Como niña asmática, tuve que hacerme amiga de la noche. No recuerdo haber tenido miedo. Sentía malestar, un poco de dolor e impaciencia, pero tenía la inocente certeza de que nada podría pasarme mientras mi familia estuviera ahí conmigo, hirviendo Vick Vaporub para llenar el cuarto de falso eucalipto, leyéndome en voz alta, a media luz. Aún no sabía leer. Mi mamá tenía un volumen con las obras de Oscar Wilde que yo consideraba el objeto más bello del mundo: papel cebolla, filo dorado, sofisticadas ilustraciones de Serny, todo guardado en una cajita. Amaba El fantasma de Canterville, el solitario espectro cuya única amiga era una muchacha. Wilde presentaba al fantasma como un ser añejo en el que la gente ya no creía. Sentí tristeza, aunque confieso que reí cuando los odiosos gemelos gringos le dieron de almohadazos. El asma y el insomnio duraban más que el cuento. Entonces la videocasetera reproducía caricaturas: La bella durmiente o El jinete sin cabeza. La voz de Tin Tan aligeraba el tono oscuro de la historia de Washington Irving, pero definitivamente daba miedo. Sentí un gozo inexplicable en ese nerviosismo, esa emoción mezcla de perplejidad y una euforia parecida a la risa-con-ganas-de-hacer-pipí. Cuando la genial Mariana Enriquez cuenta su reacción frente a la galería de esculturas del cementerio de Staglieno en Génova siento que describe eso que yo sentía aquellas noches: “tuve un escalofrío de miedo, belleza y risa”. 1
No sé hasta qué punto sea cierto este recuerdo: a mi familia la acababa venciendo el sueño y yo me quedaba felizmente sola con los dragones, los descabezados y los fantasmas. Amanecía. Yo había vencido al miedo. (Aunque no del todo. En mis pesadillas, alguien quería hundirle una navaja en el pecho a mi papá mientras yo jugaba en los columpios. El filo sólo levantaba su piel. Pese a esta debilidad, que guardé para mí, me hice fama de niña fúnebre pero valiente y me eché a dormir.)
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En cuanto aprendí a leer, empecé a aterrorizar a quien se dejara. Lo sobrenatural era mi pequeño coto de poder. Dibujé pentáculos en lugar de avioncitos en el patio de recreo para invocar al diablo, pero mis compañeras huían despavoridas, no jugaban el tiempo suficiente como para notar que siempre se me olvidaba el supuesto sexto nombre del Maligno. Por supuesto que las monjas de la escuela se indignaron con mis juegos. Pero en casa mi familia no se oponía a esas extravagancias. Poltergeist, El extraño retorno de Diana Salazar y las leyendas coloniales me hicieron corto circuito mental. Imaginé que debía existir un atlas de los cementerios antiguos de la Ciudad de México: necesitaba confirmar que la escuela se había construido encima de un camposanto, pues bajo las bancas había inscripciones que seguramente eran viejos epitafios, ¡en cualquier momento emergerían muertos del suelo! Mis pobres padres peregrinaron en las librerías solicitando algo parecido, sin suerte. Ante el fracaso de esa misión colectiva, consintieron detenerse en los cementerios que hallábamos cuando salíamos a carretera. Había flores, esculturas, palabras de gente que alguna vez quiso, de gente a la que alguna vez quisieron. Los panteones, mi patio de juegos soñado. (Escribo esto y notar la paciencia que mi familia tuvo me desborda de ternura.) Mi abuela me regaló Cuentos de espantos y aparecidos, una colección de leyendas latinoamericanas. Me impactó “María Angula”, muchacha traviesa y chismosa que jamás aprendió a cocinar. Al casarse, el esposo pedía delicias ecuatorianas cuya preparación María ignoraba, así que iba a consultar a la vecina, mujer más juiciosa. La desgracia ocurrió no tanto porque María diera lata sino porque era arrogante: cuando la vecina le daba la receta, María fingía ya conocerla. La vecina cobró venganza: “Se va al cementerio llevando un cuchillo afilado. Después espera que llegue el último muerto del día y, sin que nadie la vea, le saca las tripas y el ‘puzún’. En su casa, los lava y luego los cocina con agua, sal y cebollas y, cuando el caldo haya hervido por unos diez minutos, aumenta un poco de maní… y ya está. Es el plato más sabroso”. El esposo se comió “esa macabra merienda… lamiéndose los dedos”. El muerto fue hasta su casa a jalarle las patas, exclamando una frase que aprendí de memoria: “¡María Angula, devuélveme mis tripas y mi puzún que te robaste de mi santa sepultura!”. ¿María Angula era traviesa, pero de pronto ya estaba casada? ¿No saber cocinar te podía matar? ¿Qué tal si mi esposo exigía que le preparara un mole poblano? Yo nada más sabía servirme cereal con leche. (La pesadilla de esos años ocurría dentro de un hotel de paredes verde pistache administrado por monjas. Tenían la esclerótica roja. Nos perseguían a mí y a mi hermana amenazándonos con cuchillos de cocina. Me dio mucho miedo. Un miedo que quizá no conocen los niños varones.)
