Tuve la ambición de escribir mis sueños por primera vez durante la adolescencia, en una libreta que tenía siempre bajo la almohada y que francamente me estorbaba al dormir. Como suele ocurrir, el acto de despertar borraba la mayor parte de las imágenes de mi sueño nocturno, ola que arrasa los castillos de arena. Me acostumbré a consignar en la libreta baratijas, pesca menor, anécdotas incompletas y pedacería onírica diversa. En una de esas libretas está el recuento de mi primer sueño lúcido; es decir, la primera vez que conseguí documentar por escrito un despertar dentro del sueño. Ocurrió el martes 28 de agosto de 2007, en algún momento de la tarde, durante una siesta. En el sueño conducía un auto a gran velocidad por la carretera; sentía el viento y el sol en el rostro, pero de pronto me di cuenta de que no había auto ni carretera ni sol incluso, sino que era yo mismo volando, sin ayuda de ningún vehículo. Recuerdo haber jugado a subir y subir tan rápido como podía, alejándome de la tierra, de las ciudades, del planeta mismo, hasta el extremo en el que mi ascensión parecía un desplome rumbo a un punto del infinito que me atraía con un magnetismo inevitable. El despertar de aquella siesta no fue abrupto, sino gradual. Como cuando abres una puerta con cuidado, atraviesas el umbral, y la cierras después. No puedo decir que desperté al terminar el sueño, porque ya estaba despierto dentro de él. En De la interpretación de los sueños, Sigmund Freud hizo un repaso de lo que se sabía a finales del siglo XIX, en Europa, sobre la medicina y la fisiología del dormir y el soñar. Ciertamente Freud no era el único interesado en este y otros fenómenos de la conciencia. Entre sus colegas, la discusión sobre la conducta moral del soñador estaba en boga. ¿Era posible reprobar moralmente a un hombre que cometiera un crimen en sueños? ¿A una mujer que se atreviera, mientras duerme, a realizar acciones que durante la vigilia serían impensables? El consenso era que el estado de sueño fisiológico otorga un salvoconducto moral importante, del cual sin embargo no hay que abusar. Recuerdo un sueño de infancia en el que le metía un balazo en el pecho a Alejandro, un compañero de escuela. Al despertar sentía un enorme remordimiento, porque en el sueño todo había sido “muy real”; el sonido seco del disparo, el cuerpo de mi amigo en el suelo, el peso del arma en mi mano, la culpa, todo se sentía “real”. Pero el daño lo había sufrido una imagen sin espesor, una figura imaginaria. No recuerdo si comenté el sueño con mi amigo, pero lo dudo. Lo que es cierto es que desde entonces tengo la íntima experiencia de haber matado a un hombre y haber escondido su cadáver en mis sueños. Como decía el psicoanalista James Hillman, durante el sueño los dioses (los arquetipos) se nos presentan con los atavíos de nuestros amigos más cercanos. La distinción entre el estado de sueño y la vigilia es frágil, porosa. Basta distraerse un momento para hacerla tambalear. La convención es que el día es día y la noche, noche. Los animales humanos viven una vida diurna, y durante la noche asientan procesos de recuperación energética durante un ciclo de sueño, cuya duración cambia y se estabiliza en diferentes momentos del ciclo vital. Gracias al sueño, dicen los fisiólogos, la memoria y el aprendizaje se afianzan; los cuerpos de los niños se estiran, los músculos se reparan, los órganos internos entran en un nivel de bajo consumo energético. El dormir es lo más cerca que los humanos estaremos del ronroneo felino. Por un momento nos olvidamos de la identidad, la conciencia, la guerra y el amor. A veces agradecemos las noches sin sueños porque podemos descansar del personaje que fuimos durante el día. El cuerpo humano hiberna estacionalmente entre cuatro y 18 horas diarias según la edad del individuo y la época del año. Al cabo de su vida, habrá dormido una tercera parte de su existencia. “El hambre, el sueño, el deseo, tal es el círculo en el que giramos”, escribió Séneca. Pero ese tercio de vida aparentemente inmóvil no se trata solamente