Hace un tiempo me encontré con un promocional de Wolfgang, una aplicación creada por especialistas y la agencia de diseño holandesa Fabrique para experimentar la “riqueza de la música clásica como nunca antes”. La idea es la siguiente: al asistir a un concierto en vivo, Wolfgang te explicará casi todo sobre la música que escuchas minuto a minuto: las historias detrás de la obra, sus repercusiones, lo que deseaba el compositor al escribirla, el contexto histórico, la biografía de los intérpretes, etcétera. Sólo tienes que comprar la aplicación y con un clic Wolfgang te desplegará sus silenciosos y brillantes textos informativos, como cuando vas a un museo y los audífonos rentados te explican las exposiciones. Y digo “casi todo” porque en este “museo imaginario de obras musicales” en el que se ha convertido la música clásica falta lo fundamental: el acto interpretativo de cada uno. Pero ¿es posible escuchar música sin ningún tipo de idea preconcebida? Quizá cuando la música no es “clásica”, es decir, cuando no es de otras épocas y cuando no ha sido enmarcada y etiquetada, sometida a patrones de institucionalización que, al globalizarse y desvincularse de su contexto original, crean cánones y estereotipos limitantes. Por eso creo que cuando alguien critica o rechaza la “música clásica”, la crítica está dirigida a dicha imposición jerárquica que deja fuera las otras músicas, las otras manifestaciones sonoras. El rechazo tiene que ver más con el colonialismo y sus lógicas hegemónicas, con los viejos academicismos que se han dejado de plantear preguntas y con experiencias personales que con la interpretación de la música a través de la escucha y de la creación en el presente. Claro que la herencia ilustrada, la educación y la cultura estatales no han sido las únicas responsables de enmarcar la música del pasado; también están vivos y coleando los estereotipos que introdujo el Romanticismo contra la Ilustración y que se han instalado en nuestro imaginario: la música clásica es “universal”, “independiente al lenguaje”, “atemporal”, “intraducible”, “apolítica”, etcétera. Siempre me encuentro con estos clichés: cuando se anuncia un concierto, cuando se programa música clásica en la radio, o en obras literarias y de cine donde los clásicos de la música tienden a aparecer como algo sublime, inalcanzable, casi divino; no importa de qué música estemos hablando. Pero hay algo muy interesante y paradójico en todo esto: tanto la crítica más relevante dentro de la musicología como los movimientos descentralizantes del siglo XX (el arte sonoro, la etnomusicología, el movimiento de interpretación histórica, los estudios culturales, la arqueomusicología, entre otros) surgen en parte como rechazo a las consecuencias que acarrearon dichas ideas, tanto a la de lo genial absoluto como a los procesos de estandarización en la música y el arte en general. Aunque estas corrientes de pensamiento, también se transforman. Escuchamos música y la nombramos de manera similar a como nombramos y escuchamos el mundo que nos rodea, es decir, interactuando con los otros. Por eso, la música es tan política como las sociedades y los sujetos que la hacen sonar, que la escuchan y la interpretan. Decir lo contrario sería como excluirla de lo humano. La palabra “lenguaje” está de moda y a la vez crea sospecha; es elástica, permeable, sonora, punzante, capaz de adoptar múltiples fisonomías, ¡múltiples lenguajes!, capaz de construir saberes, discursos que la habitan y la modifican y, por lo mismo, resulta difícil acotarla en un diccionario. Por ejemplo, está la tendencia a pensar que el lenguaje es el texto o que por medio del texto se puede acceder al lenguaje mismo. Esto también lo vemos en el sinfín de artilugios creados para modular y hacer de los mensajes algo cada vez más preciso, para hacer de la realidad virtual algo cada vez más “real”. Pero el texto siempre se va a desdoblar tantas veces como sea leído. Entiendo mejor el lenguaje como esa metáfora que Jacques Lacan tomó de Heidegger al hablar de la función artística: una vasija que el alfarero produce con sus manos en torno al vacío. La creación humana gobernada por el lenguaje es esa vasija, que en el caso de la música es una especie de vasija sonora. Al respecto, el escultor español Evaristo Bellotti alguna vez dijo: “Uno no es tan artista como parece, o quizá y mejor, uno es y hace arte cuando hace en torno al vacío, lo cual, no hace siempre”. Con esto me imagino ese proceso de duda e incertidumbre en que el compositor se encuentra cuando compone, o el músico antes de tocar, cuando se percata de que su cuerpo mismo está sumido en el silencio. Por eso, Carl Philipp Emanuel Bach (CPE, le dicen ahora) escribió en su tratado que lo más importante en la música no era precisamente lo que sonaba. Y fue su padre quien creó a lo largo de su vida un tratado inédito de fugas sobre las diferencias posibles a partir de un único sujeto (El arte de la fuga) cuya intención apuntaba más a reflexionar sobre sus propios límites que a la ejecución de la partitura. Me pregunto si creer hoy que la música es independiente —¡o superior!