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Quizás el mejor “domingo” de mi vida (eran 50 pesos) lo invertí en la Antología del horror y del misterio, publicada por Grijalbo en cuatro volúmenes color rojo-sangre de plástico y portadas que francamente daban más risa que miedo. Pocas veces he tenido lecturas tan placenteras. La extensa lista de autores era notable: Théophile Gautier, Aleksándr Pushkin, Robert Louis Stevenson, Pu Songling, Gérard de Nerval, Ryūnosuke Akutagawa, Edgar Allan Poe, H. P. Lovecraft… Ahí descubrí el almohadón de plumas de Horacio Quiroga y las historias de Guy de Maupassant, cuya tumba visité muchos años más tarde, en mi eterno peregrinaje por los cementerios. “El horla”, relato organizado como el diario de un hombre que pierde la razón a causa de una presencia invisible, me petrificó.
(En la pesadilla de aquel entonces, mis mascotas y juguetes tenían Doppelgängers de naturaleza maldita, como los hrönir imaginados por Jorge Luis Borges.) También me desvelaron los “Cuatro cuentos bretones”, discretos, elegantes y terribles: “No debe dejarse la casa sola durante los entierros, porque el muerto que uno creyó haber acompañado hasta el cementerio suele quedar atrapado dentro de ella”. Firma: Anónimo. Pienso en Virginia Woolf: “Yo me atrevería a pensar que Anónimo fue a menudo una mujer”. Estas historias, emparentadas con los cuentos de hadas, tienen toda la pinta de haber salido de la boca de una nodriza o una abuela mientras remendaba a la luz del fuego. No hay manera de saber sus nombres. El hallazgo que atesoré fue un cuento raro, sin sangre ni espíritus. “Los veraneantes” me produjo un temor nuevo: trata de una pareja de jubilados neoyorkinos que, al decidir quedarse más tiempo en su casa de campo, se enfrentan a la hostilidad de los locales, la vulnerabilidad de la vejez y la soledad. ¿Quién la escribió? La única autora que encontré en más de mil páginas: Shirley Jackson.
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Mi cuerpo empezó a ser susceptible a nuevos horrores. Mientras fantaseaba con que Louis, Armand o Lestat (los vampiros guapos de Anne Rice) entraban una noche por la ventana a morderme el cuello y otorgarme una inmortalidad llena de lujos, la realidad inmediata me ofrecía nuevas formas del miedo. El metro, los taxis, caminar en la calle: el espacio público se convirtió en la casa embrujada, escenario de nuestros temores y los de nuestras familias. La mirada sobre mi cuerpo, los cuerpos de mis amigas, y las sanciones sociales ponían de manifiesto que, por más que nos creyéramos libres de ir y venir, en realidad no lo éramos, quizá no lo seríamos nunca.
