La Copa del Mundo es, para muchas personas en el planeta, un evento que de repente sucede. Cada cuatro años, súbitamente, está ahí. Casi sin darse cuenta, a estas personas comienzan a rodearlas intercambios de estampitas, quinielas, planes de diversa índole (desayunos, cenas, asados, taquizas o lo que sea que justifique juntarse a “ver” futbol, aunque en realidad la idea sea comer y beber), con gente que puede ni siquiera caerles tan bien, y trivias con datos que olvidarán la semana siguiente.
Disfrutan del futbol como un evento social más. No es su principal interés ni pretenden que lo sea; sino simplemente una excusa para convivir y participar en las conversaciones de sobremesa.
El interés ocasional de este grupo contrasta con quienes se encuentran en el extremo opuesto. Se trata de entusiastas que esperan este evento con anticipación, a quienes la ansiedad y la excitación les impulsan a seguir toda clase de rituales, actividades y conversaciones para sobrellevar la expectativa. La camiseta oficial forma parte de su indumentaria desde que salió a la venta y saben perfectamente quiénes son los seleccionados nacionales y por qué tendrían o no que participar de la justa. Para ellos el futbol es y será lo más importante durante las próximas semanas. El justificante médico para no asistir a la oficina o a la escuela está presto para usarse —firmado y guardado en el cajón—, también la lista de estampas para canjear (solamente faltan dos, y si no salen en un sobre se emprende un viaje al Centro para comprarlas. Atención: esto último JAMÁS se confiesa en público), mientras la organización de la quiniela se logra después de algunas controversias y errores administrativos encontrados en el Excel.
Si trasladáramos todos estos elementos —y muchos más— al área cuantitativa para después generar una sumatoria, podría suponerse que el resultado sería mayor que cero. Ustedes, lectores que aprecio, sabrán disculpar la incapacidad de quien escribe para ilustrar esta idea con mayor lucidez, dado que Metodología de la Investigación y Matemáticas nunca tuvieron calificaciones muy altas en mi boleta. Además, es importante alimentar el cliché del limitado intelecto de los periodistas deportivos, ¿no? El punto al que quiero llegar es que la sumatoria de estos dos grupos en efecto nos da un lamentable CERO (casi como mis notas en las materias ya mencionadas). El desapego de unos y la intensidad de otros generan que los temas en torno a la Copa del Mundo se conviertan en poco más que un comentario de sobremesa para el primer grupo y una piedra en el zapato para el segundo. Volveremos a este punto más adelante.
Por lo pronto, centrémonos en lo estructural más que en lo individual, en ese tema que tanta gente se acerca a preguntarme. Aunque ya sepan la respuesta, buscan con morbo y entusiasmo una confirmación: “Marion, ¿qué tan corrupto es el futbol?”. Bueno, si juntamos a todos los gobiernos de la historia de México en una licuadora tal vez lleguemos a darnos una idea.
No es una novedad que la FIFA y el futbol se encuentran en una constante crisis de credibilidad y desconexión con la realidad. El organismo que controla el deporte más famoso del mundo existe por y para sí mismo, lejano a cualquier entendimiento de algo que no sea verse el ombligo mientras cuenta billetes y ondea la bandera de la fiesta de “la igualdad, el jolgorio y la unión entre países a través de una pelota”. “¡La pelota es redonda como el planeta Tierra!”, “Qué hermoso, señor Godínez, queda aprobada la campaña”.
Desde que Maradona —en su defensa, uno de los grandes antagonistas del organismo— pregonaba ser un ejemplo para la juventud y era usado como imagen para campañas contra el consumo de cocaína, la FIFA se ha caracterizado por su incapacidad para vincularse con su entorno y con la comunidad gracias a la cual existe. Bajo el lema de no inmiscuirse en asuntos de corte político y religioso (sus futbolistas e instituciones son objeto de severas multas si expresan dentro —y a veces también fuera— de la cancha cualquier postura sobre estos temas) ha logrado sortear las pantanosas aguas repletas de cocodrilos que implicaría asumir una postura ante la barbarie, la discriminación, las dictaduras y la violencia. Sin embargo, ¿cómo es posible que durante tantos años pueda mantener su monolítica estructura sin desmoronarse, como ocurre con la selección mexicana en los octavos de final de las Copas del Mundo?
La respuesta siempre será multifactorial y es imposible no apuntar el dedo hacia los propios yerros del organismo. También es ineludible la responsabilidad que carga desde hace décadas el entorno generado por patrocinadores, televisoras, ligas, federaciones, futbolistas (varones) y sus representantes.
Aquí es donde resulta particularmente interesante hacer un ejercicio de imaginación. Si el futbol —varonil— fuera una persona, ¿cómo sería? Por futbol me refiero a la industria del futbol profesional y no al deporte en sí mismo.
