Cuando me levanté esta mañana, puse mi disco favorito para celebrar: los Sex Pistols. Pero cuando vino “Holidays in the Sun”, me pegó: algún día, cuando tenga un chico y quiera hablarle a mi hijo o a mi hija de mi disco preferido, voy a tener que explicarle lo que fue el Muro de Berlín. (Un amigo en ocasión de cumplir treinta y ocho años, 6 de enero de 1990).
Cuando en 1960 Sam Cooke cantaba “Wonderful World”, el primer verso, “No sé mucho de historia”, era sólo una frase pegadiza. Cuando años más tarde Paul Simon y James Taylor imaginaron a Cooke sentado en el aula, divagando, el cantante no sabe “mucho sobre la Edad Media” (“miro las ilustraciones, doy vuelta a la página”); pero sí sabía que quería a la chica sobre la que estaba cantando, y eso era lo importante. Pero por esas ironías de la cultura, que preservan un tono que no estaba hecho para durar, la música adquirió un peso para el que supuestamente no estaba hecha (un peso que arrastra con facilidad). La alegre melodía —que, más que repetir, Cooke rumiaba— se ha convertido desde entonces en una elegía de la muerte del cantante, que murió demasiado joven, en 1964, de un disparo de bala, con apenas treinta y tres años, en el motel Hacienda, de Los Ángeles, en circunstancias que nunca se aclararon del todo. Hoy el sentido de la melodía es la ausencia del cantante, el hecho de que nunca podrá cumplir con las promesas de la canción, que pasan definitivamente al oyente. La Historia no sirve para nada, comienza diciendo la canción; asimilada a la desesperación y a un enigma irresuelto, ha pasado a ser, en cierto modo, historia en sí misma. No es así como suele presentarse la historia en la cultura cotidiana: como un relato complejo e inestable que nos arrastra. Prendan el televisor en casi cualquier canal y enseguida entenderán cuál es el modo dominante, cada vez que alguien en una comedia, un drama o un aviso comercial deja caer versiones diferentes de la frase “Esto es historia”. Esta frase hecha, en todas sus variantes, se ha abierto camino a través de nuestro discurso desde hace más de una década —como un germen verbal, un neologismo que no se irá, que se mantiene agarrado a su lugar en la cultura, envenenando el lenguaje alrededor—, y lo que la frase significa es lo opuesto de lo que dice. Significa que no hay algo como la historia, un pasado con el peso de la tradición o de la herencia. Una vez que algo (una ruptura amorosa, un entrenador de baseball despedido, una guerra, Jimmy Carter) es “historia”, terminó, y se sobreentiende que nunca existió. La aplastamos como a un insecto, junto con la posibilidad de que en la historia nada haya terminado realmente. El resultado es cierta euforia, un sentido de liviandad liberador. The German Comedy: Scenes of Life after the Wall, una colección de ensayos de Peter Schneider, un novelista de Alemania (ex Alemania Occidental), comenta este sentimiento con precisión. En sus libros y ensayos anteriores, Schneider pensaba el Muro como algo permanente, y trataba de entenderlo menos como una cosa que como un símbolo, un espejo que, más allá de las intenciones de sus constructores, les decía a los orientales que eran feos y a los occidentales que eran lindos. “Me pregunto qué pasaría si un mensajero a caballo llegara directamente desde el Kremlin para ordenar la demolición del Muro”, escribió Schneider en cierta ocasión, como si un acontecimiento semejante jamás pudiera ocurrir. La historia se burló de él: el acontecimiento ocurrió, el Muro era una cosa, podía ser derribado y así lo fue. Hoy, hasta resulta extraño escribir la palabra con mayúscula. Se fue: es historia. Tratando de fijar la nube flotante de la historia, Schneider presenta su flamante viejo mundo como una tierra del nunca jamás: el Muro puede haber desaparecido, pero miles de espejos invisibles han surgido en su lugar, y todos los cruzan alegremente cientos de veces por día. The German Comedy es una exploración de una dislocación que, a contramano de la promesa oficial de que los alemanes fueron y serán un solo pueblo, debe estar allí, en alguna parte. Si el Muro y sus efectos fueron parte de la historia —una fuerza que por una generación, por veintiocho años, modeló y desfiguró millones de vidas—, ¿pueden desvanecerse de un día para otro, como si nunca hubieran existido? Así parece; y Schneider lucha desesperadamente contra el hecho aparente de esta desaparición. Podría decirse que lucha por la historia, como si dijera que si nunca estuvimos allí, no podemos estar aquí y ser lo que somos.
