Imagino la literatura de Eduardo Halfon como una caja de dominó: cada partida es única, parcialmente diferente a las otras, pues siempre se juega con las mismas fichas. Todas las piezas guardan una relación entre sí y, sin embargo, no todas tienen una correspondencia secuencial. En cierto sentido, ninguna ficha resulta indispensable para el acomodo de las otras, pero sus valores y silencios definen el rumbo del juego y el destino de los demás libros. Así, Halfon ha construido una obra cuyos silencios le han permitido hilvanar un telar de varias historias que constituyen una sola. Los libros de Eduardo Halfon se cruzan, se interponen y se complementan. El escritor nacido en la Guatemala de principios de los setenta ha dedicado sus últimos libros a crear una sola novela por entregas. O al menos eso dicen algunos de sus críticos y lectores. Sin embargo, enclaustrar el proyecto literario de Halfon en el género de la novela no es del todo preciso; se puede afirmar que su obra tiene la destreza de mimetizar en un mismo mundo narrativo cuentos y novelas, demostrando que el afán de categorizar, de segmentar géneros para trazar entre ellos una jerarquía, es obtuso y responde principalmente a un mandato comercial. El guatemalteco no fue un lector precoz, por consecuencia, tampoco un escritor juvenil. A los veintisiete años un accidente derivado de una crisis vocacional lo alejó de la ingeniería y lo aproximó de manera fortuita a la literatura. Se convirtió en un adicto, en un verdadero yonqui de las palabras que leía apasionadamente intentando recuperar el tiempo perdido. El debut literario de Halfon se emparejó con la efervescencia de eso que se ha llamado la “literatura del yo”. El autor se enmarcó cronológicamente ahí y se convirtió acaso en un (falso) exponente de ella. Después de un par de libros iniciales, acogidos con redobles y fanfarrias, en 2008 inició un viaje que podría confundir a los despistados. El boxeador polaco fue el libro inaugural en donde un personaje protagonista también llamado Eduardo Halfon se revela como un nómada —cigarro en mano, erudito y docente de literatura—, que busca respuestas a las preguntas que le ha dejado la memoria familiar. A ese libro fundacional le siguieron La pirueta (2010), Monasterio (2014), Signor Hoffman (2015), Duelo (2017) y Canción (2021), todos editados por Libros del Asteroide. Si la literatura suele ser caprichosa, no pocas veces la crítica literaria lo es aún más. La autoficción, vanagloriada hace algunos años, hoy se apuntala como el peor pecado que puede cometer un escritor de nuestros tiempos. Se desbordó la creación autobiográfica y, con ello, se saturó la capacidad de elogiar ese tipo de historias. Desde luego que una narrativa ensimismada, con cortos alcances empáticos, envuelta en pleonasmos, preocupada sólo por el dolor de muelas de quien la escribe, se condena al desprecio de cualquier lector. No obstante, en la desestimación a granel de las narrativas autobiográficas se corre el riesgo de desechar parte de la mejor ficción contemporánea. Por ejemplo, la empresa literaria episódica que Eduardo Halfon ha escrito hasta hoy. Ficción pura, disfrazada de yo. Con un potencial de resonancia al que sólo la verdadera literatura puede aspirar: la anécdota particular de la vida privada de Halfon, una vez escrita, adquiere universalidad en manos del lector. Todos nos convertimos en aquel personaje llamado Eduardo Halfon. ¿Qué tanta verdad esconden los pasajes de los libros del escritor guatemalteco? Depende de quién los lea. Quizá la mejor manera de sintetizar con fines explicativos la narrativa de Eduardo Halfon se encuentra en un fragmento inicial de su más reciente novela, Canción:
[…] había abierto el armario y había encontrado ahí el disfraz libanés —entre mis tantos disfraces— heredado de mi abuelo paterno, nacido en Beirut. Nunca antes había estado en Japón. Y nunca antes me habían solicitado ser un escritor libanés. Escritor judío, sí. Escritor guatemalteco, claro. Escritor latinoamericano, por supuesto. Escritor centroamericano, cada vez menos. Escritor estadounidense, cada vez más. Escritor español, cuando ha sido preferible viajar con ese pasaporte. Escritor polaco, en una ocasión, en una librería de Barcelona que insistía —insiste— en ubicar mis libros en la estantería de literatura polaca. Escritor francés, desde que viví un tiempo en París y algunos aún suponen que sigo allá. Todos esos disfraces los mantengo siempre a mano, bien planchados y colgados en el armario.