Mi respuesta, y con ello no pretendo de ninguna manera influir en su juicio (guiño, guiño), es que sería un hombre blanco, de mediana edad, MUY conservador, heterosexual (o al menos que pretende serlo a toda costa), con traje y corbata, pero calcetines que lo hagan ver juguetón y con onda, tal vez con un acento de color para sentirse más accesible y cercano a los chavos, en pro de la “liberación” [sic] de las mujeres (aunque sin ganas de invitarlas a las reuniones o al menos de reunirse con ellas a solas porque “no vaya a ser que lo acusen de acoso, hoy en día ya nunca se sabe”), y con argumentos tan sólidos como “la gente pobre está así porque le falta emprendimiento”. Este personaje puede existir libre y felizmente gracias también a la complicidad de la comunidad que alimenta al futbol y de quienes pasan de largo a su existencia. Mantener el futbol en los márgenes de nuestra vida es casi tan peligroso como caer en las garras del mal llamado “opio del pueblo”. En un mundo en el que las élites se escandalizan por la “cultura de la cancelación” —tan inexistente como el “racismo a la inversa”— es vital para el ejercicio democrático y la defensa de los derechos humanos hacer un llamado a la cultura de la rendición de cuentas.
Aquellas voces que atacan a periodistas —como a quien suscribe—, exigiendo que nos dediquemos a hablar de “futbol cancha” [sic] y dejemos de lado el aspecto social, económico y geopolítico de este deporte, perciben una amenaza sobre su objeto de deseo si es cuestionado para su mejora y subsistencia. Quienes pasan de largo pensando que el futbol no les afecta, es algo ocasional y poco relevante, que como mucho les lleva a algunos compromisos sociales y a beber más cervecita de lo habitual, no han reparado en que es fundamental su participación en la cultura de la rendición de cuentas para poder inclinar un poco la balanza.
Las atrocidades que han atravesado a migrantes y grupos históricamente vulnerados en Catar se han documentado desde hace por lo menos diez años, mientras que la corrupción y la falta de transparencia en la organización y ejecución de las Copas del Mundo se conocen desde al menos sus últimas cuatro ediciones (desde 2006, para ayudarles con las cuentas, porque me tomó un ábaco y quince minutos llegar al año). A unas semanas de que arranque la justa esto se ha convertido en tema de sobremesa y, desafortunadamente, me temo que pasará tan rápido como la selección nacional por esas tierras de prohibición de la homosexualidad y la libertad de las mujeres.
Es injusto, sin embargo, centrarnos únicamente en lo individual —o colectivo, si pensamos en la dicotomía de los grupos planteados— cuando la información al público es tan inexistente como la diversión en la nueva camiseta de Dinamarca (spoiler alert: es negra en protesta por las violaciones a los derechos humanos en Catar). ¿Cómo puede el periodismo deportivo hacer un trabajo ecuánime si a la vez debe promocionar un producto que le permita subsistir dado el enorme gasto en permisos de transmisión que significa una Copa del Mundo? Este dilema de la filosofía del periodismo deportivo da para un dossier completo, e indudablemente me llevará a alzar el dedo y gritarle a las nubes como la mujer neurodivergente que pretenden hacerme ver en la cloaca que es Twitter: “¡SE LOS DIJE! ¡SE LOS DIJE!”.
Resulta preocupante anticipar —y espero que esto no se cumpla— que la cobertura del Mundial tendrá a pocas mujeres como protagonistas (tampoco hace falta ser hechicera para saberlo), pero que además tendrá a voces masculinas no sensibilizadas en temas de género y diversidades como embajadores —no conscientes de su nombramiento— del discurso que Catar busca posicionar: un país a la vanguardia que no presenta mayores problemas para nadie (o para el hombre blanco cisgénero heterosexual que es el futbol). Echemos a andar la imaginación, ¿no es factible pensar en una conversación en la que varios asistentes al Mundial comenten entre ellos: “Oye, José Miguel, la verdad no sé por qué se quejan tanto aquí, si allá las mujeres están peor. Aquí hasta pueden manejar y lavar los trastes sin pedir permiso”, o “La verdad es que las mujeres allá no están tan mal, yo las vi re bien caminando por la calle”. Nuestra visión del evento estará directa o indirectamente permeada por la cobertura mediática de la justa, incluídos los clichés racistas y de apropiación cultural que ya son parte habitual del menú.
Mientras algunas federaciones se preparan para hacer tibias manifestaciones de descontento, como una cinta de capitán con un corazón y un arcoíris (pero tenue y pequeño para satisfacer a los grupos LGBT+ sin comprometerse demasiado), la propuesta de la Federación Mexicana de Futbol ha sido novedosa: con su silencio busca emular lo que pretende oír en sus estadios cuando despeje el portero.
De cara a una Copa del Mundo femenil (anoten para la sobremesa: Australia y Nueva Zelanda 2023) y una varonil de la que México será anfitrión en 2026 (dato trivia: diez partidos a celebrarse en Monterrey, Guadalajara y la Ciudad de México. El Azteca se convertirá en el primer y único estadio en albergar tres mundiales), resulta perturbador que el esnobismo intelectual —que nos impide ver el futbol como un mecanismo que permitió a Putin legitimarse mientras en la oscuridad movía otros hilos— o la miope emoción —que únicamente nos deja ver al balompié como un juego de estrategia con veintidós personas pateando una pelota (y un árbitro que todo lo arruina)— sean justamente las posturas que conviertan al futbol en nada más que una sumatoria cero, unas buenas botanas y un álbum a medio llenar en el fondo del revistero del baño.
Imagen de portada: ©Alicia Caboblanco, Natalia Gaitán, 2022. Cortesía de la artista y Lunwerg Editores