— al lenguaje no será una forma de ignorar ese vacío. Sabemos, gracias a la reconstrucción que emprendió el movimiento de interpretación históricamente informada, que parte de lo que daba sentido a la música del pasado, y que se perdió en los procesos de conjugación normativa que emprendió la Revolución francesa, está ligado a prácticas orales: la improvisación, la transmisión de lenguas como la inegalité francesa y la ornamentación italiana; también a discursos relacionados a los afectos: la retórica musical, las afinaciones antiguas. Es como si, al atravesar el tiempo para formar parte de las instituciones, las concepciones musicales tendieran a despojarse de aquello que tiene que ver con el cuerpo y las pasiones para así cederle más espacio a la técnica y la racionalidad. Sabemos también que mientras más retrocedemos en el tiempo, menos indicaciones encontramos en la partitura y más similitudes hay con lo que llamamos “músicas tradicionales”. Esto es muy visible en países donde hubo colonización, como México. Gran parte de la música sobreviviente del Barroco se conserva en la voz de la música tradicional de hoy. Pienso en el son jarocho, heredero de la tradición musical del Siglo de Oro español y las fusiones que se han hecho en la actualidad por músicos tanto tradicionales como de la práctica históricamente informada (CD: Diferencias e invenciones: nuestro son barroco, de Tembembe Ensamble Continuo). Más adelante, cuando la escritura musical se vuelve más precisa y estandarizada, tenemos fenómenos como el de la música de banda, a su vez heredera del repertorio que circulaba en impresos decimonónicos, tanto mexicanos como europeos. Si la música clásica fuese universal, como muchos aún defienden, sólo tendría un sentido: el correcto. Pero hoy más que nunca sabemos que mientras más se busca la universalización, más exclusión hay. Y siguiendo esta lógica “universal”, una obertura de una ópera de Beethoven tocada por la banda de una comunidad mixe en Oaxaca como una ofrenda musical al río sólo podría escucharse desde una aplicación como Wolfgang y no desde la diferencia, desde la historia de los otros. La partitura, en su existencia material, es ambigua frente al despliegue del acto musical, frente a la apropiación de los individuos y las sociedades. Una obra como la Novena Sinfonía de Beethoven, por ejemplo, ha sido convertida en bandera para causas tan disímiles como la Revolución rusa y el nazismo, utilizada en un sinfín de películas y performances, programada continuamente en las salas de concierto de todo el mundo, declarada patrimonio de la memoria del mundo por la UNESCO… “¿Son los sonidos simplemente sonidos o son Beethoven?”, se preguntaba John Cage en 1961. Familiarizarse con un lenguaje necesita tiempo y rodeo, algo muy cercano a la etimología de la palabra traducir: “pasar de un lado a otro”, recorrer un trayecto, lo que implica una pérdida y un encuentro. La traducción también puede pensarse como un desplazamiento del sonido a la palabra, del sonido a la imagen, del sonido a la danza o de un lenguaje musical a otro, como las apropiaciones y cruces de géneros y disciplinas que se han hecho a partir de un repertorio que abarca más de medio milenio de música escrita (me vienen a la mente el último CD del pianista estadounidense Brad Mehldau, After Bach, el CD del violagambista italiano Paolo Pandolfo, Kind of Satie, los covers de canciones y madrigales de Purcell y Monteverdi hechos por la cantante de pop noruega Ane Brun, el CD con arreglos de Hughes de Courson, Mozart in Egypt y tantos más). Uno puede hacer estos cruces y preferir una interpretación u otra; para eso, como decía Roland Barthes refiriéndose al trayecto entre la lectura y la crítica, hay que cambiar de deseo. Seguir creyendo que lo que llamamos “música clásica” es intraducible es querer escuchar obras, compositores y lenguajes muy distintos entre sí desde una única posición: la de las certezas, la de los grandes monumentos inamovibles.
Imagen de portada: Tapilipa. Imagen de archivo