De las muchas historias que Schneider rescata de entre los escombros del Muro, hay una que es especialmente desconcertante: una versión alemana del clásico de las redacciones norteamericanas1 “Un perro mordió a un hombre”. Después de la disolución del Muro, varios miles de perros de Alemania del Este, utilizados para patrullar la frontera, quedaron desempleados —si es que puede decirse algo así—. La gente “temía lo peor”, cuenta Schneider: “peligrosas jaurías de animales salvajes sin dueño rondando las ahora accesibles calles de Berlín Occidental”. Sin embargo, en poco tiempo, los perros fueron adoptados por occidentales generosos, y, extrañamente, los perros continuaron la historia que la mayoría ya no quería escuchar. Los perros insistían sobre la realidad de una historia que ya no era real. Recién occidentalizados, los perros se aculturaron rápidamente a una nueva clase de comida y aprendieron a obedecer en nuevos dialectos. Pero, dice Schneider:
Cada vez que caminaban junto a sus nuevos amos occidentales cerca del lugar donde estaba erigido el Muro, se volvían repentinamente sordos a cualquier orden y retomaban su ronda programada sin desviarse ni a derecha ni a izquierda. El Muro desapareció tan completamente que incluso los nativos de Berlín no siempre pueden decir dónde se levantaba. Sólo los perros guardianes del Muro se mueven como si estuvieran sujetos a una correa invisible, con absoluta seguridad, a lo largo de la línea quebrada del viejo límite que cruzaba la ciudad, como si estuvieran buscando o, tal vez, perdiendo algo… Pero quizá esta historia sólo sea una leyenda, como el Muro mismo.
Esto es la historia como desaparición. Como si fragmentos de la historia, porque no se ajustan a las historias que la gente quiere repetirse, pudieran sobrevivir solamente como cuentos fantásticos y de aparecidos, abordables como espectros y fantasmas. Podría ser peor. La historia es una especie de leyenda, y ni siquiera sabemos las causas y el modo en que comprendemos o intuimos las historias sepultadas, esos espectros que nos acosan. Una apuesta por esta premisa es City of Quartz: Excavating the Future in Los Angeles, una crítica de izquierda de un viejo periodista de Los Ángeles, Mike Davis. El libro está centrado en Los Ángeles como una invención del racismo (de hecho, aria) y sobre el capitalismo como mafia aristocrática. Exhumando los cuerpos de los hechos de la ciudad, cuerpos sepultados y martirizados, Davis trata de capturar lo que ha sido borrado de la historia, eso que sigue ejerciendo su fuerza de atracción, como el Muro que sólo los perros podían percibir. City of Quartz es un libro serio, mesurado, furioso, riguroso, ágil, irónico. Pero ocurrió que mientras estaba leyéndolo el canal de cable HBO estaba pasando Cast a Deadly Spell, y el libro tuvo que ceder a la película. City of Quartz es un intento de corregir la leyenda de Los Ángeles como lugar de sol y libertad; Cast a Deadly Spell era una contra-leyenda. Al menos por el tiempo que duró la película, la potencia de su baja calidad redujo el ataque de Davis a mera corrección. Cast a Deadly Spell es un argumento improvisado a partir de las obras de demonios y fantasmas del novelista H. P. Lovecraft, combinado con el milieu y los diálogos que Raymond Chandler escribió para Philip Marlowe. Fred Ward interpreta al detective H. Philip Lovecraft: la versión más inexpresiva del héroe de Chandler en toda la historia del cine. Uno tiene la impresión de que una locomotora podría pasarle por encima de la cara y su expresión no cambiaría. La historia transcurre en Los Ángeles, poco después de la Segunda Guerra, “cuando —y éste es el centro de la historia— todos hacían magia”. La brujería está permitida; los policías encienden cigarrillos haciendo chasquear los dedos (“Te ahorra tiempo”, le dice uno a Ward, incómodo, como si lo hubieran agarrado bebiendo en el trabajo). Duendes traídos como souvenirs por los veteranos de la guerra del Pacífico andan sueltos; las gárgolas de las mansiones cobran vida y cumplen los antojos de sus amos; mujeres vírgenes conjurando unicornios (parece que sólo una mujer virgen puede hacerlo). Empresas constructoras importan zombis desde Haití para los proyectos de posguerra de construcción de viviendas masivas (vienen en cajas, como heladeras, con una garantía de seis meses; después de lo cual se caen al suelo y se desintegran). La historia es absurda e instantáneamente reconocible. Los Ángeles ha sido el centro del ocultismo en los Estados Unidos por más de un siglo, y durante todo ese tiempo el ocultismo no ha sido más que un modo de hacer las cosas por izquierda, una tajada, la manera de lograr lo que uno quiere, un impulso que combina los chanchullos capitalistas con un fervor religioso que trasciende toda ética. El H. Philip Lovecraft de Ward es el último de los hombres honestos —el único detective privado que no recurre a la magia—. Por ese motivo es contactado por un cliente millonario que pretende conjurar antiguos monstruos de las entrañas de la tierra y precipitar el fin del mundo. Sólo se puede confiar en Ward para recuperar un todopoderoso libro satánico robado sin enredarse con él. No es necesario decir que la trama se vuelve cada vez más absurda y retorcida —y, por debajo de la superficie de película de clase B, cada vez más verosímil, más probable—. Era como si todo Raymond Chandler, todos sus libros y películas, se hubieran condensado en una historia que Chandler siempre supo que estaba ahí, pero que nunca tuvo el coraje de contar sin que se le moviera un pelo. Ahora bien, una de las historias que cuenta Mike Davis en City of Quartz trata sobre la infiltración del Instituto de Tecnología de California —y toda la naciente industria de inteligencia militar del sur de California— por parte de satanistas. Davis sigue las huellas del brujo británico Aleister Crowley, que en los años treinta fundó en Los Ángeles una rama de su Ordo Templi Orientis, una sociedad secreta cuyos orígenes se remontan hasta la Edad Media y la Orden de los Caballeros Templarios. Davis pasa a ocuparse entonces de un tal John Parsons. Proveniente de una familia adinerada, Parsons fue un inventor genial, fundador del Laboratorio de Propulsión a Chorro; en 1939 asumió la conducción del templo y, bajo la dirección de Crowley, viró en dirección a la “magia sexual”. En poco tiempo, en la elegante ciudad de Pasadena, donde no se permite gente negra de noche en la calle, mujeres embarazadas saltaban desnudas sobre hogueras. No mucho después, Parsons conoció a L. Ron Hubbard, por entonces un escritor de ciencia ficción y posteriormente —y no por coincidencia, dada la influencia de Parsons— fundador de la Cientología. Parsons y Hubbard “se embarcaron en un vasto y diabólico experimento”, escribe Davis. Su objetivo “era buscar a una auténtica ‘prostituta de Babilonia’ para que ella y Parsons pudieran procrear al mismísimo Anticristo en Pasadena”. Finalmente, la encontraron, y… Y lo que tenemos, básicamente, es el argumento de Cast a Deadly Spell, y quizá la clave de su mar de fondo. En los papeles, a pesar de estar contextualizada con oficio y pasión, la historia de Davis confunde los límites de la historia y pierde de vista su voz; lo que se supone que es siniestro parece en cambio divertido. Divertido, y nada más: queda claro que el intento de Davis de vincular el militarismo y el ocultismo en la historia secreta de Los Ángeles es engañoso, frágil y completamente circunstancial para la creación del mundo de posguerra. Cuanto más cuidadosamente leemos, menos significativo