Hace unos meses, un funcionario electoral afirmó en una entrevista que los consejos distritales solían ser “una merienda de negros”. No acababa de pronunciar la frase cuando se dio cuenta de que había empleado una expresión, por decirlo así, problemática. Así que enmendó enseguida: “una merienda de afromexicanos”. Expongo esta anécdota no con intenciones de acusar a nadie, sino como una muestra de los reveses que nos juega el llamado lenguaje “políticamente correcto”. Por un lado, reconocemos que hay expresiones enraizadas en nuestra manera de hablar que dañan la dignidad de las personas al encasillarlas en estereotipos degradantes. Muchas veces no somos conscientes de sus connotaciones sino hasta después de proferirlas. Por otro lado, la anécdota nos enseña que evitar la ofensa no consiste simplemente en sustituir una palabra por otra. Merienda de negros, según refieren las fuentes, remite a la confusión y el desorden. Aunque la frase ya se use poco, es fácil identificar los abyectos hilos del prejuicio que llevan a asociar lo desprolijo y desorganizado con el estereotipo de “negro”. Sustituir negro por el término presuntamente más correcto de afromexicano no bastó para despojar a la frase de su carga discriminatoria. Había que deshacerse del estereotipo: el problema no está en la manera de nombrar, sino en lo que se atribuye —implícita o explícitamente— a lo nombrado.
El lenguaje políticamente correcto: qué implica y qué no
Hablar de lenguaje políticamente correcto es entrar en materia de pasiones: solemos tener al respecto una opinión firme, a favor o en contra, y no aceptamos semitonos. Mientras que para algunos es una especie de salvaguardia ante el flagelo de la discriminación, para otros es un “totalitarismo revanchista” que “remite, por una parte, a una cierta visión buenista de la sociedad que, por otra, se contradice con el modo inquisitorial en que se aplica”.1 Aunque el ideal de la corrección política sea una aspiración justa y apremiante en la sociedad que conformamos, ha sido tergiversado tan eficazmente, que a veces sus propios partidarios incurren en los excesos que se les reprochan, sin que éstos sean consecuencias necesarias de su objetivo original. Un ejemplo de ello es la llamada “cultura de la cancelación”: la práctica de exhibir y relegar al ostracismo a quien no se apega a la conducta esperada. Otro ejemplo es el que dimos líneas arriba: reducir la corrección política a una asepsia verbal que obliga a sustituir unas palabras por otras sin examinar las actitudes que subyacen a su uso. A pesar de los desacuerdos, podemos asumir una definición mínima: el lenguaje políticamente correcto es una pauta de comunicación dirigida sobre todo al discurso público —pero no solamente—, que busca evitar el agravio a personas y grupos sociales que han sido oprimidos o marginados histórica y estructuralmente. Proponer una pauta para evitar que nuestras conductas verbales agravien a personas y grupos sociales históricamente desaventajados y estructuralmente oprimidos implica, primero que nada, reconocer que ese tipo de opresión existe. Los adverbios históricamente y estructuralmente son cruciales, pues la corrección política en el lenguaje no aspira a evitar cualquier tipo de ofensa, sino aquélla dirigida contra la dignidad de los grupos y personas que, en la estructura asimétrica de la sociedad, han quedado desfavorecidos.
Lo segundo que se implica es la posibilidad de agraviar y humillar mediante el lenguaje. Las palabras no son “sólo palabras”: empleadas en un enunciado conforman actos y éstos tienen efectos sociales. Así como una pareja pasa de no estar casada a estar casada por el acto verbal de un juez, también se puede, con palabras, lastimar la dignidad de una persona (con intención del hablante o sin ella). Es importante recalcar que lo que agravia no son las palabras por sí mismas como unidades del vocabulario, sino los actos enunciativos en los que se involucran y los supuestos que esos enunciados acarrean. La tercera implicación es que tenemos control sobre los enunciados que proferimos, que podemos formularlos de maneras ofensivas o de maneras no ofensivas. Si bien no todas las ofensas son deliberadas, quienes se sienten agraviados por nuestros dichos tienen el derecho de reclamarnos y nosotros la capacidad de aprender de ello. Somos responsables de lo que decimos y de cómo lo decimos. También debemos hablar de dos cosas que no implica la pauta del lenguaje políticamente correcto, pero que suelen asociarse a ella, tanto por sus detractores como —algunas veces— por sus mismos proponentes. Primero, evitar la ofensa verbal, como pretende la corrección política, no implica que se tenga la legitimidad de sancionar o censurar a quien no se adhiera a esa norma. La corrección política establece un ideal de comunicación. El discurso que no se apega a él desde luego puede ser señalado y reprochado, pero ése es el inicio de un debate y no el final. Teresa Brennan, en el prefacio a Political Correctness. A response from the cultural left, lo resume de esta manera: “La campaña contra la corrección política ha sido exitosa porque ha retratado el intento de defender los derechos de los grupos desaventajados como el quebrantamiento de los derechos individuales”.2 En contra de la idea que equipara la corrección política con una mordaza a la libre expresión, hay que tener claro que señalar una ofensa no es censurar a quien ofende, sino hacerlo responsable de su acto. Lo segundo que no implica el lenguaje políticamente correcto es la creencia de que por sí mismo basta para atenuar la desigualdad estructural. La corrección política exige tomar conciencia de las opresiones históricas y estructurales que subyacen a cierto tipo de ofensas. Pero nadie ha dicho que con esto se borren las asimetrías del mapa social. Algunas críticas a la corrección política le atribuyen esta idealización, pero al hacerlo argumentan contra una caricatura. Nadie con un espíritu crítico y una postura honesta ante la desigualdad creería seriamente que ésta se acaba hablando distinto.
