que de no hacer nada para revertir el calentamiento global nuestros nietos van a sufrir horrorosamente pero habrá quien engendre belleza hasta el último instante.
Creo en ti, Revolución
El año sin verano tuvo lugar poco después de dos revoluciones que cambiaron para siempre la vida del Homo sapiens: la Revolución francesa y la Revolución Industrial. De la primera emergieron los conceptos de ciudadano y de sujeto de derecho. El mundo se parceló en naciones y los ejemplares de nuestra especie debieron adscribirse a alguna de ellas. Esto llevó a consolidar la insólita fantasía que sostiene que, digamos, un mexicano y un estadounidense son distintos. Y esta insidiosa ensoñación fue el certificado de defunción de la empatía intraespecífica. Al mismo tiempo, dentro de cada nacionalidad surgieron las nociones de la igualdad ante la ley y los derechos civiles. La Revolución Industrial, por su parte, cambió para siempre el estilo de vida del Homo sapiens y su mundo laboral, surgiendo conceptos que hoy nos resultan tan familiares como clase media, proletariado, capitalismo y socialismo. Las dos revoluciones marcaron un punto de inflexión en las posibilidades de transformación del entorno natural. Con la invención de las máquinas de vapor nos alejamos de la parsimoniosa cadencia dictada por nuestros ritmos biológicos y creció de manera exponencial la capacidad de realizar trabajo, mover grandes pesos, trasladarse largas distancias e industrializar los procesos. No fue tan sencillo para los flamantes ciudadanos acceder a los beneficios de esta sensacional maquinaria pero progresivamente fue aumentando el nivel de servicios y consumo de la mayoría de la población. Empezó a girar una rueda imparable con la consiguiente generación de toneladas de desperdicios. Con la invención de las baterías, más tarde del motor de combustión y también el de corriente alterna, los procesos electromecánicos se expandieron hasta entrar de lleno en la esfera doméstica. El antiguo ritmo de movimiento de las poblaciones humanas, tracción a sangre, fue reemplazado en unas pocas décadas por una sinfonía de máquinas cuyo flujo sanguíneo requería, en última instancia, de una inyección ingente de energía que sólo podía ser provista por la quema del carbón y los combustibles fósiles. La humareda que escupían las grandes chimeneas de las fábricas fue sumándose al caldo de gases al que llamamos aire, modificando progresivamente su constitución. La Revolución francesa fue pródiga en decapitaciones. Uno de los condenados a la guillotina que consiguió salvarse —esencialmente porque quienes lo condenaron perdieron la cabeza antes— fue el gran matemático Jean-Baptiste Joseph Fourier, quien también fue un experto en el estudio de la transferencia del calor. Fue el primero en comprender que la temperatura de la Tierra se debía, fundamentalmente, a que los gases atmosféricos podían atrapar una parte de la luz solar reflejada en la superficie. La Luna, que no tiene atmósfera, tiene una temperatura media de -28 0C con fluctuaciones a lo largo del día de casi 300 0C; la radiación solar es absorbida por las piedras y finalmente reflejada al espacio. En la Tierra, en cambio, la transparencia de la atmósfera es menor a bajas frecuencias, por lo que la luz que se refleja en la superficie, al perder energía, queda atrapada en un medio que le resulta opaco, calentándolo. Fourier fue el primero en darse cuenta de este fenómeno al que se conoce como “efecto invernadero”. Es inherente a la existencia de la atmósfera y en sí mismo es positivo: convierte a la biósfera en un reservorio energético, imprescindible para que pueda emerger el orden de los sistemas biológicos frente a la tiranía del segundo principio termodinámico que decreta la vocación de la naturaleza por el desorden. El grado de opacidad de la atmósfera aparte de la luz reflejada es el delicado termostato de nuestro planeta. La emisión de gases que contribuyen al efecto invernadero actúa como una mano invisible que gira la manivela poniendo en marcha nuestra lenta pero inexorable cocción.
