Distopía, como monstruo o alacrán, es una palabra tan bella en su sonoridad como terrible en su significado. ¡Cuánta falta me hace ahora don Arrigo Coen, a la hora de buscarle una definición precisa!
Fue él quien dio carta de naturalización en nuestra lengua al término ciencia ficción en un artículo publicado en la revista Comunidad Conacyt en 1981. Pero ahora no está aquí para ayudarnos a definir el término. A falta del viejo sabio de Pavía, tendré que acometer solo esta ingrata labor.
Curiosamente la RAE incluye en su diccionario una definición de la palabra que dice a la letra:
- f. Representación ficticia de una sociedad futura de características negativas causantes de la alienación humana.
Durante mis años de estudiante asistí a la conferencia de un académico que, como una acotación tangencial, definió las distopías como los futuros tristes, aquellos donde los vicios de nuestra sociedad se replicaban irremediablemente, con lo que reafirmaba la imposible redención de la humanidad. Lo que no queda en duda hasta ahora es que se trata de un ejercicio imaginativo vinculado a la ciencia ficción en primera instancia, y de manera más amplia a la llamada literatura de la imaginación, término propuesto por Alberto Chimal para referirse a este peculiar barrio de las letras. Me parece importante poner en claro, sin embargo, que no toda distopía está situada en el futuro. Cualquier proyecto social fallido lo es o lo fue. La Alemania nazi, la Rusia de Stalin, Corea del Norte… Acaso esta fantasía electrónica en la que vivimos los mexicanos privilegiados, al tiempo que la mitad de la población del país persiste en condiciones de pobreza extrema, también lo sea. A pesar de que en el ámbito anglosajón muchos apuntan el origen de las distopías en los ensayos de los filósofos utopistas de finales del siglo XIX, yo me atrevo a ver una raíz en The Last Man (1826) de Mary W. Shelley —no por nada considerada la madre de la ciencia ficción— y en algunos cuentos de Edgar Allan Poe, de entre aquellos menos conocidos, como “The Unparalleled Adventure of One Hans Pfaall” (1835). Por algo Julio Verne llamó a Poe “el creador de la novela científica del asombro”. Como quiera que sea, casi un siglo después, durante la llamada Edad de Oro de la ciencia ficción estadounidense, hacia la tercera década del siglo anterior, la amenaza de una guerra atómica atizaría la imaginación de lectores y escritores, tanto de la narrativa escrita como de los cómics. De tal modo que la espada atómica de Damocles azuzó a las musas cósmicas, generando una gran cantidad de distopías postnucleares y terminando de definir un género híbrido/mestizo que en ese momento aún no perfilaba su identidad literaria. Conviene aquí otra precisión más para aquellos lectores ajenos a la ciencia ficción: la diferencia entre un escenario distópico y uno postapocalíptico reside en que mientras en el primero se mantiene un orden social devenido en tiranía (policiaca, militar, tecnológica e incluso mediática); en el segundo una catástrofe, natural o provocada, arrasa con todo para dejar a los personajes intentando sobrevivir en medio de las ruinas. Ya encarrerados, vale la pena definir otro subgénero hermano, la ucronía, aquel donde la imaginación hace que la historia siga un camino diferente al de la realidad para plantear un escenario alternativo en un universo paralelo a éste, donde las cosas son parecidas a las del nuestro (a este impulso eléctrico en el cerebro, como hacían decir las Wachowski a sus personajes), pero no iguales. A este tipo de narraciones también se les nombra historia alternativa. Desde luego puede haber hibridaciones y mestizajes entre estas categorías. Es el caso de El hombre en el castillo (1962), brillante novela de Philip K. Dick donde los nazis ganan la Segunda Guerra Mundial. Volveré sobre esto más adelante.