de afianzar la memoria y estirar los huesos. Durante el sueño nos ocurren cosas, eventos, qué duda cabe. ¿O quién no se ha despertado gimiendo de excitación o de terror en mitad de un sueño? Aprendemos muy pronto a desechar estas experiencias como “meros” sueños, pero la observación sugiere que ahí se juegan cosas importantes. No he tenido que dispararle a un amigo ni volar por el espacio para tener imágenes sensoriales de lo que sentiría al hacerlo. A diferencia de la imaginación, el sueño nos muestra esas sensaciones, nos ayuda a imaginarlas ya sea para suscitarlas en la vigilia o para evitarlas. En la temprana adolescencia, el despertar sexual suele venir acompañado de sueños húmedos. ¿Pero estamos realmente despiertos durante las horas de vigilia? En otras palabras, ¿el estado de vigilia es igual al estado de conciencia? Somos capaces de justificar los errores propios y ajenos con las más alucinantes explicaciones; sin embargo, si se nos pidiera responder con toda honestidad por los resortes ocultos de nuestro deseo probablemente no sabríamos responder. ¿Por qué nos gusta lo que nos gusta? ¿Por qué deseamos lo que deseamos? Siguiendo impulsos, corazonadas y mandatos sociales, seducimos y somos seducidos, nos inscribimos en instituciones educativas, contraemos matrimonios y deudas, vivimos y morimos. Las acciones y decisiones que tomamos guiados por la razón, como han documentado los economistas respecto a las decisiones de consumo, son mínimas comparadas con las acciones y decisiones impulsivas. No explorar el deseo (o lo irracional que nos habita, para reducir el dramatismo de la frase) equivale a caminar dormidos por el mundo. Paradójicamente, la voluntad de soñar permite despertar en ocasiones de ese sonambulismo. Entre la precariedad, la obscenidad y la publicidad de la vida diurna, nuestros sueños nocturnos abren una línea directa con nuestros deseos. Una “vía regia”, como la llamaba Freud, al inconsciente. Soñar, en la vigilia o en el sueño nocturno, es fascinarse con una imagen. Es reconocer los deseos y aversiones que nos despiertan ciertas imágenes sensoriales. Y, a diferencia de nuestras elaboraciones diurnas, los sueños no entran completamente en las categorías de verdad y falsedad. Los sueños nos ocurren. Entre las escrituras domésticas, el diario de sueños, pariente extraño de la lista de compras y del diario íntimo, es un ingrediente necesario para registrar sus asociaciones, recurrencias y evoluciones. Según el crítico Maurice Blanchot,
Contamos nuestros sueños por una necesidad oscura: para hacerlos más reales, viviendo con alguien diferente la singularidad que les pertenece y que parecería no destinarlos más que a uno solo, pero más aún: para apropiárnoslos, constituyéndonos, gracias a la palabra común, no sólo en dueños del sueño, sino en su principal autor y apoderándonos así, con decisión, de ese ser parecido, aunque excéntrico, que fue nosotros durante la noche.
Pero ya escucho el carraspeo de los racionalistas de la última fila. Ya intercambian miradas de desaprobación; se nota que están a punto de recitar a coro el método científico, sedientos de refutaciones. Lo único que trato de decir, por lo pronto, es que ese tercio de la vida del animal humano debe radicalizarse; esto es, debe tener una raíz de conciencia porque, de lo contrario, el mero sueño fisiológico se vuelve utilitario descanso para continuar las faenas de la producción. Y la producción en términos humanos se trata de trabajo, y a mí me gustaría mucho que no existiera el trabajo, de manera que todxs pudiéramos dedicarnos a nuestras múltiples y variadas vocaciones —pero ése es un sueño de otro costal—. Así pues, el sueño no sólo es descanso fisiológico sino regulador de la vida libidinal; no sería descabellado pensar que los sueños son el organismo administrador del deseo. Renovadores, reveladores, aterradores cuando el deseo es más apremiante o incontrolable, los sueños y las pesadillas nos despiertan a realidades íntimas a las que probablemente no habríamos prestado atención de otra forma.