Apuntes desde Gaia
La vida ha encontrado en nuestro planeta un sinfín de caminos para realizarse. El número de especies eucariotas asciende hoy a cerca de diez millones, de las cuales una cuarta parte vive en los océanos. La amplitud de formas de vida abre preguntas interesantes: ¿Han sido la presión evolutiva, la evolución del clima y el movimiento de las placas tectónicas lo que nos ha llevado a esta biodiversidad o han evolucionado a la par y en interrelación la vida y el sustrato material que a ésta ofrece nuestro planeta? En otras palabras, ¿es la Tierra un escenario dinámico con características propias que han signado la evolución de la vida o ésta ha sido, a su vez, un factor clave para definir las peculiaridades del propio escenario? James Lovelock formuló la “hipótesis Gaia” hace poco más de medio siglo, inclinándose por esta última opción: la vida no es un sujeto pasivo en un escenario predeterminado. La biósfera y la evolución de la vida contribuyen a la estabilidad de la temperatura global, a la salinidad de los océanos, al nivel de oxígeno en la atmósfera y a otros factores de habitabilidad, en una suerte de homeostasis global. Lo vivo y su entorno evolucionan a la par, afectándose mutuamente, en un equilibrio que no es necesariamente estable: una fluctuación importante puede llevar al sistema completo a un nuevo punto de balance. Un buen ejemplo de ello parece haber tenido lugar hace unos dos mil quinientos millones de años, cuando la población de cianobacterias —algas verdeazuladas capaces de realizar fotosíntesis— creció desaforadamente e inyectó toneladas de oxígeno en la atmósfera terrestre. Las condiciones del entorno cambiaron radicalmente, una catástrofe climática en la que, como siempre, hubo perjudicados y beneficiados. Entre estos últimos están nuestros remotos ancestros, seres que desarrollaron el mecanismo de la respiración y pudieron aprovechar la oportunidad brindada por una atmósfera rica en oxígeno. Si bien es mucho lo que ignoramos sobre cómo se alcanza y cómo se mantiene el equilibrio, lo cierto es que la biodiversidad incrementa, en todos los modelos estudiados, la regulación de muchas variables que conducen a la estabilidad del clima. Los eventuales desaguisados que cada especie tienda a provocar en su entorno, por así decirlo, se cancelan entre sí con máxima eficiencia. El cambio climático que experimentamos actualmente no es sólo una cuestión de dióxido de carbono, metano u otros gases de efecto invernadero; también es un asunto de reducción de biodiversidad, algo que va mucho más allá de la pérdida de aquellas especies que nos resultan entrañables. El aprendizaje puede abrevar en el propio pasado de nuestra especie. Son varios los ejemplos de civilizaciones que padecieron algo parecido a la extinción como fruto de su crecimiento insostenible y desprecio de la biodiversidad. El extraordinario libro Colapso de Jared Diamond los describe con rigor. El caso de los mayas, si bien no es el más transparente, es paradigmático por tratarse de una civilización que llegó a un grado muy elevado de desarrollo y, sin embargo, creció demográficamente hasta acariciar el apocalipsis que mucho más tarde describió Thomas Malthus. En un territorio como la península de Yucatán, afectado periódicamente por sequías derivadas de la actividad solar y cuya irrigación hidrográfica tiene la peculiaridad de acontecer íntegramente bajo tierra, aflorando el agua en los magníficos cenotes, la superpoblación y el monocultivo del maíz derivaron en la práctica extinción de los mayas en el siglo X: de una población de más de diez millones se pasó, cuando llegaron los españoles, a una de decenas de miles. La deforestación y erosión de las tierras de cultivo y la sequía derivada de esta modificación del entorno, el aumento de la población por encima de los medios disponibles, las guerras internas por los recursos que declinaban y la ausencia de nuevos territorios a los cuales poder desplazarse constituyeron la tormenta perfecta. Los líderes mayas, entretanto, jamás dejaron de impulsar la construcción de templos que hablaran al mundo y a los dioses de su grandeza y opulencia, entreteniéndose en la miopía del “cortoplacismo”, como la orquesta que seguía sonando en los señoriales salones del Titanic. Cualquier parecido con la actitud de los líderes mundiales presentes es pura coincidencia.