La ofensa racista
La ofensa verbal, por definición, es una violación flagrante del pacto de la comunicación. En principio, suena absurdo sugerir pautas para evitarla porque quien ofende verbalmente lo que quiere es desacatar las reglas del intercambio comunicativo. Considerando esto, la corrección política parecería un despropósito si no fuera por otro hecho innegable: también ofendemos sin darnos cuenta. Hay al menos dos situaciones en las que se puede ofender sin tener el insulto como finalidad. Una de ellas es cuando el hablante no está consciente de que lo que dice tiene implicaciones que lastiman la dignidad de un individuo o de un grupo social. A todos nos ha pasado. Una vez usé la palabra negrear frente a una amiga que, perspicaz, me hizo notar que no era una casualidad que una palabra derivada de negro fuera la que describiera el acto de someter a alguien a un trabajo extenuante. Todavía en algunos periódicos se llega a leer el término tratante de blancas para referirse a quienes explotan mujeres con fines sexuales, por oposición a quienes explotan a las mujeres indígenas o negras con fines laborales (lo que, desde luego, no las exime de ser objeto de otro tipo de vejaciones). Si bien los anteriores son ejemplos de expresiones que se usan sin afán de agraviar, es fácil reconocer que estas palabras, por decirlo así, llevan su historia en la solapa. Y ésta es, ni más ni menos, la historia de un orden racista y colonial. Es probable que, al usar frases o locuciones como merienda de negros, no tiene la culpa el indio y me vieron la cara de chino, no se intente directamente injuriar a grupos racializados y estereotipados de maneras humillantes, pero igualmente es cierto que estas expresiones revisten esa connotación y, si se es consciente de ello, se evitan —a menos que la intención sea ofender deliberadamente—. El segundo tipo de situación en que se emplean expresiones ofensivas con una finalidad distinta a la de ofender es el humor. Su propósito no siempre es hacer reír, pero sí, por lo menos, aligerar el ánimo. En México, el humor se usa muy a menudo como licencia para usar dichos o bromas abiertamente racistas. En estos casos, la ofensa no se limita al uso de expresiones idiomáticas con tintes discriminatorios disimulados, sino que incluye invocar libremente el orden racista imitando acentos, representando personajes estereotipados y refiriéndose con sorna a aquellos que en ese sistema quedan desaventajados. La televisión mexicana de la última mitad del siglo pasado está llena de estos ejemplos, como la India María o el negro Tomás de Héctor Suárez. Entre los cómicos profesionales y entre las conversaciones cotidianas encontramos muchos ejemplos de humor racista, como las burlas a “la lengua tolteca”, o la costumbre de llamar a los detractores cara de artesanía o cabeza olmeca. Como dice Greg Berger, un cómico y cineasta radicado en Morelos, considerando que el humor no se da en un vacío social, sino en una sociedad estructurada asimétricamente, el chiste racista es un humor que pega para abajo, un humor de bully. Cuando los cómicos profesionales son llamados a cuentas por usar este tipo de juego, recurren a una evasiva común: “de todo se ofenden”. Así, cargan la responsabilidad de la ofensa racista en la persona que la reconoce, como si se tratara de una interpretación individual y caprichosa. En realidad, la ofensa racista es objetiva, pues se fundamenta en un sistema social de dominación independiente de las intenciones del hablante y de la subjetividad del oyente. Con la excusa de hacer reír, o de aligerar la conversación, el humorista se da permiso de ofender apelando a un orden de dominación racista al que no repudia, no enfrenta y no denuncia. No es casualidad, por lo tanto, que quienes hacen apología del chiste racista vean en la corrección política a su peor enemigo. Parece claro que el objetivo del lenguaje políticamente correcto es evitar la ofensa dirigida a los grupos desaventajados en un orden de opresión pero, ¿cómo se implementa ese objetivo? En su versión más ingenua, la corrección política se centra en el reemplazo de unas palabras por otras: no hay que decir sordomudo sino sordo; no usemos indio sino indígena; hay que sustituir negro por afrodescendiente, entre otros muchos ejemplos. Algunas de estas sustituciones están avaladas por la propia gente incluida en la descripción, lo cual las hace razonables, pues todos tienen derecho a ser nombrados como más les guste. Pero la fuente de la ofensa no acaba en la manera de nombrar. De nada sirve cambiar un nombre por otro si al nuevo significante se asocian los mismos estereotipos, si el concepto no es reemplazado por uno libre de prejuicios históricamente