Como ocurrió prácticamente en el mundo entero, la suspensión de las actividades escolares en todos los niveles educativos fue una de las primeras acciones de contención sanitaria que se tomaron en México para hacer frente a la propagación del virus SARS-CoV-2. La medida llegó antes, incluso, que el cierre de las actividades comerciales no esenciales y que la veda del espacio público. Frente a una emergencia sanitaria que rápidamente colapsó hospitales y servicios funerarios, el mandato era indiscutible: sin vacunas aún a la vista, lo único que podía hacerse era apostar por reducir al máximo la movilidad, fomentando que la gente se quedara en sus casas. Así lo hicieron millones de estudiantes desde el 27 de marzo de 2020. Pero lo emergente poco a poco se instaló en la superficie y comenzó a echar raíz. Desde la narrativa oficial, se pasó sin mediaciones del corto al largo plazo, de la Jornada Nacional de Sana Distancia a la Nueva Normalidad y, en el campo educativo, se llamó a retomar actividades desde finales de abril de 2020 bajo la consigna de Aprende en casa.
Aunque desde el principio estaba claro que pedagógica y académicamente la medida era insuficiente, la estrategia parecía tener sentido: mediante la transmisión en televisión abierta de contenidos organizados por grado escolar, la autoridad educativa buscaba garantizar, ante todo, cobertura. Millones de niños, niñas y adolescentes ya estarían de por sí en casa, expuestos a la programación basura que conforma gran parte de la oferta televisiva nacional (fake news incluidas); no era mala idea que pudieran acceder a un recurso que les ayudara, en primera instancia, a no perder por completo el ritmo de su proceso formativo al tiempo que, quizás más importante aún, les diera la posibilidad de abstraerse por algunas horas al encierro y el miedo, a la incertidumbre y el duelo generalizados que se habían instalado en el mundo de los adultos. Lo cierto es que pronto la programación del Aprende en casa comenzó a perder audiencia hasta prácticamente morir de inanición. Cierto es también que las autoridades no quisieron o no supieron revisar la estrategia propuesta, escuchando a los actores que dan vida día con día al proceso educativo: docentes, estudiantes y familias, que ya para entonces habían empezado a diseñar y a implementar sus propias estrategias artesanales en sus comunidades escolares locales. Y entonces llegó la inercia y, en los hechos, la estrategia pasó del Aprende en casa al Sálvese quien pueda. Una muy pequeña minoría no necesitó siquiera conocer los programas televisivos de la Secretaría de Educación Pública; las escuelas privadas de gama alta ofrecieron desde muy temprano la posibilidad de seguir avanzando en sus programas de estudio por medio de plataformas virtuales y dispositivos de los que docentes y estudiantes ya disponían y a los que estaban habituados. Otra pequeña minoría regresó a la escuela en un formato presencial o mixto en espacios a los que las familias de la clase media ilustrada empezaron a referirse con la fórmula de escuelitas clandestinas: espacios escolares alternativos que, no registrados ante la SEP, pudieron esquivar las directrices oficiales y seguir recibiendo en sus instalaciones a menores, poniéndolos a cargo de personal generalmente femenino y contratado de modo informal. No obstante, para la inmensa mayoría de los niños, niñas y adolescentes del país, aprender en casa significó improvisar con resultados desiguales (en el sentido de distintos y de cruzados por la desigualdad), dependiendo de las condiciones materiales y personales que les permitieran participar en las actividades que, con gran capacidad de adaptación y creatividad, además de con una vocación y un compromiso sencillamente conmovedores, organizaron los docentes de las escuelas públicas del país y de escuelas privadas de gama media y baja. Del lado favorecido de la brecha digital, los docentes aprendieron en tiempo récord a usar múltiples plataformas virtuales con las que intentaron recrear lo más fielmente posible la experiencia educativa del aula. Y es que el invaluable esfuerzo realizado por gran parte del magisterio resultó insuficiente para generar un espacio formativo estimulante o cuando menos no frustrante. Sin hablar siquiera de lo que ocurrió del otro lado de la brecha digital, donde el lugar de las plataformas virtuales lo ocuparon los megáfonos, los altoparlantes, las llamadas telefónicas y las visitas desde la banqueta; la virtualidad recrudeció las desigualdades sociales haciendo depender la experiencia formativa de las condiciones materiales de conectividad, espacio y acompañamiento adulto. Si en tiempos “normales” uno de los más serios desafíos pedagógicos reside en que los problemas en el proceso de aprendizaje no se vivan como un fracaso individual, la escuela a distancia provocó, además, que las dificultades formativas se tradujeran en una frustración íntima, que en muchas ocasiones concatenó o potenció otros conflictos domésticos e intrafamiliares. El tiempo siguió pasando. El ciclo escolar que había sido interrumpido por el primer pico de la epidemia terminó y, sin nuevas directrices institucionales, comenzó un nuevo ciclo escolar. No fue sino hasta mayo de 2021 que algo se movió: las autoridades manifestaron el propósito de que se regresara a las aulas antes del término del ciclo escolar y anunciaron que para ello se vacunaría a todo el personal educativo. Independientemente de la polémica que la vacunación anticipada del profesorado suscitó en el debate público, por primera vez en más de un año de contingencia sanitaria la inercia parecía detenerse: como había sucedido hacía tiempo en diversas partes del mundo, la reincorporación de los estudiantes a sus escuelas aparecía entre las prioridades de las autoridades en el manejo de la emergencia.
