La fascinación por viajar hacia el espacio ha sido nuestra fiel compañera a lo largo de la historia y existe una extensa literatura que da cuenta de nuestras fantasías al respecto. Por supuesto, también existe una cadena de avances científicos y tecnológicos que han permitido hacer realidad algunos de estos deseos. Los más extraordinarios son, sin duda, haber pisado la Luna, tener una Estación Espacial Internacional y contar con excepcionales telescopios en el espacio. Para hacer un resumen adecuado de nuestra relación con el cosmos es necesario separar la ficción de la realidad, así que me limitaré a presentar algunas de las fantasías literarias que aparecieron antes del siglo XX.
Todas las cosmogonías del mundo, desde Mesopotamia hasta las Américas, nos describen seres sobrenaturales que habitaban los cielos y controlaban las fuerzas del universo; divinidades todopoderosas capaces de crear mundos y transformarlos para el florecimiento de la vida y de los humanos. Y aunque las vías aéreas eran de uso exclusivo de dioses y aves, en la mitología griega hay un par de mortales que se colaron al selecto club de las criaturas voladoras. El ingenioso Dédalo y su hijo Ícaro escaparon de su prisión en el laberinto de Creta volando con unas alas hechas de plumas pegadas con cera. Como sabemos, esta primera aventura espacial tuvo un desenlace funesto porque Ícaro desobedeció a su padre y subió tan alto que el calor del Sol derritió la cera de sus alas, dejando la eterna duda de qué es peor: vivir sin libertad o morir buscándola.
Los siguientes aventureros, cuyos viajes fueron reseñados en dos obras de Luciano de Samósata, no tuvieron que enfrentarse a esa disyuntiva. Contemporáneo de Claudio Ptolomeo, Samósata fue un escritor sirio del siglo II d. C., precursor de la ciencia ficción e implacable crítico de las fake news que difundían los historiadores de la época. En su libro Historia Verdadera (o Relatos Verídicos) se burla de ellos a través de las peripecias de un grupo de marinos que viajaban por los confines de los mares cuando su barco, arrastrado por una tormenta, fue a dar hasta la Luna. Ahí conocieron a los selenitas y a su rey, que estaban en guerra contra los habitantes del Sol. Terminado el conflicto, partieron hacia Venus y el Zodiaco, para finalmente regresar a la Tierra. En su otra obra espacial, llamada Icaromenipo, el autor nos regala una fantasía cuyo protagonista es el filósofo griego Menipo de Gadara, quien decide volar al Olimpo para dialogar con Zeus. Conocedor del error de Ícaro, en vez de plumas y cera usó un ala de águila y otra de buitre, y con ellas realizó una travesía interplanetaria que incluyó la Luna y la morada de los dioses.
Después de una larga pausa, quizá forzada por las vedas eclesiásticas durante el oscurantismo europeo, las crónicas espaciales reaparecieron en los inicios del Renacimiento. En el libro Orlando Furioso (1516), Ludovico Ariosto nos narra un peculiar viaje a la Luna, que, como sabemos, es el lugar a donde van a parar todas las cosas que se pierden en la Tierra. El motivo del viaje es una acción solidaria y caritativa del Duque Astolfo, quien estaba preocupado por los trastornos de Orlando. Este, enloquecido por el amor a Angélica, vivía en un total descontrol y destruía lo que encontraba a su paso. Astolfo acompañó a Juan Bautista en el carruaje del profeta Elías a la Luna, donde pudo encontrar y traer de regreso a la Tierra la cordura perdida de Orlando. Recuperada la sensatez, se desvanecieron los estragos causados por las toxinas del amor.
