Selección
Nos las hemos arreglado para colonizar la mayor parte de nuestro planeta, para sobrevivir en desiertos, bosques y montañas en apariencia hostiles. Incluso en el casquete glaciar del Polo Norte, que es un océano congelado rodeado de continentes, el hielo marino es solo una delgada cáscara y los animales que nadan debajo de ella le han proporcionado al ser humano alimentos, combustible y prendas de vestir durante miles de años; pero en la Antártica la situación es distinta. Se trata de una vasta extensión aislada de roca, que está prácticamente sepultada bajo kilómetros de hielo. Este es el único continente en la Tierra en el que jamás ha habitado el ser humano. Hasta hace muy poco en la historia humana era un lugar tan misterioso para nosotros como la Luna. Aún en la actualidad, las estaciones temporales que salpican el continente son sistemas de soporte vital en miniatura, asideros para los humanos al borde de un extenso paisaje desconocido en el que todo lo que necesitas para sobrevivir tiene que ser traído desde otro sitio. Aun así, miles de personas siguen visitando la zona cada año: científicos, exploradores, aventureros y curiosos sin remedio.
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Visité el polo por primera vez en 1999. A no ser que seas un aventurero decidido a volver a trazar pisadas heroicas en esquís, en la era moderna el viaje se hace en una aeronave Hércules. El vuelo es ruidoso e incómodo, sin ventanas, apretujado en asientos de red e incrustado entre embalajes de cargamento; sin embargo, solo dura unas tres horas y media y, si tienes suerte y la tripulación sabe que es tu primera vez, quizá te invite a la cabina para apreciar el paisaje, beber un chocolate caliente e intercambiar argumentos con pilotos de la Guardia Aérea Nacional estadounidense por medio de los audífonos de diadema.
En el inicio del viaje sobrevuelas la Barrera de hielo de Ross, el enorme muro de hielo flotante de la Edad Heroica de la Exploración de la Antártida. Posteriormente, a medida que pasas por las montañas transantárticas que marcan el borde de la meseta, observas los primeros indicios de los poderosos glaciares que escurren desde la capa superior de hielo hasta la meseta inferior. Estas fueron las escaleras gigantes que usaron los primeros exploradores para escalar desde el banco de hielo inferior hasta la meseta. Sigues el camino que eligió Shackleton y luego Scott, el glaciar Beardmore, que es uno de los más grandes del mundo. (Amundsen descubrió su propio glaciar muy al este, al cual nombró Axel Heiberg, en honor al patrono noruego de las expediciones polares).
El tamaño del glaciar Beardmore es inimaginable. Desde arriba parece una supercarretera de mil carriles, llena de grietas y enormes surcos barridos. Guiándolo en ambos extremos, como pantagruélicos bordillos, se encuentran las cimas color marrón de la cordillera Reina Alexandra y el monte Commonwealth, apenas visibles sobre el hielo que fluye.
Entonces, cuando los picos de las montañas por fin se sumergen y la capa de hielo predomina, está… la nada. Nada en absoluto. Ya estás sobrevolando la capa de hielo del este de la Antártica, que es, por mucho, el cuerpo gélido más grande del mundo. En algunas partes alcanza un grosor de cuatro kilómetros y se extiende por más de diez millones de kilómetros cuadrados. Tiene tanto hielo que, si llegara a derretirse por completo, elevaría el nivel del mar más de 60 metros. Imagina todo el océano Pacífico extendiéndose una tercera parte de la superficie de la Tierra, desde China hasta California; luego súmale el Atlántico, el océano Índico, los mares del Sur y el Ártico. Ahora imagina cada centímetro cuadrado de nuestro acuoso planeta elevarse por encima de la altura de la Estatua de la Libertad. Así de grande es esa extensión de hielo que sobrevuelas.
Y, sin embargo, se ve plano, gris y, francamente, bastante soso. Durante mi visita en 1999, contando con los privilegios de mi primera vez como pasajera, estiré el cuello para echar un vistazo por una ventanita, tratando de imaginar la ardua caminata sobre la meseta un día tras otro, una semana tras otra, apoyándote en el arnés, respirando con dificultad en el aire enrarecido, entrecerrando los ojos por el sol, contrayéndote por el viento y el frío. No obstante, en lugar de eso, ahí, en el asiento del auxiliar de vuelo, aletargada por la calidez y el chocolate caliente, mi imaginación me falló y me quedé dormida.
