La historia de Las vigilantes puede resumirse de forma breve: Julia es una joven que regresa a la Ciudad de México luego de estudiar en Nueva York. Su plan es instalarse en casa de su madre, Catalina, mientras decide qué hacer con su vida: sus primeras incursiones en el mundo literario, considera, han sido un fracaso. No sabe si volver a la radio, donde antes trabajó como locutora, o pasar los días negando su vocación en espera de un golpe de suerte. Se encuentra perdida y siente la necesidad de regresar al lecho materno para tomar un respiro de la vida adulta. La madre, quien a esas alturas esperaba “haber cortado el cordón umbilical” con su hija mayor, la recibe a regañadientes en el cuarto de azotea. Conforme avanzan las primeras páginas comprendemos que el pasado de estos personajes está surcado por el duelo, que entre ellas habita la ausencia de Celeste, la hermana menor que murió de niña, luego de una larga enfermedad.
Es precisamente en el anhelo de llenar dicha ausencia donde surge la trama de Las vigilantes. Catalina, que trabaja como terapeuta voluntaria en un refugio para embarazadas, invita a Julia a dar clases de alfabetización. De esa forma, Julia conoce a Silvia: una joven perspicaz, de carácter afable, que puede hacer a un lado los abusos de los que ha sido víctima para hacer llevaderos sus días de espera, y con quien la protagonista establece una de las relaciones más deslumbrantes y complejas que he leído en años. Una relación que se construye como un universo de posibilidades —ya no digamos infinitas— melancólicas. O, dicho de forma más precisa: una relación en donde todas las posibilidades se dirigen, desbocadas, a la soledad, aunque traten de negarlo. Su amistad, restringida al refugio, será efímera, y mientras Julia trata de imaginar formas de perpetuarla, Silvia espera el momento de dar a luz —y dar en adopción a su hija o hijo— buscando un poco de paz.
Parece difícil discernir si Las vigilantes recurre al psicoanálisis desde la crítica, desde el conflicto, desde la ironía o el desasosiego. Es probable que lo haga desde todos esos lugares al mismo tiempo. La teoría psicoanalítica, en este caso, no es el motor de la novela, sino solo una de sus inspiraciones. Entre los conceptos freudianos, Liceaga optó por trabajar con el superyó, y es precisamente en esa elección narrativa donde la novela reclama una inmensa originalidad. Mientras que Catalina y Silvia son personajes que se permiten la espontaneidad, dejarse llevar por la intuición; Julia es un personaje que se contempla a sí misma, a sus anhelos, movimientos y debilidades con una severidad tenaz. Una de sus virtudes es que dicha severidad no resulta paralizante para ella, sino una especie de inspiración. Decide, primero, revivir la herida provocada por la muerte de su hermana menor, entablando largas —y a veces un tanto despiadadas— conversaciones con la madre. De acuerdo con la protagonista, hablar con Catalina debe servir a ambas para terminar con un duelo inconcluso. En el fondo, alberga resentimientos porque la enfermedad de Celeste la desplazó en la niñez. Lo que reclama es el derecho a ser la favorita de la madre a pesar de la memoria.
En segundo lugar, la ternura que Julia siente por Silvia le otorga —o eso considera— el derecho a ejercer de hermana mayor, un lugar que ha perdido para siempre. Hace a un lado la misión de enseñarle a leer y distraerla, y comienza a inmiscuirse en su vida. Julia aún desconoce que las relaciones interpersonales se construyen alrededor de los imponderables, el azar y la suma de voluntades, para enfocarse en cómo deberían construirse a partir de sus propias expectativas. Y, lo que resulta aún más desconcertante, sus expectativas radican en la confusión. Fantasea con que Silvia, en vez de dar en adopción a su hijo o hija tal y como ha decidido, se quede con él o ella, y ese anhelo la lleva a creer que sabe lo mejor para la joven. Julia siente por Silvia un cariño a veces materno, otras fraternal e incluso un sutil enamoramiento platónico. Silvia, por su parte, necesita el cariño y la atención que le son brindados por Julia, por lo que la acepta en todas sus versiones, sin perder de vista lo que considera mejor para sí.
Las vigilantes es narrada en tiempo presente y en primera persona: dos elecciones que sirvieron a Liceaga para expresar el misterio de la historia. Julia está desbordada por los pensamientos que le impiden ver más allá, pero el lector, con base en la información proporcionada, puede sacar conclusiones distintas o, lo que resulta de verdad provocador, hacerlo a pesar de Julia.
Liceaga no construyó una “narradora sospechosa” en el sentido de su fiabilidad; sino, más bien, a una protagonista confundida desde una perspectiva moral. No es la sospecha, pues, lo que anima la lectura de Las vigilantes, sino la forma en que los lectores se relacionan con un universo inevitablemente moral, con el que pueden verse tentados a disentir. Aunque esta es una historia contemplativa, fue construida con minucia hacia una “vuelta de tuerca”: Silvia —y no Julia— es quien, por medio de una inesperada decisión, reclama finalmente el papel estelar de la historia.
En uno de los mejores capítulos de la novela, Julia y Catalina se encuentran en un restaurante de comida árabe y observan lo que ocurre en el exterior; han pasado algunos minutos en silencio, luego de que la hija hablara sobre la frustración que sintió al enterarse de que uno de sus textos recibiera una crítica negativa. El silencio se quiebra por una mesera que les lleva agua mineral. Catalina le dice a Julia que no piensa compadecerla para “justificar su drama”. Si Julia quiere ser una mejor escritora, no le queda más que “chingarle”. La hija recibe el comentario —“la reseña” de sí misma— con dolor, porque le confirma una “sospecha interna”. Entonces ocurre un nuevo silencio en el que la narradora observa a su madre:
Reparo en las manchas de sol que minan su rostro. El pliegue de sus párpados aflojado por los años. Sus patas de gallo. Las pequeñas arrugas verticales que atraviesan los bordes de sus labios apoyados contra el puño de su mano. Su gesto de médium.
Catalina, entonces, rompe el segundo silencio para decirle a su hija que tal vez no decidió dedicarse a escribir por vocación, sino que lo hizo con el inconsciente anhelo de fracasar.
El presagio de las primeras páginas se confirma cuando Julia abandona su proyecto literario y hace a un lado su misión educativa para persuadir a Silvia de lo que debe hacer. Una decisión, de nuevo, destinada al fracaso, porque Julia, incapaz de asumir su vida, se ha empeñado en involucrarse con la de alguien más. Las vigilantes no es una trama sobre los cuidados —aunque abreve de ellos— sino sobre las infranqueables distancias que pueden separar a dos personas que, de forma coyuntural, coinciden en un pequeño espacio por un breve tiempo. Una tragedia pequeña, cotidiana, sobre la imposibilidad de huir de nuestros destinos o incluso sobre nuestro empeño en llevarlos a cabo con algo parecido al tesón. Las vigilantes es una novela sobre el fracaso en la más benévola de sus posibilidades: la solidaridad. Puede resultar irónico (o tal vez no —es el trabajo de prestidigitación de los novelistas—) que una novela sobre el fracaso culmine el objetivo que se ha propuesto con nitidez. El artefacto narrativo es ingenioso: la historia termina en el momento preciso donde comienza la transformación, de la que los lectores no seremos testigos.