Como ésta no es una publicación especializada, tengo particular interés por referir obras y autores que lograron trascender el gueto de la ciencia ficción hacia el gran público. Y aunque siempre viene a la memoria Un mundo feliz (1932), de Aldous Huxley como el gran ejemplo de distopía literaria, yo soy más entusiasta de 1984 (1949) de George Orwell, pseudónimo de Eric Arthur Blair. 1984 plantea una sociedad futura dominada por un gobierno totalitario, que mantiene un férreo control sobre la población a través del terror, la policía y una refinada manipulación mediática audiovisual. Notable prospectiva, si se toma en cuenta que cuando fue escrita la televisión aún no era un medio masivo. Me interesa destacar una de las características intrínsecas de la distopía literaria: regularmente opera como una alegoría distorsionada de la realidad. Orwell, que había sido voluntario en la Guerra Civil española, se decepcionó de Stalin, como ya podía leerse en su demoledora Rebelión en la granja (1945), una brillante distopía por derecho propio. Ver la utopía soviética convertirse en un Estado totalitario caló tan hondo en el ánimo de Orwell que escribió estas dos piezas que de alguna manera se complementan, no sólo narrativamente sino en su función de espejos de feria: la distopía no es sino el reflejo enloquecido de la realidad visto a través de la imaginación de sus autores. Aberrante, pero reflejo a fin de cuentas. Héctor Chavarría, pionero de la ciencia ficción mexicana, señalaba en los años noventa que si Inglaterra no se convirtió en una dictadura fascista en los cincuenta se debió, al menos en un pequeño porcentaje, a la publicación de 1984. Ésa justamente es la función social del distopista. Ray Bradbury, que no necesita presentación, hacedor que fue de grandes distopías, solía decir que no escribía para predecir el futuro sino para prevenirlo. La tradición de ciencia ficción en la historieta, de la que Bradbury fue un gran amante, es abultada y riquísima. Desde las aventuras espaciales de Flash Gordon de Alex Raymond hasta el universo paralelo de científicos dementes de la serie The Manhattan Projects, de Jonathan Hickman y Nick Pitarra, el universo de los monitos ha generado cantidades casi obscenas de mundos y personajes que los pueblan para hacer las delicias de los amantes de la ciencia ficción. Tanto, que sería imposible abarcarlos en un solo artículo. Pero no quiero soslayar, por su importancia histórica, a Alan Moore, primer guionista anglosajón que elevó su oficio a la categoría de literato. Bien conocida y celebrada es su obra Watchmen (1986), dibujada por Dave Gibbons y llevada al cine por Zach Snyder (2009), acerca de un universo paralelo donde la existencia real de superhéroes convierte a los Estados Unidos en una distopía. Pese a que Watchmen ganó un premio Hugo (máximo galardón de la ciencia ficción anglosajona) y fue incluida en la lista de las cien novelas más importantes del siglo XX de la revista Time, me parece una mejor distopía la creada por el propio Moore y dibujada por David Lloyd en V for Vendetta (1989) y pobremente adaptada al cine con las hermanas Wachowski como productoras (McTeigue, 2005). Situada en una Inglaterra fascista postnuclear, Moore exorcizó la angustia producida por el avance de Margaret Thatcher y la derecha británica a inicios de los años ochenta en un cómic brillante, creando un universo oscuro donde V, el antihéroe que lleva la máscara de Guy Fawkes, pone de cabeza un Estado totalitario a través de una serie de atentados terroristas bastante vinculados a la sensibilidad dadaísta. Tal fue el impacto de la obra que el movimiento hacktivista Anonymous tomó la máscara de V/Guy Fawkes como su símbolo, en un acto que se antoja distópico en sí mismo (Fawkes fue un anarquista que intentó dinamitar el parlamento inglés en 1605). Volviendo a la narrativa escrita, es fácil intuir dos vertientes en la ciencia ficción anglosajona, una celebratoria de la tecnología como herramienta de emancipación e instrumento de conquista colonial y la otra, que mira con desconfianza a las máquinas y lo que éstas le hacen al mundo. Así, mientras autores como Isaac Asimov o Arthur C. Clarke celebran el prodigio tecnológico que nos permite llegar a Marte en un cohete, aquellos como Bradbury o Dick lamentan de antemano el impacto ecológico que tendrá la presencia depredadora de la humanidad en el planeta vecino. Como mencionaba líneas arriba, la distopía se cruza constantemente con el camino del postapocalipsis, por ello existe gran cantidad de historias en las que una conflagración nuclear, un desastre ecológico o una plaga afectan a la Tierra y a sus habitantes dramáticamente, convirtiendo a la civilización en un triste recuerdo, contrapuesto a las distopías prospectivas en las que el escenario planteado es la consecuencia lógica del presente desde el que escribe el autor. En otro registro, James Graham Ballard escribió en los años sesenta del siglo XX varias distopías ecológicas, lo cual habría de devenir en todo un subgénero de la ciencia ficción.1 Autor brillante por donde se le vea, entre otras muchas novelas notables, publicó en 1962 El mundo sumergido, en la que el calentamiento global convierte al planeta en una jungla inhabitable. Esto, décadas antes de que el concepto se popularizara entre el gran público. Quizás habría que sugerirle a Donald Trump que la lea.