parece. Sin embargo, Cast a Deadly Spell, con su disfraz inverosímil, cuenta una historia mucho más amplia y extensa, dejándonos con la sensación aterradora de que Los Ángeles es, por su naturaleza, un lugar de hechiceros capaces de hacer cualquier cosa. Tal vez no sea una historia mejor que la de City of Quartz, pero, a su manera, abre un horizonte histórico más amplio. Desaparición, enigma, y afuera. Para el último Día de la Raza, anticipando el Quinto Centenario del gran viaje de descubrimiento de Cristóbal Colón, los diarios estaban cubiertos de artículos sobre el debate multiculturalista acerca de si era un día para celebrar o si los estragos causados por la invasión europea de un mundo cuyos nombres se han perdido para nosotros no deberían ser recordados como un Día de Duelo. Hubo incluso intentos de negar el significado de lo que fue claramente, por la magnitud de los cambios irreversibles que ocasionó en todo el planeta, la peor catástrofe de la historia de la humanidad: el contacto entre dos mundos que para cualquier propósito práctico se ignoraban mutuamente.
Resulta tentador ver la negación del Día de la Raza como una inversión de la imagen de la negación del Muro de Berlín por parte de los alemanes felices de hacer como si nunca hubiera existido. La historia no es aquí más que un detrito modelado de acuerdo con el sentido transitorio que le otorga el poder de turno de un grupo u otro. La idea de que la historia debe tener su propia dirección, su propio poder de atracción, su propio sentido del tiempo; la idea de que es una fuerza para comprender más que un conjunto de acontecimientos para manipular se pierde. La historia será lo que digamos que es, se desprende del periódico, sólo si lo aceptamos. La leyenda que usamos para la historia es mucho más resistente, por eso la más absurda y artificiosa de las contra-leyendas puede conjurar algo que el más escrupuloso de los análisis es incapaz de igualar. La fábula que usamos para la historia es un gran relato, un relato que no puede interrumpirse, revisarse o apropiarse fácilmente, pero que en determinadas ocasiones puede ser sustituido. La inclusión en este gran relato —que en Norteamérica es un relato de igualdad, individualismo, virtud y éxito— de la voz de los pueblos previamente excluidos de él (afroamericanos, mujeres, asiáticos, etc.) no necesariamente lo modifica. Tales inclusiones sólo sirven para iniciarlos en la no verdad del gran relato que los excluyó. Por definición, los grandes relatos de cualquier sociedad no son verdaderos. Son construcciones interesadas más que literales, narraciones omniscientes de lo que realmente ocurrió (como si algo así fuera posible), que puede funcionar a modo de justificación. El despertar cultural no llega cuando uno percibe los contornos del gran relato, sino cuando nos damos cuenta —gracias a un maestro, a un libro o a la irrupción de un acontecimiento histórico imprevisto— de que lo que siempre nos han contado es incompleto, anacrónico, falso, una mentira. Nada es más liberador; nada conduce con mayor seguridad a la necesidad de cuestionar lo que se presenta como fijo, seguro e inevitable. Y tiene sentido que los medios de dicha liberación no siempre estén donde nos han enseñado a buscarlos.
Texto escrito en el verano de 1992. Tomado de Greil Marcus, “Lección de historia”, El basurero de la historia, Fermín Rodríguez (trad.), Paidós, Buenos Aires, 2012, pp. 53-61.
Imagen de portada: Adolescentes frente al Muro de Berlín. Fotografía de Aad van der Drift, 1 de diciembre de 1989
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Téngase en cuenta que cuando Marcus utiliza “norteamericanos/as” y “Norteamérica” (en inglés: Americans y America) refiere en realidad sólo a Estados Unidos y su población. [N. de T.] ↩