La literatura de disfraces de Halfon es, también, una literatura de viajes: Guatemala, Estados Unidos, Israel, Serbia, Polonia, Italia y nuevamente Guatemala, pero la de los años setenta, el refugio de la infancia. Pareciera que el narrador se disfraza precisamente para viajar. La pulsión andante de Halfon —del personaje escrito por Halfon— es ineludible. El viaje permanente se antoja detectivesco, buscando significados o quizá, mejor dicho, despojándose de ellos. Depura una escritura lírica, por momentos minimalista, para consolidar la idea de una prosa cuyas virtudes radican en el significante y en la promesa de un significado que queda abierto para cada lector. Temas como el judaísmo, la creación literaria, el nacionalismo latinoamericano, la comunidad libanesa, el exilio autoimpuesto, la lengua materna y la lengua adoptada, la adicción a la nicotina, la identidad cultural, la familia y sus cicatrices consanguíneas son algunos de los colores que componen el mosaico de la obra de Eduardo Halfon, los catalizadores desde donde utiliza los diversos disfraces que habitan en su vestidor. Canción narra una historia anterior a la existencia del propio autor e incluso del narrador. El libro cuenta el secuestro que sufrió Eduardo Halfon —otro Eduardo Halfon—, el abuelo libanés del protagonista, en 1967 a manos de la guerrilla guatemalteca. Este evento marcó el origen de un acecho violento que terminaría por expulsar de Guatemala a la familia Halfon en 1981, el día exacto del décimo cumpleaños del hoy escritor; suceso sobre el que se erige el mito fundacional de su actual proyecto narrativo. De manera que el sexto libro de la saga podría ser el primero, pero vale la pena repetirlo: también podría ser el segundo, el tercero, el cuarto o el quinto, pues la lectura holística de la obra no es secuencial en sus partes. Como una práctica frecuente en sus libros, el autor nos regala una provocación desde el título: Canción es el apodo de uno de los secuestradores de su abuelo, un guerrillero caritativo que en pocas líneas nos demuestra que los verdugos también son víctimas de sus contextos. Se nos devela este dato en las primeras páginas y se nos hace creer que por ese camino correrá la novela. No obstante, conforme avanza la lectura, más rápido que tarde se llega a asimilar que Halfon no cuenta la historia que su título sugiere o aquella que el lector comodino esperaría. Canción es un libro pendular que dibuja una trayectoria desde un anómalo encuentro académico de literatura libanesa en Japón, hasta una memorable conversación en un sórdido bar guatemalteco —de esos que abundan en nuestra región— que deja registro objetivo y satelital de lo que fueron las Fuerzas Armadas Rebeldes (FAR), primera organización guerrillera en Guatemala. Finalmente, el péndulo oscila de regreso al viejo oriente para dialogar sobre literatura e identidad, un gesto que resulta brillante para reflexionar en torno a la ficción y sus disfraces, esos que han ayudado a afianzar la fama presente de la categoría, acaso mal llamada “autoficción”. En el justo medio, el escritor se adentra en la violencia de su país, un tema abigarrado que hasta entonces parecía incomodarlo, quizá por sentirse ajeno a él, por parecerle que el resultado escrito se sentiría impostado, por haber crecido en el exilio lejos de esa violencia que lastimosamente perdura. El resultado es una pieza loable de literatura que nos hace sentir lo leído en latido propio y que nos deja con una duda en la cabeza: ¿estamos frente a la última partida de dominó? ¿Acaso el juego ya se cerró con fichas que aún no han sido colocadas en el tablero? Imposible saberlo, sólo podemos intuir y contar los puntos que tenemos a la vista. Lo cierto es que Halfon seguirá escribiendo, desde su yo o desde otro.
Imagen de portada: Edvard Munch, Evening, Melancholy I, 1896. Major Acquisitions Fund, The Cleveland Museum of Art.