Unas décadas después, en 1543, se publicó póstumamente la teoría heliocéntrica de Nicolás Copérnico, que mostraba que la Tierra era similar al resto de los planetas. Tiempo más tarde, Giordano Bruno, quemado en la hoguera por la Inquisición en 1600, sostuvo que el universo era infinito y las estrellas comparables al Sol, con sus propios mundos girando alrededor. Ambos moldearon el pensamiento renacentista y cambiaron la visión que se tenía de nuestro lugar en el cosmos. Así que, una vez Ariosto reabrió el camino, y a pesar de la ominosa sombra de la Inquisición, aparecieron varios libros en los que se mezclaban las ilusiones de viajar a la Luna con la moral, la utopía y los planteamientos de Copérnico y Bruno.
En El Sueño (1532) el clérigo español Juan Maldonado relata que se quedó dormido mientras observaba el cometa Halley y soñó que viajaba a la Luna llevado por la difunta María de Rojas. Ahí admiraron la fertilidad del suelo lunar y la perfección de la sociedad que lo habitaba. Al regresar a la Tierra, María le mostró que en África también existe una sociedad feliz y perfecta. En un libro de título y trama similares, aunque publicado con el conocimiento astronómico de la época, Johannes Kepler nos lleva a un viaje esotérico. En El sueño o Astronomía de la Luna (1634) este famoso astrónomo alemán cuenta que se quedó dormido mientras leía la historia de la hechicera Libussa. En el sueño leía un libro sobre el joven astrónomo Duracotus, cuya madre convocó a unos espíritus que los llevaron a la Luna. El satélite estaba habitado y dividido en dos: Privolva, la cara oculta, y Subvolva, la cara que vemos, y desde la que se puede admirar la Tierra.
Poco después, en 1638, y también de manera póstuma, se publicó El hombre en la Luna del obispo Francis Godwin, el primer libro de viajes espaciales escrito en inglés. Su protagonista, Domingo Gonsales, un prófugo de la justicia española, en un aparato volador tirado por gansos amaestrados huye a otros países y llega hasta la Luna. El impacto de esta obra fue inmediato y animó al clérigo y secretario de la Royal Society inglesa, John Wilkins, a publicar su libro El descubrimiento de un mundo en la Luna en 1640. Inspirado por los textos de Godwin y Kepler, las ideas de Giordano Bruno y los descubrimientos de Galileo, Wilkins plantea que los planetas y sus lunas son mundos que pueden estar habitados, y propone construir carros voladores para colonizar la Luna. La popularidad de estas visiones fue en aumento, y en 1657 y 1662 aparecieron póstumamente los dos tomos de Viaje a la Luna de Cyrano de Bergerac. El autor describe sus diseños para volar hacia la Luna con el empuje de la evaporación del rocío o con el uso de cohetes de pólvora, treinta años antes de que Isaac Newton publicara sus leyes de la dinámica, convirtiéndose sin saberlo en el pionero de la propulsión a reacción.
La posible existencia de mundos habitados se extendió gracias a varios escritos. Uno de los más exitosos fue el libro de divulgación Conversaciones acerca de la pluralidad de los mundos, publicado en 1686 por Bernard le Bovier de Fontenelle. Un poco antes, en 1666, apareció la primera obra feminista sobre el tema, El mundo en llamas de Margaret Cavendish, Duquesa de Newcastle. La trama no menciona viajes al espacio, pero da cuenta de un mundo fantástico conectado de alguna forma con el nuestro. La historia relata las aventuras de una joven raptada en un barco por un mercader enamorado y los marinos que este contrató. Una tormenta los empujó hacia los mares helados del norte, donde los raptores murieron de frío. Arrastrada a la deriva por las corrientes, la protagonista arribó a otro mundo, cuyo único acceso es el Polo Norte. Ese sitio estaba poblado por una sociedad de animales que la convirtieron en su emperatriz y jefa militar. Una vez investida, dirigió exitosamente una batalla contra su mundo anterior y restauró la armonía. El libro sirvió como inspiración para la película del mismo nombre dirigida por Carlson Young en 2021, aunque el guión es muy distinto a la trama de Cavendish.