Desperté con un suave codazo de la piloto. “Polo Sur a la vista”, me dijo. Me senté de prisa y vi una mancha blanca contra la piedra. Poco a poco, comenzaron a aparecer pequeños edificios y la bajada se hizo notoria, el copiloto contaba la altura en pies mientras los instrumentos registraban el descenso. “Arcoíris a las dos”, comentó de pronto por la diadema y todos voltearon a ver por la ventana donde un manchón borroso de arcoíris pendía del cielo. “Arcoíris a las diez”, respondió la piloto y nos dimos la vuelta para ver a su gemelo mirándonos desde la ventana de la compuerta. Después, los esquís de la aeronave tocaron la pista y tuve que desabrochar mi arnés y bajar la escalera gateando para tomar mi parka, mis guantes y equipo, y prepararme para escalar por el hielo. Una vez fuera de la aeronave, la luz cegadora del sol se mezclaba con el rugido de las hélices a unos cuantos metros de distancia. Estaba vagamente consciente de que una mujer se encontraba de pie entre mi persona y las hélices. Más tarde me enteré de que su trabajo consistía en evitar que los aturdidos neófitos como yo metieran la pata con las aspas. La aridez y la frialdad unieron fuerzas mientras la mucosidad dentro de mi nariz se congeló de manera abrupta y la primera bocanada de aire me raspó la garganta. Luego miré hacia arriba. Los “arcoíris” que habíamos visto desde la cabina eran dos manchones de luz brillantes y redondos llamados parhelios, uno a cada extremo del Sol, que se unían formando un anillo dorado luminoso. El origen de este fenómeno atmosférico bailaba a mi alrededor: el aire estaba repleto de diminutas esquirlas de cristales de hielo, polvo de diamante, que refractaban la luz solar y destellaban y brillaban con esta acción. Recordé que era justo el día de Scott, el 17 de enero, exactamente 87 años después de que él había llegado al polo envuelto en sufrimiento y angustia. El contraste me llenaba de remordimiento. Yo vestía prendas cálidas, estaba descansada y había comido y, para rematar, el continente había organizado este magnífico espectáculo de luces. Parecía que había caído por un extraño agujero del Conejo Blanco en el País de las Maravillas. Ese primer recorrido fue breve: solo dos días; sin embargo, la segunda visita, cinco años más tarde, parecía ser más sensata. La Fundación Nacional de Ciencias de Estados Unidos, que dirige la Estación Amundsen-Scott del Polo Sur, me había otorgado dos beneficios: esta vez me permitieron venir a principios de noviembre, justo al inicio de la temporada veraniega cuando la estación acababa de reabrir sus puertas; y me permitieron quedarme casi cuatro semanas. Podía darme el lujo de ralentizar el paso, empaparme de la atmósfera y tratar de retener los ecos del invierno que se acababa de marchar.
La Antártica es un continente de extremos y el invierno es la manera más extrema de experimentarlo. Durante la Edad Heroica no había opción; para estar ahí en verano, cuando el sol aparecía brevemente y podías hacer carreras en trineos y explorar territorios nuevos, tenías que pasar al menos uno o, con más frecuencia, dos inviernos atrincherado para protegerte de la negra noche y apretujado en una cercanía incómoda con un grupo de camaradas cada vez más irritantes en una chocita llena de humo, mientras el clima exterior te hacía rechinar los dientes y congelaba tu corazón. En 1915 uno de los primeros exploradores, atascado en una embarcación que se abría paso lentamente a través de los bloques de hielo, escribió la siguiente profecía en su diario:
De verdad, hay veces que deseo poder aparecer físicamente en casa por una o dos horas con tanta facilidad como lo hago en espíritu. Sin duda, los exploradores de 2015, si acaso queda algo por explorar, llevarán… sus teléfonos inalámbricos de bolsillo… y… por supuesto, entonces habrá una excursión aérea diaria hacia ambos polos.