El pájaro y su jaula
No sabemos si existe alguna forma de vida en otros rincones del Universo. Por un lado, saber que hay unas cien mil millones de galaxias con algunos cientos de miles de millones de estrellas cada una nos ha llevado a concluir que es casi inexorable la multiplicidad de la vida en el Cosmos. La célebre ecuación de Drake traduce estas elucubraciones a la respetada lengua de los números, confiriendo una pátina de certidumbre científica a esta hipótesis. Lo cierto es que no sabemos uno de los ingredientes básicos de esta ecuación: cuán probable es que aparezca vida una vez que están dadas las condiciones para ello. Más aún, sea el surgimiento de la vida un evento común o milagroso, su persistencia, imprescindible para que exista un proceso evolutivo, también podría ser un factor fuertemente restrictivo. Por ejemplo, es factible que en un planeta con dos o más satélites no pueda estabilizarse el eje de rotación lo suficientemente rápido como para permitir la regularidad climática necesaria para la persistencia. Si esto fuera cierto, habría un nuevo término supresor en la ecuación de Drake. La exploración astronómica de este siglo nos ha permitido identificar más de cuatro mil exoplanetas; es decir, planetas que orbitan a otras estrellas. Esto ha abonado los más descabellados proyectos de colonización espacial. Algo similar ocurre con los estudios sobre fuentes de energía como la fusión nuclear, que prometen ser limpias y abundantes. Vivimos, como especie, asomándonos cada día un poco más al abismo pero fantaseando con que en el último minuto, como en esas viejas series infantiles, aparecerá una solución mágica. No quiero decir con esto que no deban desarrollarse fuentes energéticas derivadas de la fusión nuclear —como ITER, el Reactor Termonuclear Experimental Internacional, del que podría haber novedades a fines de esta década—, ni que deba dejarse de lado la exploración de la Luna o Marte —o la de exoplanetas e incluso satélites de nuestro propio sistema solar que podrían albergar alguna forma de vida en su interior— con el afán de, como decía Stephen Hawking, “no poner todos los huevos en la misma canasta”. Sin embargo, cualquiera que haya pasado unas horas en lugares extremos de nuestro planeta como la cima del Himalaya o el desierto de Atacama puede hacerse una rápida idea de lo difícil que sería establecerse en esos sitios. ¡Imagínense en Marte! Lo que quiero defender en estas líneas es la urgente necesidad de mirarnos al espejo, de conocer nuestro verdadero rostro y reconocer que el pájaro lleva su jaula a cuestas: allí donde vayamos haremos los mismos destrozos, mucho más si no hay un mínimo de biodiversidad. La desaparición de especies que tiene lugar cada día es, además de un crimen contra la naturaleza, de pésimo pronóstico para el Homo sapiens. Mientras constatamos el aumento sistemático del nivel del mar, el retroceso de los glaciares, los incendios devastadores que sólo en el último año afectaron a la Amazonia, California y Australia, el aumento en el número de huracanes y tormentas tropicales, seguimos tolerando a dirigentes políticos que, como los líderes mayas, están embarcados en delirantes proyectos de grandeza que hace rato han dejado de rozar el patetismo para hundirse gozosamente en él. La biodiversidad enfrenta una crisis de dimensiones escalofriantes: 96 por ciento de la biomasa de mamíferos terrestres está integrada por seres humanos, ganado y animales domésticos. La biomasa de pollos en cautiverio es tres veces mayor que la del resto de las aves. ¡Estamos transformando el planeta en una enorme granja! En México el único mamífero marino endémico del Mar de Cortés, la bellísima vaquita, el cetáceo más pequeño del mundo, entró en el siglo XXI con una población de poco más de 500 individuos. Hoy quedan 18 ejemplares adultos. Es casi inevitable su desaparición para finales de esta década.
Un caos de arcilla dura
El aumento de la temperatura global del planeta durante el último siglo ha sido de un grado y no tiene vuelta atrás en lo inmediato. Parece poco. Sin embargo, como referencia comparativa, la catástrofe desatada en el año sin verano se debió a una disminución de poco más de medio grado que apenas duró unos meses. El apocalíptico poema escrito por Lord Byron en esos días aciagos acaba con versos estremecedores y poderosos:
Sin estaciones, sin hierba, sin árboles, sin hombres, sin vida, un bulto de muerte, un caos de arcilla dura.
El horizonte sombrío de que la Tierra acabe siendo un caos de arcilla dura, una piedra yerma errante en el Cosmos, uno más de los oscuros e inhóspitos astros que encuentran nuestros telescopios, fue vislumbrado hace ya dos siglos. No tenemos ningún indicio de que exista otro pálido punto azul en la gélida oscuridad de los cielos. Lord Byron ya dio voz a la nostalgia del paraíso perdido que embargará al último hombre:
Los ríos, lagos y océanos se detuvieron y nada se agitó en sus silenciosas profundidades; barcos sin marinero yacían podridos en el mar, y sus mástiles cayeron poco a poco: a medida que se desplomaban dormían en el abismo sin marejada. Las olas estaban muertas, las mareas en su tumba, la Luna, su amante, había expirado antes; los vientos se marchitaron en el aire estancado y las nubes perecieron; la oscuridad no tenía necesidad de ayuda de ellas. Ella era el Universo.
Modificar nuestro entorno hasta convertirlo en un lugar inhóspito para la vida de nuestra especie sería la mayor estupidez que pueda concebirse. A ella estamos abocados con la acendrada necedad y el pueril entusiasmo del idiota.
Imagen de portada: Pastizal en llamas en el Amazonas. 25 de agosto de 2008. © Rodrigo Baléia/Greenpeace