Hay veces en las que el humor es el mejor vehículo para tratar temas serios. Esto lo sabe bien Jorge Comensal, quien ya había puesto a prueba ese registro de sonrisa aguda con una sátira afilada de los viscosos entramados de la parentela, condimentada con una dosis precisa de erudición científica e histórica, en su genial debut como novelista, Las mutaciones (2016), obra agridulce que elabora en torno al coco de la salud pública: los oscuros linderos del cáncer. En Este vacío que hierve, su segunda novela, lo hace abriendo un tanto el encuadre para abordar el coco de la salud planetaria: el calentamiento global, esa tumoración climática que hemos desatado y que todos los días pareciera revelar nuevos síntomas que agravan el diagnóstico en el que, desde hace años, se empeñan los científicos sin que nadie les haga caso. Advierten que la metástasis es inminente y a todas luces fulminante, si no para la humanidad en su totalidad, al menos para una fracción alarmante de los 8 mil millones de personas que sobrepoblamos el planeta, así como para el catálogo cada vez más angustioso del resto de criaturas y sus ecosistemas.
“Esta es una novela tan trágica como cómica, tan clásica como contemporánea, tan mexicana como universal, que pone en escena a unos personajes erráticos, complejos e inolvidables”, sentenció atinadamente Alejandro Zambra respecto a Las mutaciones. Traigo este comentario a cuenta porque, me parece, podría estar refiriéndose a Este vacío que hierve, que nos presenta una saga de personajes llenos de discordancias, confusiones, prejuicios, deseos frustrados y placeres culpables que son guiados por una tríada de protagonistas obsesionados con el mundo animal y la extinción masiva en ciernes. Decía Ricardo Piglia que “la familia es una máquina de producir ficción sobre sí misma”. Esta máxima bien podría guiar las cuerdas que tensan el arco de estas páginas: tribulaciones identitarias, secretos explosivos, furores religiosos y exhumaciones clandestinas; fantasmagoría, prospecciones cósmicas, pandas clonados, autismo y dobles personalidades; teporochos de panteón, devotos de la Santa Muerte, unas cuantas entradas del kamazootra —la deslumbrante vida sexual de la fauna— y no poco abuso de la copa marcan la pauta de la acción, al tiempo que las llamas dejan el zoológico de Chapultepec reducido a cenizas y consumen lo poco que queda de bosque en esta megalópolis que se desmorona a pedazos.
De Comensal resulta envidiable, además de su sensible inteligencia y vasto bagaje literario —quien haya leído su ensayo Yonquis de las letras (2017) podrá dar fe de ello—, esa virtud de naturalista con la que es capaz de capturar las minucias de la conversación, reproduciendo con maestría las inflexiones de la verborrea cotidiana del barrio y el humor sarcástico del que nos valemos los ciudadanos del gran valle del Anáhuac para paliar la certeza de habitar una urbe al borde del colapso. Y es que la pluma de Comensal hace ecos con ese tipo de literatura que saca a flote lo que todos llevamos dentro, la sinceridad con la que acometemos en nuestros grupos de WhatsApp más personales (sin la mesura del miedo a ser cancelados a la menor provocación). No solo cita los refugios banales en los que nos atrincheramos al final de la jornada y los comportamientos irracionales que nos mantienen lejos del alcance del ChatGPT, sino que de manera paralela trasmina las preocupaciones que, a estas alturas del Antropoceno, a todos nos inquietan, o deberían hacerlo.
Si bien el technodios Google coloca a Las mutaciones dentro del género de la ficción médica, aquí nos confrontamos con la climática. Hay que reconocer también que es histórica pues posicionar el vértice de la trama en el Panteón de Dolores brinda la posibilidad de hacer breves apuntes hacia ese pasado que ha consagrado el presente y que da pie a maquinar un futuro que se encuentra a la vuelta de la esquina. Si, en efecto, la novela hace guiños a la ciencia ficción, es desde la especulación próxima, desde el futuro que nos aguarda apenas a unos años de distancia. Esa es una de sus mayores virtudes, pues no deja de funcionar como una especie de advertencia sobre el abismo ambiental hacia el que nos precipitamos de manera desaforada y, da la impresión, deliberada.
Mientras escribo estas líneas el bosque de Chapultepec aún no ha sucumbido a las flamas —tal como sucede en la novela—, pero sí lo hace una porción considerable de la franja boscosa del sur canadiense (novecientos incendios activos, de los cuales al menos 590 están fuera de control), como en años previos lo han hecho de manera sobrecogedora las de California, Siberia, Grecia y Australia. Incendios sin precedentes que se interconectan con las inundaciones que azotan China, el Este de Europa, Bangladesh y Medio Oriente, y a la vez con una cruenta sequía que asola amplias regiones africanas y latinoamericanas; y eso que el clima que sufrimos ahora será el mejor que nos tocará vivir.
