But first, on earth as vampire sent, Thy corse shall from its tomb be rent: Then ghastly haunt thy native place, And suck the blood of all thy race; There from thy daughter, sister, wife, At midnight drain the stream of life “The Giaour”, Lord Byron
La sangre ha cargado un significado tan imponente en el imaginario que no resulta increíble que hayamos inventado un monstruo que se alimente de la sangre de inocentes víctimas. Los vampiros aparecen en la poesía del siglo XVIII y se vuelven las figuras más populares en la literatura gótica desde la publicación de “The Vampyre” de John Polidori (que, por cierto, se gestó el verano de 1816 en la Villa Diodati en Ginebra al mismo tiempo que Frankenstein de Mary Shelley), Carmilla de Sheridan Le Fanu y, obviamente, Drácula de Bram Stoker. Pero, como casi siempre, la naturaleza sobrepasa el intelecto humano y los vampiros verdaderos existen desde antes que sus primos literarios. Existen tres especies de murciélagos hematófagos, es decir, que se alimentan de sangre. Su hábitat natural se extiende en las áreas tropicales de México, Centroamérica y Sudamérica. Viven en colonias en lugares de completa oscuridad, como cuevas, pozos, edificios abandonados y árboles huecos. Hay un orden social establecido en las colonias de estos murciélagos, con varios machos residentes que tienen un harem de hembras. Los lazos estrechos que forman se fortalecen porque comparten comida entre ellos, una característica única de las especies hematófagas. Un murciélago vampiro sólo puede sobrevivir 48 horas sin comida, pero no todos los días encuentra una víctima a quien chuparle la sangre. Cuando uno de estos pequeños dráculas afelpados no puede conseguir alimento, se acerca a otros miembros de la colonia y éstos regurgitan un poco de la sangre que han extraído de la víctima de esa noche. Los murciélagos hematófagos, como algunas serpientes, han desarrollado la capacidad de detectar a sus presas por el calor que emiten. Estos vampiros tropicales además localizan los puntos de circulación de la sangre en sus presas por radiación infrarroja: así pueden determinar dónde será más efectiva su mordida. Mientras otras familias de quirópteros han perdido totalmente la capacidad de moverse en la tierra, los murciélagos vampiro pueden caminar, saltar y casi que correr, dando pequeños brincos. Cuando localizan a su presa, aterrizan cerca de ella y saltan a sus piernas o a su cuello. Desde luego que en torno a ellos se ha generado una mala reputación y se dice que transmiten la rabia a sus víctimas, pero en realidad se ha visto que sólo 0.5 por ciento de los que han sido capturados para censos son portadores del virus. De hecho, los murciélagos infectados usualmente mueren rápido porque no pueden volar muy bien.
Debajo de la piel
Se cae y se raspa la palma de la mano contra el pavimento. Viene corriendo hacia mí con su puño cerrado, una manita sucia y pegajosa de cuatro años, no lo quiere abrir. La convenzo diciendo que vamos a curarla para que no le duela más. Cuando abre su puño un chorrito de sangre resbala. —Mamá, debajo de la piel somos todos rojos —me dice, asombrada.
•
En el siglo XVI, el médico William Harvey fue el primero en describir de manera correcta nuestro sistema circulatorio. Su descripción del funcionamiento del corazón y del aparato circulatorio es valorada como una de las publicaciones más importantes de la fisiología moderna. Sin embargo, en su época no todo fueron laureles, ya que su teoría se oponía totalmente al sistema de Galeno, un médico de la antigua Grecia (200-129 a. n. e.), que era el paradigma aceptado en esa época. La teoría de Galeno tenía varios errores; por ejemplo, afirmaba que la circulación de la sangre empezaba en el intestino y que el hígado era la fuente de nueva sangre en el cuerpo humano.
William Harvey, médico del rey Carlos I, tuvo acceso a una buena educación y recursos para llevar a cabo su investigación y pudo describir, de manera correcta, las acciones del corazón; describió cómo la sangre viajaba por las arterias y venas y cómo todo estaba conectado a los pulmones. Sin embargo, él no pudo explicar cómo se llevaba a cabo el intercambio de gases en el sistema pulmonar. La publicación de esta teoría casi le valió su carrera, perdió prestigio y pacientes, la comunidad científica lo atacó y la iglesia también contribuyó a las acusaciones. El reconocimiento a la importancia de su trabajo no llegó hasta que su corazón había parado de latir y la sangre no circulaba en sus venas.
La relación entre este líquido rojo escarlata y la enfermedad es muy antigua, como la creencia de que la pureza de la sangre afecta la salud de personas y animales. Algunos documentos ubican la primera transfusión sanguínea en 1494; ésta se le hizo al papa Inocencio VII en Roma. Sus doctores recomendaron hacer una transfusión de dos personas sanas para combatir cierta enfermedad; sin embargo, el papa murió poco tiempo después.