Por otro lado, en 2006 sorprendió a propios y extraños que Cormac McCarthy publicara La carretera. Popularizada por su versión cinematográfica (Hillcoat, 2009), con un soberbio Viggo Mortensen en el papel protagónico, es un ejemplo paradigmático de distopía postapocalíptica. Algo no especificado, que barre con la civilización humana sucede. Los pocos sobrevivientes intentan escapar sólo para encontrarse con que no hay hacia dónde hacerlo. En esta conmovedora historia, McCarthy crea a uno de los más entrañables padres de la literatura en inglés y, si me apuran, de la contemporánea. Ya que hablamos de cine, la relación de las distopías con el celuloide se da casi desde los inicios de este medio. Curioseando en Wikipedia, el nueviejo tumbaburros, descubro que la antecitada The Last Man de mi adorada Mary W. Shelley fue adaptada al cine mudo en 1924 como The Last Man on Earth (Blystone). El destino de la obra era ser opacada por vía doble: en lo literario por Frankenstein o el moderno Prometeo (1818), en lo visual por la más famosa distopía del cine mudo, Metrópolis (Lang, 1927). En lo que debió ser una experiencia cinematográfica deslumbrante para los espectadores de la época, Metrópolis muestra una sociedad futura dominada por un capitalismo voraz que mantiene en la esclavitud marginada a los obreros, pilares de la decadente opulencia de sus patrones hasta que una obrera de nombre María (Mary Shelley, María, ¿comienzo a ver un patrón?) inicia una revuelta. El mundo de Metrópolis, meticulosamente construido en detalladas maquetas art decó, habría de definir el aspecto del futuro para los siguientes 55 años. Toda obra audiovisual o gráfica sobre el futuro abrevaría de una manera u otra de su estética. Tuvo que venir William Gibson a principios de los años ochenta a sepultarla con su brillante cuento “El continuo de Gernsback”. En efecto, los edificios geométricos de arquitectura estilizada, los puentes elevados que atraviesan la skyline urbana y los dirigibles que flotan entre las construcciones seguirían apareciendo en la imaginería de ciencia ficción durante el siguiente medio siglo, con variantes que sólo habrían de romperse hasta la aparición de Blade Runner (Scott, 1982). En Blade Runner se conjuntó el talento audiovisual de Ridley Scott, un director proveniente del mundo de la publicidad, con la mente visionaria de Philip K. Dick, para muchos —me incluyo— el más importante autor estadounidense contemporáneo de ciencia ficción. La llorada Ursula K. Le Guin lo nombró “nuestro propio Borges”. Dick merece no sólo un artículo para él solo, sino un volumen entero —o varios— que reflexione sobre su obra compleja y fascinante. Su impacto en el género es tan poderoso que Richard K. Morgan, autor de Carbón alterado (2002), novela ciberpunk adaptada recientemente a miniserie para Netflix, bromeaba en alguna ocasión diciendo que no importa cuán brillante sea la idea que se le ocurra a un escritor de ciencia ficción, ya Philip K. Dick la escribió como cuento en 1964. Hay docenas de autores que han creado brillantes distopías; entre ellos destaca Dick por escribir potentes historias costumbristas situadas en mundos raros. Tristemente este espacio es breve, por lo que me limitaré a recomendar un puñado de mis distopías dickianas favoritas: la antecitada ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas? (en la que se basó Blade Runner), El hombre en el castillo, Tiempo de Marte y la muy potente Fluyan mis lágrimas, dijo el policía, entre cerca de cincuenta novelas publicadas en vida y unas cuantas más de manera póstuma. Pero habría de ser ¿Sueñan…? en su adaptación al cine la obra que inauguraría formalmente una de las más pródigas ramas de la distopía: el ciberpunk. Definir el ciberpunk, hijo malcriado de la distopía, es complicado. El término fue usado por primera vez como título de un cuento corto de Bruce Bethke en 1980 y