arraigados. La ofensa racista —o clasista o misógina— no está en las palabras, sino en los enunciados que expresan implícita o explícitamente los prejuicios propios de estas ideologías. La expresión es morena, pero bonita no contiene ninguna palabra “políticamente incorrecta”, y sin embargo una vez dicha es un enunciado altamente ofensivo que destila una ideología racista. Y el disparador de eso es un nexo adversativo: al usar pero, el hablante indica que la propiedad de ser morena haría esperar que una persona no fuera bonita. La pauta de la corrección política, pues, no sólo hace responsables a los hablantes de lo que dicen, sino también de lo que sugieren o de lo que llevan a inferir con sus enunciados. Si no se entiende esto, se cae en la trivialidad de creer que el lenguaje políticamente correcto es simplemente el reemplazo de un diccionario por otro. Contra esto advierte bien la filósofa del lenguaje Deborah Mühlebach: “Si introducimos una nueva expresión que intenta reemplazar una existente que es problemática, la nueva expresión sólo puede tener un significado diferente si lleva a conclusiones diferentes”.3
Ubicar la ofensa en el acto lingüístico y no en el idioma por sí mismo no es algo trivial. La corrección política no debe ser una guía de cómo hablar, sino de cómo actuar. Se trata, pues, de hacer una crítica política del lenguaje y no simplemente dictar un manual de buenas costumbres. Continúa Mühlebach: “Ejercitar la crítica política del lenguaje quiere decir poner por delante nuevas prácticas en las que las conclusiones degradantes injustificadas ya no se consideren válidas”.
Terminar por el principio
Se sabe que, en los inicios de su uso, lo “políticamente correcto” describía las conductas y posturas que se alineaban con el canon político dominante —generalmente en el contexto de los regímenes comunistas—. La frase y su contraparte “políticamente incorrecto” se empleaban con tintes sarcásticos por los oponentes a ese canon. El guiño era que aquello que se considera políticamente correcto es acertado sólo políticamente (es decir, sólo en tanto se adecua a la línea del partido), pero incorrecto desde otras perspectivas. En los años ochenta, algunos grupos activistas en Estados Unidos se apropiaron de la frase y la adaptaron a los preceptos liberales, con lo que se le adjudicó una carga positiva.4 Es común encontrar el término corrección política empleado como sinónimo de tibieza, puritanismo y gazmoñería, como lo opuesto a la transgresión y la franqueza. Lo políticamente correcto se considera conformista, incondicionalmente adecuado a la ortodoxia bienpensante. Su origen nos explica la base de estas asociaciones; sin embargo, la defensa de lo políticamente correcto debería consistir en algo totalmente ajeno a la obediencia. Si entendemos su objetivo y sus implicaciones, esta defensa debe entenderse como disconformidad, como el desenmascaramiento de las relaciones de poder que se reflejan, deliberada o inconscientemente, en nuestras maneras de hablar y actuar. Como la escalera de Wittgenstein, que nos lleva a un lugar desde el cual no la necesitamos más, una vez que comprendemos las motivaciones del “lenguaje políticamente correcto” podemos abandonar ese término y reemplazarlo por uno más resuelto: el de lenguaje políticamente crítico. Y es que, si no se ejerce desde una postura crítica, la corrección política no pasa de ser, en el mejor de los casos, un manual de buenos modales, y en el peor, una censura irreflexiva. El lenguaje políticamente crítico trae consigo la responsabilidad de la conciencia lingüística, una que reconoce las relaciones de poder que determinan nuestro lugar en la sociedad y que se plasman en nuestros hábitos verbales, que las examina y trata de modificarlas en los conceptos y los actos y no solamente en la sustitución de significantes.
Imagen de portada: César Catsuu López, de la serie Presagios, 2014
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Manuel Ballester, “Lo políticamente correcto o el acoso a la libertad”, Cuadernos de Pensamiento Político, abril/junio, 2012, pp. 171-201. ↩
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Teresa Brennan, “Foreword”, en Richard Feldstein, Political Correctness. A response from the cultural left, The University of Minnesota Press, Minneapolis, 1997. ↩
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Deborah Mühlebach, “Is there such a thing as politically correct language?”, Uni Nova. Research Magazine of the University of Basel, núm. 130. 2017. Disponible aquí ↩
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Caitlin Gibson, “How ‘politically correct’ went from compliment to insult”, The Washington Post. Disponible aquí ↩