No fue hasta 1665 que la primera transfusión exitosa sucedió. El médico Richard Lower transmitió sangre de un perro a otros y casi todos sobrevivieron. Lower y un colega suyo, llamado Jean-Basptiste Denys, seguramente emocionados por este primer éxito, intentaron hacer transfusiones de animales a humanos. Usaban ovejas y corderos. La mayoría de sus pacientes murieron, las transfusiones se volvieron ilegales y durante 150 años nadie lo intentó de nuevo. Por suerte, los humanos somos obstinados. Los médicos en el siglo XIX siguieron con sus ensayos, aunque con resultados mediocres: muchos pacientes tenían reacciones alérgicas severas después de la transfusión y morían al poco tiempo. El gran avance aconteció cuando el biólogo austriaco Karl Landsteiner descubrió los grupos sanguíneos A, B y O en su laboratorio de la Universidad de Viena. Más tarde, sus estudiantes harían lo mismo con el grupo AB. Este hallazgo, junto con el del factor Rhesus,1 permitió a los médicos hacer transfusiones más efectivas y seguras. Landsteiner recibió en 1930 el Nobel en Medicina por estas investigaciones. En 1914 se descubrieron los anticoagulantes, que permiten almacenar la sangre por más tiempo, y pocos años después la Cruz Roja británica estableció el primer servicio de transfusión de sangre en el mundo. Paulatinamente, aparecieron bancos de sangre en hospitales y clínicas de Estados Unidos, Rusia y Europa occidental. Al principio, la sangre de los voluntarios sólo era examinada para determinar su grupo sanguíneo y si estaba infectada de sífilis. Sin embargo, a lo largo de la historia se han añadido más enfermedades (hepatitis B, hepatitis C y VIH, etcétera) a las pruebas que se le hacen a este elixir de vida antes de pasarlo de un humano a otro.
La noble sangre azul
Los crustáceos, los arácnidos y los moluscos no tienen la sangre (correctamente llamada hemolinfa) roja. Pero de todos ellos, hay una especie cuya sangre representa un precio altísimo para los humanos: los límulos del Atlántico (Limulus polyphemus). Esta especie ha habitado el planeta desde hace 450 millones de años y es probablemente responsable de que todos los avances de la medicina moderna sean seguros para uso humano; bueno, no ellos directamente: su sangre. La hemolinfa de los límulos no es color rojo, sino azul pastel. La proteína que transporta oxígeno en su sangre no lleva hierro como la hemoglobina, sino cobre, y se llama hemocianina. Cuando ésta es expuesta al oxígeno se vuelve azul pastel.
En los años cincuenta se descubrió que la sangre de estos límulos es sensible a toxinas de bacterias y cuando entra en contacto con ellas se coagula en una sustancia gelatinosa que atrapa la bacteria. Desde el siglo XIX los médicos habían batallando por encontrar una solución al siguiente dilema: se observó que los pacientes que habían sido inyectados con una solución estéril desarrollaban una infección, presentaban fiebre intensa y algunos morían. El remedio que se habían inventado era inyectar primero la solución a un conejo para ver si le daba fiebre, lo que sugeriría una contaminación bacteriana.
Cuando Frederik Bang, doctor y científico estadounidense, descubrió que la sangre de los límulos se coagulaba en presencia de bacterias, probó inyectarles también soluciones estériles y vio que su sangre azul no sólo era sensible a bacterias vivas sino también a toxinas que persisten después de la esterilización. La sangre de los límulos entonces reemplazó a los conejos. Desde hace cincuenta años, la sangre de estos animales se utiliza para descartar una posible contaminación en la manufactura de todo lo que pueda ser insertado en el cuerpo humano, mediante una prueba llamada LAL. Cada aguja, cada jeringa, cada vial de vacuna o medicina, cada vía intravenosa, cada tubo y cada dispositivo médico pasa por este test. La industria bioquímica depende completamente de esta sustancia. En los Estados Unidos casi 500 mil especímenes son “ordeñados” cada año; después de quitarles un tercio de su sangre, son regresados al mar y aproximadamente el diez por ciento muere.
Al final de cuentas, el éxito de la medicina moderna depende de una rarísima propiedad en la sangre azul de un fósil viviente. Nos hemos convertido en los vampiros de estos animales, utilizando su sangre para nuestra supervivencia.
Cuando un nuevo humano se gesta en el útero de su madre, se forma a su vez la placenta. Este órgano se encarga de atravesar la pared uterina para tener acceso a la sangre materna y robarla para alimentar al feto. Nuestro primer alimento, y el de todos los mamíferos, es la sangre de nuestra madre que fluye a través del cordón umbilical. Todos hemos empezado nuestra existencia como pequeños vampiros, ¿será ésa la razón por la cual la sangre ha sido motivo de obsesión y fascinación a través de la historia?
Imagen de portada: Connie Mier, Mating horseshoe crabs at Ten Thousand Islands, 2014
-
El factor Rh es una proteína que se encuentra en la superficie de los glóbulos rojos: si la proteína está presente, la sangre es Rh+, y si no está, será Rh–. ↩