Fue el más devastador descubrimiento de mi vida: saber que no tenía derecho real a la vida, la libertad y la búsqueda de felicidad en el exterior, que el mundo estaba lleno de extraños que parecían odiarme y deseaban herirme por ninguna razón más que por mi género, que el sexo podía volverse fácilmente violencia, y que casi nadie más considerara esto como un asunto público; era un problema privado [describe Rebecca Solnit en Wanderlust. Una historia del caminar].
Habiéndome topado con tantos depredadores, aprendí a pensar como una presa, como lo ha hecho la mayoría de las mujeres. (Mis pesadillas de adolescente no tenían vampiros sino gigantescas bestias que me tiraban al suelo para someterme y hacían la mímica de aparearse, mientras gente conocida y desconocida se burlaba de la situación, sin mover un dedo por quitarme al monstruo de encima.)
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Las fantasías sobrenaturales de la infancia provocadas por la incertidumbre de “¿Es el gato o un fantasma?” fueron sustituidas por miedos concretos. Mi amiga Cisteil Pérez, cuando hablábamos sobre esto, dijo: “Dejé de tenerle miedo a los fantasmas cuando me fui a vivir sola”. Mientras la escucho siento una melancolía similar a la que me daba el fantasma de Canterville. Estamos tan horrorizadas que ya no deseamos asustarnos por elección. Antes de 2010 muchas de mis lecturas eran historias de horror. También las escribía, nerviosa e ilusionada. Disfrutaba el estado de alerta, mis sobresaltos ridículos ante un ruido o ante mis propias ocurrencias. Pero después del asesinato de Marisela Escobedo y de ser voluntaria para contar las muertes por violencia en México en el proyecto Menos días aquí, dejé de gozarlas. Viví otro duelo: un duelo de la imaginación. Considero ese desplazamiento del miedo, esa pérdida de la capacidad de asombro ante lo maravilloso o lo horrible, como un síntoma grave de deshumanización. Neil Gaiman señala la función reconfortante de estas historias. La han tenido siempre para los seres humanos, aunque lo dice respecto a la gente neurótica, urbana, del siglo XXI.
El miedo es algo maravilloso en pequeñas dosis… Siempre resulta reconfortante saber que sigues aquí, que estás a salvo… Está bien volver a ser niños por un rato y, en lugar de asustarte de los gobiernos, las normas, las infidelidades, o de los contables o las guerras lejanas, tener miedo de los fantasmas y de otras cosas que no existen, y que, aunque existieran, no podrían hacernos daño.
Y sin embargo, llega un punto en que estas historias ya no son reconfortantes. Cuando dejan de ser una excepción y se vuelven cotidianas. No para las mujeres, no si las historias de horror se pueblan de asesinos seriales de verdad y cadáveres femeninos y crímenes sexuales. (La pesadilla de hoy no es sólo mía, es de todas: desaparezco. Desaparecemos. Nos siguen buscando, aunque ya estamos muertas.)
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Por fortuna, llegué al país de las autoras que siempre estuvieron ahí, aunque no hayan sido dispuestas en los estantes más visibles. Volví a encontrarme con Shirley: “El amante demoniaco”, un cuento en el que una mujer se prepara para casarse con un tipo que acaba de conocer (Jamie Harris, llamado como un daemon del folclor escocés, ¿coincidencia?). Pero Jamie no llega. Ella sale a buscarlo. Lo único que obtiene son las miradas burlonas de los extraños; se aprovechó de ella, ¿se lo habrá inventado? No, está segura de oír su risa: Jamie está cerca, inasible, burlándose de ella. (Hoy a eso le llamamos, muy apropiadamente, ghosting.) Shirley Jackson es una escritora monumental, una aguda observadora de nuestros miedos más íntimos: la locura, el confinamiento doméstico, un matrimonio infeliz, la pérdida de identidad. El miedo a la autonomía.