Para avanzar con más ligereza, lo mejor será ofrecer datos y cifras capaces de apaciguar a los racionalistas, que ya murmuran vituperios y se aprestan a dejar este texto sin leer, como un platillo poco apetecible o una broma de mal gusto. En 1957 William Charles Dement y Nathaniel Kleitman, pioneros en la investigación moderna del sueño, establecieron un modelo de cinco ciclos para describir la actividad cerebral durante el reposo. Diferenciaron cuatro fases lentas (duermevela, sueño ligero, delta y profundo), y una fase rápida, llamada MOR, siglas de “movimiento ocular rápido” (o “REM”, por sus siglas en inglés), que constituye un 20 por ciento de la noche. Es en esta fase donde ocurre la mayoría de los sueños. Los ojos cerrados se revuelven durante las fases lentas del sueño, mientras las neuronas producen hipocretinas que se inhiben por descargas gabaérgicas originadas en el núcleo ventrolateral preóptico del hipotálamo. Aunque el semblante del rostro no delate esta frenética actividad, las neuronas serotoninérgicas se cruzan mensajes en nuestro cerebro como si se tratara de una agencia de espionaje; estos mensajes nos ordenan bloquear los movimientos del cuerpo y disminuyen (sin cancelarla) la absorción de estímulos visuales, sonoros, táctiles y sensoriales en general. No puedo decir que comprendo completamente estos procesos, pero no necesito comprenderlos: se puede decir que es algo tan elemental que tú y yo podemos hacerlo incluso dormidos. Los fundamentales estudios sobre el sueño lúcido realizados en 1980 por el psicofisiólogo Stephen LaBerge, de la Universidad de Stanford, demostraron en condiciones de laboratorio la existencia de una facultad agente en la conciencia que permanece activa durante el sueño REM, fase que se caracteriza por un aumento en la frecuencia respiratoria y una actividad cerebral tan intensa como en la vigilia. La definición que LaBerge ofrece del sueño lúcido no es más compleja que “el sueño que ocurre cuando se es consciente de que se está soñando”. En su investigación, el psicofisiólogo y su equipo consiguieron comunicar señales convenidas durante la vigilia mediante un curioso experimento. A través del entrenamiento MILD (Mnemonic Induced Lucid Dream, o sueño lúcido por inducción mnemónica, por sus siglas en inglés), cinco participantes se quedaban dormidos en condiciones controladas y lograban comunicar una señal previamente convenida capaz de ser captada mediante encefalograma, electro-oculograma y electromiograma. En su sueño, un participante reproducía un patrón luminoso que observaba desde su paisaje de sueño (dreamscape); mientras tanto, en el exterior de su cuerpo, en el laboratorio de Stanford, los investigadores relacionaban el funcionamiento de su cerebro con el movimiento controlado de sus ojos. En el sueño, el participante elevaba su mirada y ejecutaba una secuencia consistente en cerrar ambos puños para deletrear las iniciales “S. L.” en código Morse. El movimiento de los ojos puede registrarse claramente en la señal del encefalograma, lo que permite constatar, a través de distintas noches y participantes, que es posible entrenar la conciencia para despertar y comunicarse durante el sueño. La técnica MILD de LaBerge fue desarrollada, al igual que algunas otras, en su libro de 1990 Exploring the World of Lucid Dreaming. Su origen se encuentra en ejercicios de meditación del yoga de los sueños, practicado aún en la actualidad en el norte del Tíbet, y cuyo objetivo es preparar al practicante para atravesar de manera lúcida el umbral de su propia muerte. El primer paso es fortalecer la intención de despertar durante el sueño; esto es, de adquirir conciencia de que se está soñando y modificar el sueño a voluntad. Esto se establece simplemente recordando en distintos momentos del día, especialmente antes de irte a dormir, que tienes la intención de recordar tu sueño al despertar. Posteriormente, el segundo paso consiste en registrar los sueños apenas despertar. Lo ideal sería despertar al final de cada ciclo de sueño nocturno y consignar (por escrito o en audio) las imágenes que hayas visto durante ese periodo, pero al principio basta con tratar de tomar algunas muestras. Si despiertas en medio de la noche y sientes que los párpados se te llenan de arena, procura hacer una breve nota de voz en tu celular o garabatear un par de referencias en un cuaderno (no lo guardes bajo la almohada), de modo que puedas reconstruir el sueño al despertar por completo. Existen apps para estas cosas, como “Despierta”. Ahora bien, cuando un sueño amenaza con borrarse antes de que pueda documentarlo, me sirve concentrar mi atención en un detalle aislado y llamativo, mientras más concreto mejor; puede ser una bola de billar negra, por ejemplo, que se encontraba al interior de una pecera. En el sueño lo llamaban “pez Ocho”, pero yo sabía que había algo raro ahí. Al despertar, recuerdo la bola de billar y consigno el episodio por escrito.