Lo dijo recientemente el secretario general de la ONU, António Guterres: “La era del calentamiento global ha terminado, empieza la era de la ebullición global”. Realmente se necesita ser muy cínico para seguir negando el desbarajuste generalizado de la temperatura cuando los pasados 6 y 7 de julio sufrimos los días más calurosos registrados en la historia global (17.23 y 17.2 grados Celsius de temperatura global media, respectivamente); récord que los expertos prevén que podría romperse varias veces más este año y que, si contamos los primeros veinte días de julio, se perfila como la ola de calor más intensa de los últimos 100 mil años. Tomando eso en cuenta, no sorprende que este invierno austral resulte tan preocupante, con una Antártida reducida a su mínimo concebible. Por primera vez, la cobertura de hielo no ha alcanzado a recuperar su superficie característica durante los meses fríos, lo cual podría sugerir que quizás ya nunca volverá a hacerlo. Sin embargo, para el grueso de las personas aún es permisible seguir pretendiendo que al final todo saldrá bien, como si esto que está pasando en todos lados al mismo tiempo, de algún modo, no fuera a afectarles. Tal vez, en el fondo, todos seamos ligeramente negacionistas respecto al cambio climático y pequemos del síndrome del fumador: pese a estar al tanto de los riesgos que implica el consumo rutinario de tabaco, muchos hacen como si estuvieran exentos de sus consecuencias. En el caso de la humanidad contemporánea, hablamos de un fumador en cadena y, encima, bañado en gasolina.
Tampoco es que se pueda esperar mucho de una tropa de primates tecnológicos que no consiguen conciliar la certeza de su propia finitud. Me temo que The denial of death sigue siendo un tratado tan vigente como cuando Ernest Becker lo escribió en 1973. Quizás es por eso que contemplamos los acontecimientos ligados al calentamiento global como si no nos estuviesen ocurriendo a nosotros, como si no formáramos parte de la diégesis de ese universo convulso que se muestra en las pantallas. Llamémosle desapego, estrategia de autodefensa o llana estupidez, el caso es que nos resistimos a involucrarnos en el asunto más urgente de estos tiempos. Y como si nuestra inacción no fuese ya lamentable, condenamos las acciones de protesta del puñado de activistas —que no se encuentran tan desconectados de la realidad—. Lo cierto es que, ante casos desesperados, medidas desesperadas; y lo que en un momento puede parecer radical, al cabo de un tiempo se reconoce como justificado. Ahí está el ejemplo de Martin Luther King Jr. en la lucha por los derechos civiles, el de las mujeres que rompían ventanas para exigir el sufragio, y tantos otros casos de revueltas sociales y disturbios que con el fluir de los años se interpretan incluso como necesarios. “¿Qué va a suceder cuando la generación de Greta Thunberg compruebe que a los líderes mundiales no les importa ni un comino y que seguirán con su business as usual?”, se pregunta Andreas Malm en How to Blow Up a Pipeline (2021). Podemos tomar el final del discurso que Greta pronunció en la Cumbre de la ONU sobre la Acción Climática (2019) como una pista:
Los jóvenes estamos empezando a comprender su traición. Los ojos de todas las generaciones futuras están puestos en ustedes. Y si deciden fallarnos: nunca los perdonaremos. No dejaremos que se salgan con la suya. Aquí y ahora es donde trazamos la línea. El mundo está despertando. Y el cambio está llegando, les guste o no.
De vuelta al libro, Laura Sofía Rivero apunta en su propia reseña:
Comensal fragua los años venideros atendiendo a las carencias y también al absurdo presente en todos los tiempos, pero lo hace con una sutileza extraordinaria; narra sin exabruptos y sin exageraciones. Su perspicaz mirada de la cotidianidad nos da la sensación de que observa un mundo que ya existe.
No podría estar más de acuerdo, pues otra de las virtudes del autor es mantener el ejercicio creativo un tanto contenido, sin llegar al grado esperpéntico que distingue a aquella otra comedia climática reciente: Don’t look up (2021) de Adam McKay, una mega producción cinematográfica que pierde fuerza al llevar la farsa hasta un nivel de caricaturización tal que impide la identificación de la sociedad a la que busca sacudir. El reflejo que nos ofrece Comensal, en cambio, insta a la reflexión y al autoanálisis. Consigue con ello algo nada sencillo: hacer pensar por medio de risas con sazón divulgativa. Justo ahí es donde radica la importancia de obras como esta, ya que a través del espejo recubierto por el filtro de la estética nos plantea la posibilidad de zambullirnos en esa sesión de terapia existencialista a la que le sacamos la vuelta por falta de compromiso. En palabras del propio autor:
Ante la desconexión de la cultura urbana con la naturaleza, divulgar y celebrar la literatura y las artes que abordan lo silvestre puede ser una forma terapéutica de enfrentar la ansiedad producida por las crisis ambientales y un semillero de ideas para mejorar nuestra relación con la biosfera.
A manera de coda, habría que agregar que ni falta le hace la combustión física al zoológico de Chapultepec, pues en el año que corre, mismo que marca su siglo de existencia, los repetidos recortes presupuestales lo han asfixiado al grado de que ya no son solo las medicinas, sino directamente el agua, lo que se les priva a las fieras. Sin ir más lejos, en los cinco años que van de la presente administración han muerto 1505 animales en el recinto; más de los que se exponen en todo el lugar. Una paulatina reducción a cenizas sin la intervención de flamas.
Alfaguara, CDMX, 2022
Imagen de portada: Camille Corot, La quema de Sodoma, ca. 1847, óleo sobre tela