A esa medida siguió la indicación, a finales del ciclo escolar pasado, de que se regresara a clases en los estados con semáforo verde, entre los que se contó efímeramente a la Ciudad de México. Pero la indicación no vino acompañada de directrices claras y firmes acerca de cómo operar el regreso y, ante la resistencia de muchos y muchas, las autoridades rectificaron y comenzaron a hablar de un regreso “voluntario” y “consultado” con las familias. En los hechos, eso abrió de nuevo la puerta a la inercia, sólo que esta vez llegó de la mano de docentes, madres y padres de familia de las propias comunidades escolares. En no pocas escuelas comenzaron a circular “sondeos” a los que poco faltaba para preguntar “¿Estás de acuerdo con que tus hijos/as regresen a clases presenciales sabiendo que ello representa un riesgo grave para su salud y la de todos los demás?” Así, ante el inminente inicio de un nuevo ciclo escolar las autoridades endurecieron su posición: aunque la asistencia del alumnado sería voluntaria, la educación sería considerada una actividad esencial por lo que, con independencia del color del semáforo epidemiológico, el personal educativo tendría que presentarse en sus planteles desde el 30 de agosto. Tras un mes desde el regreso a clases presenciales en todo el país de la población escolar de educación básica, ya podemos adelantar algunos elementos para el análisis; por ejemplo, no se cumplieron los escenarios catastróficos de quienes, sin evidencia en la mano, seguían sosteniendo en agosto pasado que eran los niños quienes tenían la responsabilidad de contener la propagación del virus con su encierro y aislamiento prolongados. Hoy por hoy, los contagios siguen a la baja y las actividades escolares no han sufrido más que suspensiones parciales en algunos planteles educativos. Por otro lado, la indicación de que esta vez se regresaba a clases “llueva, truene o relampaguee” llegó nuevamente sin directrices institucionales claras respecto a cómo implementarla y sin un diagnóstico que permitiera, a escala de las zonas escolares, identificar las necesidades de cada plantel y comunidad educativa. Por mucho que el magisterio oficialista haya respondido de inmediato con un servil “¡Estamos listos, señor Presidente!”, lo cierto es que desde el inicio de este ciclo escolar cada centro educativo ha ido probando distintas hipótesis cuyos resultados siguen dependiendo de condiciones desiguales (en el sentido de distintas y de atravesadas por la desigualdad). Sería gravísimo que el regreso a clases cayera en una nueva inercia y no se aprovecharan los primeros cortes de evaluación bimestral para realizar un diagnóstico que estime con precisión el impacto educativo y psicoemocional de los más de 18 meses en que niños, niñas y adolescentes fueron víctimas de las inercias institucionales y sociales. Sólo a partir de ese diagnóstico se podrá iniciar lo que hasta ahora no figura en una narrativa institucional que parece demasiado concentrada en la recuperación económica: un plan nacional de recuperación educativa que deberá empezar por promover el regreso a la escuela de los millones que se quedaron en el camino. De no ser así, la inercia del regreso a clases seguirá impulsando la lógica del sálvese quien pueda.
Imagen de portada: Alex Dorfsman, Sin título, 2011. Cortesía del artista