Si me recupero y sigo bien y oh, gloriosamente viva, entonces mis libros deberían ser diferentes. ¿Quién quiere escribir sobre la ansiedad desde un lugar seguro? Aunque supongo que nunca estaría completamente segura, ya que no puedo reconstruir mi mente del todo… Las tramas vendrán a inundarme cuando me deshaga de esta basura mental,
decía una entrada de su diario poco antes de morir durante el sueño por una falla cardiaca. (¿Con qué habrá soñado Shirley esa noche?) May Sinclair, en “Donde su fuego nunca se apaga” aborda el horror de lidiar en el Más Allá con los errores que su protagonista creía expiados: está condenada a repetir la vergüenza de encontrarse con un amante mediocre en un hotel mediocre. Las autoras góticas mexicanas abordaron además el miedo a la soledad, con frecuencia sufrido en triste secrecía. Para el horror mexicano, la vieja solterona es un tropo favorito: está en la obra de esa soltera legendaria, Guadalupe Dueñas, en “La señorita Julia” de Amparo Dávila o “La jaula de la tía Enedina” de Adela Fernández, sobre esa pobre demente que concibe retoños-pájaro con su sobrino. Desde la perspectiva de quienes escribían la mayoría de las historias de horror, las mujeres siempre hemos sido lo otro, lo siniestro. Los griegos, cuna y modelo de nuestra idea de civilización, no tenían una palabra que designara a las atenienses:
Las mujeres dieron nombre a la ciudad, creyendo sin duda hacer triunfar su ley al votar por una diosa-mujer. Pero […] las mujeres perdieron el nombre que acababan de inventar. El mito explica que las atenienses no existen […] ni tampoco las ciudadanas. Existen simplemente las mujeres.
Existe la raza de las mujeres, iniciada por Pandora, según Hesíodo, quien trajo todas las desgracias a los mortales. Nuestras sociedades se desarrollaron confiando en ese juicio: las voces femeninas pierden a los hombres (a menos que se aten al mástil), los arruinan. Su humor es impredecible; sus demandas, interminables. Desde nuestra perspectiva, sí que hay algo inquietante en ser mujeres, pero no porque seamos monstruosas, sino potentes. Lo femenino implica la posibilidad de transformarse para crear y albergar la vida que, muchas veces, se instala allí en contra de nuestra voluntad. Y la sociedad quiere controlar esa potencia a toda costa, pasando por encima de nuestras vidas. En esa tensión vaya que percibimos lo siniestro.
Tu humanidad es apenas perceptible, tu cuerpo está expropiado, se da por hecho que tu mente no es de fiar. Existes en la periferia [dice Carmen María Machado], creo que muchas escritoras no han hecho sino responder a eso.
Las narrativas que crearon sobre nosotras nos llenaron de miedos, pero en realidad, nos tienen pánico. Tienen miedo de nuestras voces, nuestra fuerza, esa capacidad para subvertir su orden.
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Volví a disfrutar del horror gracias a mis contemporáneas. En Su cuerpo y otras fiestas, la misma Machado aborda los fantasmas de la sexualidad, la violencia, la creación y, cosa insólita, la gordura, con afecto y con piedad. Lloré de alegría en sobresaltado agradecimiento. Tengo escalofríos “de miedo, belleza y risa” cuando leo a Kelly Link, Iliana Vargas o Raquel Castro. En El mecanismo del miedo, Norma Lazo inventa una genealogía de mujeres custodias de una biblioteca de horror, porque el miedo ficticio mantiene a raya a todo lo que provoca el miedo real. (Mis ensayos siempre desean incluir una lista larga, desesperada, de autoras. Temo que nadie nos recuerde nunca, como si no hubiéramos existido. Que seamos fantasmas. Anónimo.) Con esperanza, pero también con horror, recuerdo las últimas palabras del diario de Shirley Jackson: “Soy la capitana de mi destino. La risa es posible la risa es posible la risa es posible”.
Imagen de portada: Caspar David Friedrich, Monje a la orilla del mar, 1861
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Encuentra el artículo “Ficciones imposibles de aplacar” de Mariana Enriquez en este mismo dossier. ↩