En Lisboa, en 1709, el sacerdote portugués Bartolomeu Lourenço de Gusmão demostró, basándose en el principio de Arquímedes, que un globo puede ascender con aire caliente y obtuvo la patente del invento. Desde entonces, los globos aerostáticos hicieron de la ilusión de flotar por los aires una realidad palpable. No fue sino hasta 1783 cuando el francés Jean-François Pilâtre de Rozier se convirtió en el primer ser humano que viajó en uno. Dos años después, Pilâtre de Rozier intentó cruzar el Canal de la Mancha en compañía de su amigo Pierre Romain, pero se estrellaron y murieron, por lo que son considerados las primeras víctimas de un accidente aéreo. Esto no hizo más que alimentar las fantasías de viajar en naves y artefactos dentro y fuera de la atmósfera terrestre.
Las historias de expediciones espaciales y encuentros con extraterrestres proliferaron en la Europa de los siglos XVIII y XIX, sobre todo en Francia. En 1705, Daniel Defoe, el famoso autor de Robinson Crusoe (1719), publicó El Consolidador, una fantasía sobre las relaciones con los habitantes de la Luna, los Lunarians, quienes han visitado la Tierra durante siglos y compartido sus inventos con las culturas chinas. El Consolidador es una nave espacial con plumas impulsada por un motor, inventada gracias a la colaboración entre China y la Luna. Esta primera mención de una nave espacial fue seguida por la descripción de otra muy diferente. En el cuento de 1728, Un viaje a la Luna, de Murtagh McDermot, nuestro satélite estaba habitado y, al igual que en la historia de Samósata, el héroe llegó a la Luna arrastrado por un torbellino. Ahí los selenitas lo ayudaron a construir una nave con una serie de barriles contenidos unos dentro de otros, como en una matrioshka, y posteriormente la enviaron a la Tierra utilizando un cañón. Para resistir la explosión, la base de la nave fue reforzada con hierro. Este es el primer relato donde se usa un cañón para viajar al espacio; el siguiente aparece más de un siglo después, en la famosa saga de Julio Verne, De la Tierra a la Luna.
Por su parte, el astrónomo alemán Eberhard Christian Kindermann sugirió en 1744 haber descubierto una luna en Marte y lo publicó en su cuento Viaje rápido en dirigible al mundo superior. El supuesto hallazgo nunca fue confirmado, pero el tema reapareció en 1752 en el libro Micromegas de Voltaire, donde el protagonista es un joven gigante nacido en un planeta de la estrella Sirio. Micromegas viaja de planeta en planeta usando rayos de luz o cometas como medios de transporte. En su visita a nuestro sistema solar conoce primero los planetas gigantes; en Saturno se hace amigo de un sabio y juntos visitan los planetas pequeños, donde notan que Marte tiene dos lunas y aseguran que estas aún no han sido descubiertas. Así que Kindermann y Voltaire nos dieron un dato sorprendente que se adelantó más de un siglo al descubrimiento, en 1877, de las dos pequeñas lunas de Marte, Fobos y Deimos, por el astrónomo Asaph Hall.
En 1765 se publicó Los viajes del caballero Ceton a los siete planetas de Marie-Anne de Roumier-Robert. La historia cuenta las aventuras interplanetarias de Ceton y su hermana Monime, que guiados por el genio Zachiel visitan y conocen a los habitantes de la Luna, del Sol y varios planetas. Estos últimos tienen atributos que corresponden a clichés: los marcianos son belicosos y los venusinos amorosos, aunque en el caso de los habitantes del Sol hay igualdad entre hombres y mujeres. En 1785 apareció el libro Las sorprendentes aventuras del Barón de Münchhausen de Rudolf Erich Raspe, un divertido cuento sobre las extravagantes vivencias de un noble alemán que, además de volar en balas de cañón, desafiar a los dioses y ganar batallas, visitó la Luna y entabló amistad con sus habitantes. El héroe está basado en un personaje real, un militar que fue conocido por las exageraciones con las que contaba su vida. El relato se volvió muy popular en el siglo XX gracias a que Georges Méliès y Terry Gilliam lo llevaron a la gran pantalla.