El tercer paso de la técnica MILD consiste en reducir los pensamientos a la órbita de una intención concreta y sintética, como “la próxima vez que sueñe, trataré de recordar que estoy soñando”. Aquí llegará la tentación de divagar, de enumerar los errores del pasado, de recordar antiguos amantes, e incluso sentiremos los primeros indicios del sueño en forma de comezón. No pierdas la intención ni te distraigas. Como cuarto paso, trata de reintegrarte al sueño en el punto en que lo dejaste; imagina que entras a él como si fuera el separador entre las páginas de un libro o una habitación que ya conoces. Recuérdate en todo momento que se trata de un sueño. En este punto intenta localizar algún tipo de anomalía, un error de continuidad en la trama del sueño, como la bola de billar al interior de la pecera en el paso número dos; con práctica y un poco de suerte, éste es el paso en que reconoces que estás despierto dentro de un sueño. Repite los pasos tres y cuatro si es necesario a medida que vas quedándote dormido. La idea es que la atención e intención de la vigilia no se adormezcan al atravesar el umbral del sueño. Conseguir despertar y explorar efectivamente el paisaje onírico es el objetivo de la técnica MILD. Arte culto y práctica popular, el relato onírico ha constituido, al igual que las artes, su propio campo y objeto de estudio. Entre la superstición y la psicología del inconsciente profundo, contar, recordar e interpretar los sueños forma parte de una experiencia íntima, prosaica o iniciática, según la intensidad del soñador. La conciencia del soñador no se parece, pues, a la conciencia política del activista, ni a la conciencia cinética de la bailarina. Es una meta-conciencia, una conciencia que se percibe percibiendo. Y ese tipo de percepción puede fortalecerse poderosamente con la práctica de la meditación. Más allá de las connotaciones religiosas, el objetivo es cultivar una dimensión espiritual mediante la respiración. Y meditar nos despierta al hecho de que nuestra conciencia, como un mosquito, nunca deja de moverse. Como difícil resulta asir la conciencia con la conciencia misma, así de benéfico es respirar unos minutos al día con plena atención. Trae a tu conciencia el vaivén de tu conciencia como un niño observando las nubes sin tratar de ponerles nombre. Sólo deja que las nubes-pensamientos pasen. La práctica constante disminuirá las expectativas irreales sobre iluminaciones y verdades trascendentales, pero sobre todo fortalecerá tu voluntad para estar presente en cualquier plano o convención de realidad, tanto en la vigilia como en el sueño. De aquel verso de Shakespeare donde hace decir a Próspero “We are such stuff as dreams are made on” [“Estamos hechos de la materia de los sueños”], suele omitirse el verso que lo complementa: “and our little life is rounded with a sleep” [“y nuestra pequeña vida se encierra en un sueño”]. El cuerpo meditando se parece a la gota de conciencia que surge en Próspero únicamente cuando se encuentra exiliado en medio del mar, sonámbulo de una vida propia y perdida que parece, cada vez más, un mal sueño.
Imagen de portada: Philippe Laurent Roland, Sleeping Boy, ca. 1774. Metropolitan Museum Collection CC