retomado por el editor Gardner Dozois para etiquetar una estética muy específica. Mas fue la publicación de Neuromante (1984) de William Gibson, redactada en una máquina de escribir mecánica, lo que consolidó este subgénero. Si bien, como solía decirse, el ciberpunk no existe pero hay imitaciones, fue precisamente Blade Runner la cinta que, sin proponérselo, definió su estética. Mientras en la ciencia ficción clásica todo eran edificios estilizados, autos voladores, bandas sin fin que transportan a los ciudadanos y sirvientes robots como en Los Supersónicos (una espléndida visión utopista desde el humor), el ciberpunk muestra un futuro decadente, lleno de cacharros, donde el proyecto de modernidad, la utopía tecnológica, ha fracasado estruendosamente, generando atroces megaciudades controladas por voraces corporaciones, en las que las computadoras y las redes digitales controlan a los ciudadanos. Mmm, ¿suena familiar? William Gibson, al lado de un grupo de amigos escritores que incluyó a Bruce Sterling (ideólogo de la pandilla), Rudy Rucker, Eileen Gunn, Pat Cadigan, Rachell Pollack, Paul Di Filippo, Marc Laidlaw, Lewis Shiner y John Shirley, entre otros, cuestionaron a principios de los años ochenta la vieja ciencia ficción, cuyas historias y mecanismos literarios comenzaban a enmohecerse, abrazando la estética punk y la naciente cultura digital. Me gusta pensar en ellos como primos lejanos de los estridentistas mexicanos (que en su manifiesto mandan a Chopin a la silla eléctrica) gritando que sacrifiquen a Ray Bradbury.
Los ciberpunk originales abrevaban con el mismo entusiasmo de la obra de William Burroughs y Raymond Chandler como de la de Harlan Ellison y Samuel R. Delany, de la música de los Sex Pistols y los Ramones como del cine noir y los manga japoneses. El ciberpunk y sus derivados generaron una gran cantidad de escenarios distópicos en libros, cómics y cine. De todas ellas, mi favorita es la serie Ware (1982-2000) de Rudy Rucker, único científico del grupo (es matemático). En la serie de cuatro novelas plantea la posibilidad de digitalizar la personalidad de un humano para implantar el software resultante en un cuerpo robótico. Otra maravillosa distopía ciberpunk es Schismatrix (1985) de Bruce Sterling, en la que dos bandos posthumanos pelean por la conquista del universo, los Mecanicistas, que modifican su cuerpo a través de prótesis digitales y los Formadores, que lo hacen a través de intervenciones genéticas. Desde entonces, la distopía ha enraizado en la mente de los lectores, dentro y fuera de la ciencia ficción. Me parece notable que autores como Margaret Atwood, Philip Roth, Michael Chabon y Michel Hoeullebecq, así como el ya mencionado Cormac McCarthy, todos ellos de gran prestigio literario fuera de cualquier gueto, hayan escrito novelas distópicas en los últimos veinticinco años. Se trata de un fenómeno bautizado por el propio Bruce Sterling como slipstream, cuando una obra o autor de género resbala (slip) hacia el mainstream o al revés. Del mismo modo, en este periodo, autores provenientes del gueto han podido ser aceptados fuera de él, como ha sucedido con Ursula K. Le Guin, J.G. Ballard, Neil Gaiman o el propio William Gibson. El espacio se agota. No quiero cerrar este texto sin mencionar algunas distopías notables de los últimos años. Me parecen sumamente recomendables, en completo desorden, Oryx and Crake de Margaret Atwood, Snow Crash de Neal Stephenson, The City and the City de China Miéville, The Windup Girl, de Paul Bacigalupi, Next de Michael Crichton, Ready Player One de Ernie Cline, The Chronoliths de Robert Charles Wilson, y muy especialmente, la brutal Random Acts of Senseless Violence de Jack Womack, entre muchas otras, varias de ellas traducidas al castellano.
Imagen de portada: Sao Fei, RMB City, 2008. © Cao Fei
-
Véase el artículo de Bernardo Esquinca en este mismo Dossier [N.E.] ↩