Camille Flammarion publicó en 1862 su obra La pluralidad de los mundos habitados e inmediatamente después aparecieron nuevos viajes hechos por medio de violentos cañonazos (sin considerar que los pobres viajeros terminarían convertidos en puré). El más conocido se encuentra en el antes mencionado De la Tierra a la Luna, escrito por Jules Verne y publicado en 1865. Al igual que el resto de las obras de Verne, este libro y su secuela, Alrededor de la Luna (1870), aparecieron en la transición de la primera a la segunda Revolución Industrial y estimularon aún más la imaginación de una sociedad que experimentaba cambios tecnológicos profundos. Esto fue evidente en las obras de otros autores, como en el libro Los desterrados de la Tierra, publicado en 1887 por el escritor Paschal Grousset. La novela inicia con la descripción de una empresa que desea hacer minería en la Luna, pero dada su lejanía, decide atraerla convirtiendo la cima de una montaña rica en hierro en un electroimán gigante. Como resultado, la cima es violentamente arrancada en el proceso y atraída hacia la Luna con todo y los héroes, quienes después de un tiempo consiguen regresar a la Tierra. Dos años más tarde, Georges Le Faure y Henry de Graffigny publicaron Las extraordinarias aventuras de un científico ruso por el sistema solar. El personaje principal, un astrónomo ruso llamado Mikhail Ossipoff, desarrolla un potente explosivo para usarlo en un cañón gigante con el que se pueda lanzar una nave al espacio. Su enemigo, el académico Fédor Sharp, se lo roba, hace que manden a Ossipoff a Siberia y toma el control del proyecto. Sin embargo, la hija del astrónomo, en compañía de su novio y otro científico, lo rescatan y usan un volcán para detonar el explosivo y lanzar su nave, con la que viajan a la Luna y se vuelven amigos de los selenitas. Ahí usan una nave con propulsión a reacción para ir a Venus, Mercurio y el resto de los planetas.
El siglo XX inició con tecnologías que transformaron las relaciones y costumbres de las sociedades; se extendió el uso de la electricidad y el teléfono, se popularizaron el cine y la fotografía, aparecieron los automóviles y el desplazamiento aéreo tuvo un fuerte impulso con el advenimiento de los aviones de hélice. En esta época de gran efervescencia también se establecieron las bases para los vuelos espaciales, e incluso se realizaron los primeros lanzamientos de cohetes. Por supuesto, todo esto provocó más desarrollo, y conforme avanzó el siglo, los avances en ciencias y tecnologías entraron en una espiral de crecimiento asombroso —en particular después de las dos Guerras Mundiales que mostraron las ventajas estratégicas del conocimiento—. Ni qué decir del siglo XXI, en donde se dinamizan las relaciones entre las disciplinas y los adelantos se obtienen aún más rápido.
Los resultados de esta evolución han modificado todos los ámbitos de nuestra vida, despertando nuevos sueños y generando una explosión de literatura fantástica que se ha convertido en una criatura de mil cabezas. Temas, deseos y estímulos sobran, lo que falta es tiempo para conocerlos, digerirlos y ponerlos en perspectiva.
Tenemos computadoras rapidísimas conectadas en una red global, con programas que aprenden y responden de inmediato cualquier pregunta. Hay robots autónomos entre nosotros y en el espacio. Unos satélites conectan las telecomunicaciones, otros vigilan la Tierra y la actividad solar, y otros más visitan planetas, lunas, asteroides y cometas. Se han descifrado genomas de microorganismos, animales y plantas; la biología sintética usa herramientas moleculares para diseñar órganos e incluso vida. Los observatorios terrestres y espaciales nos han abierto la ventana para ver, como si fueran nuestros vecinos, a los agujeros negros y los inicios del mismísimo universo.
En fin, la lista es larga y la realidad se ha vuelto casi indistinguible de la ciencia ficción. Así que cerramos esta conversación asegurándoles que esto es solo el inicio.
Imagen de portada: Jacob Peeter Gowy, La caída de Ícaro, 1636-1638. ©Museo del Prado