La tentación de no ir al trabajo es, sin duda, una de las más fuertes que puede experimentar una mujer, un hombre (una mujer-un hombre que tengan trabajo). Si tu turno es nocturno, y por consiguiente has de cambiarle la guardia a otro que a esas alturas está reventado, entonces la tentación se convierte en algo más sucio. Puede que te llame, o que al día siguiente empiece con palabras, siga con empujones y termine estampándote un puño en la cara. La mejor opción es convidar a tu novia a pasar la noche en el puesto. Noche, novia, soledad son tres términos que se amigan bien. Falta una botella y has ganado el póquer. Así lo hicimos. Me aseguré de que todas y cada una de las puertas estaban cerradas, me di paseo y medio, escruté las pantallitas y miré hacia afuera, por las ventanas. Presidía una noche cálida, el mundo exterior no iba a reventarla, como ordenada para una tregua. Da gusto el trabajo cuando no hay nada que hacer. Volví y mi novia ya llevaba cuatro dedos bebidos. Lo sé porque sólo me sonríe así entonces. Había que hacerlo rápido, si no se impacienta. Lo que me molesta porque a mí me gustan las cosas más bien tranquilas, y necesito el protocolo de beber yo también algo. —No seas pelma —le dije—, mira lo que te has tomado tú sola. ¡Como para hacerle sentir culpa! Se rio en mis narices. Me serví un trago, esquivando sus manos. Me lo quería quitar, apuraba su vaso, se había bajado el tirante de un hombro, le dio tiempo a pasarme la mano por el muslo. No entiendo, las mujeres pueden hacer varias cosas a la vez, o es que son ubicuas. Para colmo, acabé de beber un sorbo, uno tan sólo, más o menos, y ya se había ido. —Yujuuuuuuuuuuuu. Su voz había sonado por todos los rincones. Miré de inmediato las pantallas, pero no salía. Me palpé la pistola, ocupaba su sitio. Mientras no pierda el arma, mantengo el trabajo, me dije. Tampoco sé por qué. —Aníííííííííííííbal. No me llamo Aníbal, era un juego suyo. —¡Sara! —grité, su verdadero nombre. —Aníííííííííííííbal. —La que te parió.
Me serví otro trago, me lo tomé de un golpe, bueno, de tres sorbos; me coloqué la gorra, me aseguré el cinto y corroboré que no la delataban las pantallas; me aclaré la voz y me dije allá voy, soy un hombre tranquilo, por eso estoy aquí. Mis pasos de bota resonaban por las salas en silencio, con ecos de empleados que estaban descansando. Me gusta caminar de noche por ellas, igual que un rey en sus dominios. Durante un rato lo hice, olvidado de Sara. Pensando sólo en mí mismo, y en esta imaginación errabunda. Sara es un ladrón que se ha colado en mi recinto; el sabueso más listo irá a ponerle una balita en la frente. —Yujuuuuuuuuuuuu… Aníííííííííííííbal. Ahí estaba de nuevo. Su voz sonaba lejana, mi presa inalcanzable. Cítame, cítame otra vez si quieres. Ahora se había callado, parecía que entendiese. No me gusta que los conejos no den señales. No me gusta esa ventaja. —¡Sara! —le grité—. ¡Sara! Avanzaba por las salas, ya dije, después por un patio. —¡Sa-raaaaaaaaaaaa! Ni el viento. Vi luz en el tercero. ¿Cómo ha podido subir tan aprisa? Luego en el cuarto. Iba encendiendo todas las luces por donde pasaba. Corrí hacia la puerta. Antes de dos minutos habría puesto el edificio entero ardiendo de fluorescencias blancas. Un árbol de navidad a destiempo. —¡Aníbal! —me pareció escuchar. Yo le meto un tiro en la cabeza. Llamé al ascensor, alguien se había dejado la puerta atrancada. Me lancé a las escaleras. Subí, con la cacharrería, torpe y duro; en cada piso las luces, los pasillos vacíos, su huella vertiginosa. La borrachera de las prisas. Y mi maldito seudónimo horadándome las sienes que oía o fantaseaba. ¿Habré yo bebido también más de la cuenta? —Aníííííííííííííbal. Era un eco de un eco, del eco de una voz fallecida. —¡Sara! —grité—. ¡Sara! ¡Sara! ¡Por dios! Corrí, trepé, subí, alcancé el último piso. Las mismas luces de todos y nadie por allí. Desde una especie de balcón observé las instalaciones. Un aire nuevo se desplazaba de este a oeste y otro desocupaba la noche de la ciudad. Mañana haría buen tiempo, veinte grados lo menos. Abajo, la sombra de Sara avanzaba hacia la cabina. Viví en un mundo invertido de luces y sombras. Nos hubieran dado la vuelta como a un reloj de arena, y ahora a mí, que había subido, me tocaba caer. Bajé a la carrera, arreglé el ascensor. Abrí la puerta, atravesé el mismo patio. Una figura oscura se enmarcaba a la luz de la cabina por su ventana derecha. La barrera seguía bajada y las farolas con su pobreza amarilla a unos pocos metros tiznaban el parterre. Llegué hasta la entrada de la cabina. Sara bebía un sorbo con su habitual delicadeza. Casi inocente. Si hubieran sacado mi cañón, habría resultado un crimen. Me quedé quieto, resoplando, sudando, procurando que mi corazón dejase de latir a ese ritmo, que mis ideas adoptaran un orden. Que mi amor refluyese. Ella me sirvió un vaso y me lo tendió. Su sonrisa enigmática era todo lo que podía ofrecerme en aquel momento. Yo lo comprendí de ese modo. La imaginé frotándose contra mí. Follando locos los dos en ese mismo espacio. Frotándose como si ralláramos pan. Y después yo tras ella, batiéndome el cobre. Después así, después de la otra manera. Ella llamándome Aníbal, yo diciéndole Sara, Sarita. Las manos apoyadas en la pared o en el vidrio, los jadeos empañando el cristal, mi cuerpo chorreando, ella empapada. Las esposas por el suelo, la pistola quieta, la porra, la gorra, el traje, su vestido, todo repartido para el que llegue. —¿Qué te pasa? Me sacó de mi ensoñación. Bebí un trago. —Nada. —Este trabajo no está mal —ponderó—. Tienes tiempo para leer, para meditar, si quisieras. Había un deje de desdén, no creo que para mí, acaso por sus propios juicios invalidados. —Es muy solitario —continuaba con su repaso. —¡Mm! —Quizá lo peor sean las fantasmagorías. ¿No? Yo no entendía ya nada. —Puedo irme en cualquier momento, ¡desaparecer! —afirmó—. Y tú creerás que me has soñado. ¿No es ése el destino último de todo trabajo que realizan los hombres? —¡Pero qué estás diciendo! —me enfadé. Y ella me hacía gestos burlona, como si efectivamente fuese un trasgo. Se me despertaron deseos sexuales de nuevo. La miré con vicio. Ella no parecía muy proclive, la borrachera ¿la había transformado, realmente? En cuanto a mí, enseguida perdí toda la energía. Tanta carrera desperdiciada. Tenía sólo un vaso con un dedo de algo. Y enfrente mi fantasma favorito hablando de cosas raras.
Tomado de Fantasía lumpen, Páginas de Espuma, Madrid, 2017, pp. 19-23.
Imagen de portada: Precaución hueco del elevador. Fotografía de Memphis CVB