Estoy recostado, con una bata de hospital abierta por la parte de enfrente, el doctor y la enfermera miran mi entrepierna, hacen plática sobre qué marca de celulares sale buena y a un precio justo. En una radio portátil suena “Sweet Child O’ Mine” de Guns N’ Roses y yo pienso que esa canción juega un sentido irónico con el hecho de estarme haciendo la vasectomía a los treinta años y sin haber tenido hijos. Pero ésa es una escena entre muchas que conforman la secuencia de una decisión definitiva, más que un simple posicionamiento expresado en alguna reunión entre amigos: yo, la verdad, no me veo con hijos. Incluso si comparten mi postura, muchos hombres van por aquí y por allá, eyaculando, rompiendo condones, olvidándose oportunamente de cualquier anticonceptivo, viniéndose afuera, o sin preguntarse siquiera qué método utiliza su pareja. Responsabilizarse como hombre, por desgracia, es algo poco común. No se malentienda, no estoy pintando la imagen de “ellos malos” y “yo bueno”. Para nada. Odio la medallita de “deconstruido” o “feministo”. Yo he sido como ellos: he acompañado a mi pareja a comprar la pastilla del día siguiente, me he ofrecido a poner el monto que nunca supera los doscientos pesos como acto de “buena voluntad” —déjame cubrir ésta— y he decidido ignorar, cómodamente, los efectos que esos remedios tienen sobre el cuerpo de la persona que las ingiere. Incluso a sabiendas, sin la excusa de la ignorancia, de los estragos que causan las pastillas anticonceptivas, no he buscado alternativas a largo plazo para que mi pareja no tenga que recurrir a ellas. Sin embargo, es verdad que en mi decisión personal de hacerme la vasectomía hay mucho del movimiento que han levantado las feministas mexicanas en los últimos años. Luego de darle retuit a tantas consignas, leer posts de Facebook y asumirme “aliado”, incluso tras dejar de hacerlo porque ahora eso me parece apropiarse de una lucha en la que yo soy parte del problema, por fin decidí realmente hacer algo al respecto: acciones y no sólo tuits y likes. Pero mi decisión no termina ahí. Y no debería, para hacerse la vasectomía hay que reconocer la profundidad del acto, lo que conlleva.
Escribo esto tras dos semanas de no hacer esfuerzos físicos. Según el doctor, debo pasar un mes sin ejercicio, sin cargar más de diez kilogramos, ni mucho menos andar en bicicleta (mi medio de transporte habitual). En el contexto de la pandemia (dentro de lo que cabe, más o menos) sigo guardando la sana distancia y el encierro parcial, esto ha permitido que no se sientan tanto las restricciones posteriores a la cirugía. Sin embargo, parece que la soledad que experimento sigue siendo protagonista desde 2020, cuando inició mi año con un rompimiento y se hizo mega combo agrandado por una contingencia global. Decidir hacerse la vasectomía no es sólo una forma de alinearse a las consignas feministas que imperan en redes sociales, también trae consigo un paso existencial. Los dos días previos a mi cirugía se me vino encima una crisis: miedo, dudas, angustia y soledad, soledad, soledad, soledad. Era inevitable proyectarme a futuro, verme anciano, en una cabaña aislada, sin nadie que me visite. Ni siquiera con gatos, señal inequívoca de que mi mente estaba creando un absurdo, una exageración. Pero incluso en hipérbole los golpes existenciales se sufrieron. Antes del día de la intervención, mantuve conversaciones profundas con muchas personas de importancia en mi vida. Mi madre y mi padre no se sorprendieron, parecían tristes, pero resignados: algo en los treinta años de su hijo ya les había dejado claro que no deberían esperar “lo normal”. Mis amigas se mostraron solidarias, aunque se preocuparon más por la cirugía en sí que por la decisión y sus consecuencias definitivas. Para ellas era como si me fueran a quitar un cálculo renal. Mis amigos, en cambio, reflejaron sus propios miedos instaurados en la idea de masculinidad que impera. Qué fuerte, dijo más de uno, neta qué valiente. Y los entiendo. Por más que busquemos deconstruir lo que es ser hombre, crecimos con un ideal, el del galán, el del macho reproductor. Si alguien es incapaz de ejercer ese papel, algo pierde, es quizá “menos hombre”. Y que lo hagas a voluntad, pues… qué duro. Miedo a la castración. Recuerdo haber visto algo en internet sobre dueños de perros que se rehúsan a castrarlos porque creen que los harían menos. La proyección de una pérdida simbólica, de estatus social, sobre sus mascotas. También está el caso de las trocas a las que les colocan testículos de acero o plástico en la parte trasera. Sospecho que algo así subyace en los hombres que no quieren tener hijos, o ya los tuvieron y no planean tener más, pero le huyen a un procedimiento como la vasectomía. Las identidades masculinas reposan en la capacidad reproductiva. Me permití sentir y reflexionar de todo. Me rehusé a cancelar de antemano ideas y miedos simplemente porque me sonaran arcaicos o machirules. Si iba a hacer el procedimiento era necesario abordar cada arista. Hablé con una exnovia, la única con la que