No estaba muy alejado de la verdad. En la actualidad, la mayoría de los días de verano hay un avión de McMurdo con destino al polo; puedes visitarlo solo una parte de la temporada, cuando el sol ya ha vuelto, cuando las temperaturas son bajas pero soportables, y un flujo continuo de aviones trae consigo suministros y otros artículos. No obstante, si eres rudo de verdad, si estás preparado para ver el lado más crudo del continente y probar algo del aislamiento que experimentaron los primeros exploradores, tienes que pasar un invierno en este lugar. Durante los inviernos no hay aviones ni posibilidades de regresar a casa. Incluso en la actualidad, es más fácil salir de la Estación Espacial Internacional en caso de emergencia que salir del Polo Sur una vez que ha partido el último avión y el continente ha cerrado sus oscuras cortinas y estás congelado en medio del silencio. Jamás he pasado un invierno en la Antártica, y probablemente jamás lo haga, pero sigo aferrada a la idea, una fascinación que fue avivada por los muchos exploradores invernales que conocí en el lugar.
“El invierno es un animal completamente diferente del verano. Es como comparar manzanas con… camionetas”. Larry Rickard era un carpintero de Nueva Jersey, con quien me topé en la galera el día previo a mi llegada. Estaba comiendo midrats (raciones de medianoche) que se suponía eran solo para trabajadores del turno nocturno, pero a las que cualquiera podía acceder si, como yo, estaba hambriento, no podía conciliar el sueño y se lo pedía amablemente al cocinero. Era el 5 de noviembre, Estados Unidos acababa de reelegir a George W. Bush y la tripulación de la galera había servido un menú temático de “falda de cerdo asada, papas de esperanzas machacadas, salsa de jugosos negocios y sueños de calabazas”. En el muro había una campana roja con la siguiente leyenda: “Alarma de quejas” con un anuncio debajo que decía: “Sin compasión para los quisquillosos”. Un extremo de la galera no tenía más que unos ventanales gigantes enmarcando el mástil ceremonial y sus banderas a unos cuantos metros de distancia y, aunque era medianoche, el sol veraniego se abría paso al interior. Larry ya había pasado dos inviernos en el hielo, uno en Mactown y otro en el polo, y estaba a punto de embarcarse en el tercero. Era un hombre enjuto y lleno de energía. Tenía el cabello oscuro y rizado y las palabras salían de su boca a tropezones casi con una rapidez que no le permitía siquiera ordenarlas. Si hubiese sido un personaje de caricatura, sería un astuto labrador negro que habla a toda prisa. Fue Larry quien me dijo que el término coloquial para referirse a las personas del Polo Sur era polies y que visten prendas especiales: pesados overoles Carhartt y parkas verdes extra gruesas, que eran consideradas una medalla de honor mientras pasabas por McMurdo y mirabas con desprecio a la brigada de la parka roja. No obstante, Larry también tenía sus momentos poéticos, como cuando le costaba trabajo explicar cómo era el invierno en realidad:
Si tuviera que describirlo con una sola palabra, sería: rendirse, pero no en el sentido de abandonarlo todo, sino de someterse. Cederle todo el poder a algo más, darse cuenta de que pase lo que pase no puedes marcharte. Es algo muy poderoso. Eso es lo que lo vuelve adictivo para mí.
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Escuché esta idea en muchas ocasiones estando en el hielo. “Hace que te sientas diminuto”, me decían las personas continuamente. Y no lo decían en un mal sentido. No se trataba de sentirse humillado. Parecían encontrar un aspecto reconfortante en la presencia de algo que era incuestionablemente más grande y más fuerte de lo que podrían llegar a ser jamás. No importaba cuánto dinero tuvieras, cuántos superpoderes, qué tecnología hubieras desarrollado. En ocasiones, ese algo podría verse hermoso, en otras ingenuo, pero aquí abajo, si la Antártica decía que no, era definitivo.
Creer que eres importante como ser humano conlleva una responsabilidad determinada [me comentó un médico francés en Dumont d’Urville]. Si eres importante, tienes que demostrar ciertas cosas. Aquí no tienes que demostrar nada porque solo puedes someterte. Es casi un alivio. Te liberas de tu imagen de ser importante. Es distinto a elegir no demostrar las cosas… eso implica que no puedes ser mejor, es pretencioso. Lo valioso en este caso es que quedas desprovisto de la elección en sí misma, y si eliminas los falsos dilemas, puedes formularte las preguntas relevantes de verdad: ¿Qué es importante para mí? ¿Qué camino debo tomar? ¿Quiénes son las personas que extraño y por qué? ¿Quién me extraña?
Publicado originalmente en Antarctica. An Intimate Portrait of the World’s Most Mysterious Continent, Bloomsbury, Londres, 2012. Se reproduce con el permiso de la autora.
Imagen de portada: Charles Hamilton Smith, Halo with Three Parhelia, s.f.