mantuve planes de formar una familia. Le expuse mis razones, ella escuchó, debatimos un poco, dijo que me apoyaba pero que lo hiciera a sabiendas de que habría sido un excelente padre. No sabía cuánto necesitaba escuchar eso. Parte de mis razones iniciales era el miedo de fracasar en la paternidad, de ser ausente, neurótico, negligente. En la sociedad el énfasis está colocado en ser padre y punto, no en cómo lo eres. Existe la idealización de una supuesta naturaleza materna, bondad absoluta; no hay una contraparte para la paternidad. Consciente de esa falta de responsabilidad generalizada, consideré que el papel de un padre, que a mi criterio cubriera lo mínimo, me sobrepasaba. La masculinidad como sinónimo de la simiente brinda una experiencia muy pobre de la vida. La reproducción sexual como eje distrae de otras maneras de reproducirnos como individuos, como hombres. Por ello es tan común la figura del padre ausente, cuando bien pudo también mantenerse la importancia de reproducir los cuidados, el amor, el cariño. Otra de las conversaciones fue con mi novia actual. Iniciamos hace seis meses y desde un inicio platicamos sobre lo que esperábamos el uno del otro. En ese entonces le dije mi idea de hacerme la vasectomía. Le pareció muy bien. Sin embargo, cuando se fijó un sábado para el procedimiento, la crisis existencial que me aquejaba también hizo su presencia en ella. Algo de estar en una relación en la que no hay posibilidad de tener hijos hace mella en nuestras ideas encarnadas sobre lo que “debe ser”. Como si con la vasectomía yo le estuviera diciendo que nuestro noviazgo era menos importante. Como si no hubiera futuro, como si las parejas que procrean tuvieran asegurada su relación (sobran ejemplos de lo contrario). Considero que el valor o la duración de una pareja dependen de sí misma, de la dinámica intrínseca, la responsabilidad para con las emociones del uno y del otro; no de los proyectos que se emprendan, de las vidas que se generen o el estatus legal que se acuerde. De fondo es el problema que enfrentan los matrimonios que se mantienen unidos “por el bien de los hijos” (no lo haga, compa). Condicionar el futuro a la reproducción es negar la posibilidad de otras relaciones duraderas, como las amistades, relaciones sin énfasis en la procreación y no por ello menos importantes. A los hombres no sólo nos han enseñado que procrear es parte de la masculinidad, sino que las relaciones sólo tienen sentido si conducen a formar una familia, tener una boda, discutir si ponerle un nombre tradicional o uno inventado a tu recién nacido, Alejandra o Aryuviel. En mi experiencia esto es un engaño atroz. Vivimos el amor con miras a un futuro que nunca termina de llegar. Incluso con miras a uno que no necesariamente queremos, sino que se espera de nosotros. En la clínica me permitieron mirar el procedimiento. Estoy convencido de que pude haber sido doctor, ver esas cosas no me asquea ni perturba; al contrario, me interesaba conocer mi interior. Con unas pinzas sacaron del escroto los tubitos que conectaban mis testículos con mi pene, hicieron nudos con hilo y cortaron. Resultó que era un un proceso sencillo, tanto que básicamente lo expliqué en un enunciado (la vasectomía ambulatoria no toma más de media hora). Salió algo de sangre, pero no sentí dolor gracias a la anestesia local. Mi mejor amigo me recogió de la clínica. Dijo que qué loco estoy. Preguntó que si dolió mucho. Comencé a describirle el procedimiento y su cuerpo se estremeció. Me dejó en casa y pasé el resto de la semana solo, con el mínimo de movimiento. Sin leer. Trabajando desde la computadora. Pensando. Mis tres gatos estuvieron gran parte del tiempo a mi lado, aunque les conflictuó que no los dejara subirse a mi regazo. La soledad es cabrona, me dijo una vez un anciano que nos pichó a una amiga y a mí unas cervezas en una cantina. Pero sé que ése no es necesariamente mi futuro. Sé que no estoy solo. Que, si mucho, esta decisión me significa una postura poliamorosa, no en el sentido de cogerse a medio mundo, sino de amar, de cultivar tus relaciones, de ser el mejor amigo que puedo ser, de convertirme en un súper tío para mi sobrina y mis sobrinos, de ser un buen hijo para mi madre y mi padre. La vasectomía no es sinónimo de estar solo. Tampoco es un acto egoísta. La soledad puede llegar incluso si tienes hijos, incluso si decides formar una familia tradicional. Y sobra decir que hay muchos padres de familia egoístas. Elegí no paternar biológicamente. Elijo redefinir mi idea de masculinidad en este acto: no son dos testículos de plástico que cuelgan de una troca. Elegí responsabilizarme de los cuidados anticonceptivos. Sí pretendo reproducirme: amplié mi definición de reproducción para procurar reproducir amor, cuidados y cariño. Elijo redefinir mi idea de masculinidad en este acto. Elijo esforzarme en ahuyentar la soledad por medio de actos de cuidado y no sólo por medio de una eyaculación. Elijo estar para la gente que amo.
Imagen de portada: Testículos de camión, 2007. Fotografía de whizchickenonabun. CC.