Cicatrices en el desierto
Leer pdfEl mal que aqueja a la República Argentina es su
extensión; el desierto la rodea por todas partes, se le
insinúa en las entrañas; la soledad, el despoblado sin
habitación humana, son por lo general los límites
incuestionables entre unas y otras provincias.
Domingo Faustino Sarmiento
Solo queda la Patagonia, la Patagonia que convenga
a mi inmensa tristeza.
Blaise Cendrars
Cerca de Trenque Lauquen, de América, de Puán, cabe hallar, muy a las cansadas, curiosos rastros en la tierra, que seguramente se encuentran también en otros puntos de la campaña bonaerense. Son como cicatrices sobre el manto verde…1
Fernando Sánchez Zinny, La Nación, Buenos Aires, 13 de marzo de 2010. Disponible aquí ↩
“Cicatrices sobre el manto verde”. Quizás no haya mejor descripción de mi imagen del país. Allí donde la zanja de Alsina2
Creada por Adolfo Alsina entre 1876 y 1877 fue un sistema de fosas y terraplenes sobre la frontera que dividía, en la provincia de Buenos Aires, los territorios que estaban en manos del gobierno federal de aquellos que permanecían en poder de los indígenas. ↩ La Patagonia tiene “2.66 habitantes por kilómetro cuadrado, el más bajo de las regiones del país. […] A fines de los años noventa, la Patagonia producía más del 50 por ciento de la energía nacional, más del 80 por ciento del petróleo y el gas, y el 100 por ciento del aluminio”. Diego Reis, “Patagonia, lugar de la utopía”, Diario Andino, 4 de febrero de 2013. Disponible en este link . ↩ Ver Javier Roberto González, El nombre de la Patagonia. Historia y ficción, Pontificia Universidad Católica de Chile, Santiago, Anejo del número 32 de Anales de Literatura Chilena, diciembre 2019. ↩ “Si desde el día en que me fui con la emoción y con la cruz, yo sé que tengo el corazón mirando al sur”, dice un tango de Eladia Bázquez, que llevo siempre conmigo. ↩
Pero antes de esto, ya rondaba la Patagonia por las páginas de Occidente, no solo de Pigafetta, sino también de Darwin, más adelante de Julio Verne en El faro del fin del mundo, de Bruce Chatwin, de Roberto Arlt y de muchos otros, seducidos por “la impronta mítica, por el rasgo fabuloso” que se percibe en ella.6
Diego Reis, art. cit. Los títulos literarios contemporáneos sobre la región son numerosos y, aunque diversos, parecieran compartir la búsqueda de un elemento utópico. Pienso en Inclúyanme afuera y Falsa calma de María Sonia Cristoff, o en Mempo Giardinelli y su Final de novela en Patagonia, o en las novelas ubicadas en Ushuaia, Fuegia de Eduardo Belgrano Rawson y La Tierra del Fuego de Sylvia Iparraguirre. ↩
Fotograma del documental El botón de nácar de Patricio Guzmán, 2015
No hay escapatoria: la utopía y el crimen nacieron juntos en nuestro sur de todos los sures.
“Campaña del desierto” es el título de un capítulo del libro de historia que hemos aprendido todas y todos los argentinos siendo niños. Casi desde que ese mismo hecho diera origen, a fines del siglo XIX (1878-1885), al Estado liberal que conocemos hoy, el relato de la gesta sangrienta que arrasó con los pueblos originarios que habitaban el extremo sur del continente, y que lleva ese eufemístico nombre es —con mucha más fuerza que la conquista española— el mito de origen de la nación argentina. Damos por sentado, entonces, a los seis o siete años, que “desierto” en nuestro país no es un “lugar despoblado o en el que no hay gente”, como dice el Diccionario de la Lengua Española; que no tiene nada que ver con las imágenes del Sahara que vemos en historietas o películas, que ese territorio que conocemos como Patagonia se lo hemos “ganado” a los indios y que eso nos hizo “civilizados”. No sé cuántos hayan pensado a esa edad que la civilización implica, entonces, exterminio y muerte. Pero lo cierto es que una de las narrativas fundacionales más fuertes del Estado y la nación argentinos —el relato, diría yo— es el de una matanza. La primera llevada a cabo por nuestro ejército.
La ciencia positivista de la época da el marco y el pretexto científico para el proyecto ideológico-económico que sostiene la construcción del Estado liberal argentino. El desprecio por esos “seres inferiores” que eran los indios “justifica” la avanzada de la civilización. Así, la oposición entre civilización y barbarie articula la historia patria. David Viñas, en Indios, ejército y frontera (1982), reflexiona sobre la continuidad entre la actuación del ejército en el siglo XIX en la Patagonia y la que tuvo en la última dictadura cívico-militar (1976-1983). También la instauración del Estado terrorista de los años setenta se da en el marco de la práctica social del genocidio. Se pregunta entonces “los indios, ¿fueron los desaparecidos de 1879?”.7
David Viñas. Indios, ejércitos y fronteras, Santiago Arcos Editor, Buenos Aires, 2003, p. 18. ↩ Diego Reis, art. cit. ↩
gloriosa y trascendente gesta de todos los argentinos […] Una epopeya afirmativa de la nacionalidad y de la soberanía sobre tierras hasta entonces señoreadas por la soledad y el desamparo.9
Citado en Javier A. Trímboli, “1979. La larga celebración de la conquista del desierto”, Corpus, 2013, vol. 3, núm. 2, párr. 4. Disponible aquí ↩
La gesta victoriosa sobre ¿la soledad? Los miles de indígenas que habitaban la Patagonia no eran más que una presencia indeseable que había que eliminar para continuar con el proyecto nacional. Pero no han sido estos los únicos dos momentos sangrientos en la zona austral del país. Allí está el episodio relatado por Osvaldo Bayer en su libro Los vengadores de la Patagonia trágica (1984), en el cual una huelga de peones que reclamaban a causa de las condiciones de maltrato y explotación a las que eran sometidos por los dueños de los latifundios, muchos de ellos ingleses, terminó con el fusilamiento de más de mil quinientos obreros a manos del ejército enviado por el entonces presidente Hipólito Yrigoyen. Se considera una de las mayores muestras de violencia autoritaria de un gobierno democrático en el país. De este modo, la historia argentina puede ser vista como un largo proceso de sucesivos y violentos “borramientos”, de exclusión y supresión del “otro”, del diferente: el indio, el “bárbaro”, el pobre, la mujer… Los “desaparecidos” son, en este sentido, una figura fundante de la nación.
Ilustración de Reports of the Princeton University Expeditions to Patagonia 1896-1899, 1901. Biodiversity Heritage Library
En 1845 Domingo Faustino Sarmiento publica Facundo o Civilización y barbarie en las pampas argentinas, sintetizando en esa dicotomía fundacional los antagonismos que habían marcado la historia argentina. A la vez, sienta las bases no solo de un nuevo periodo, sino de una clave de interpretación de la realidad nacional desde 1880 hasta el presente. Tal como lo ha explicado, entre otras especialistas, Maristella Svampa, la oposición entre civilización o barbarie “expresa claramente una fórmula de combate, y sobre todo un llamado a la exclusión y al exterminio del otro”.10
Maristella Svampa, El dilema argentino: civilización o barbarie, Ediciones El Cielo por Asalto, Buenos Aires, 1994. Reeditado en 2006 por Taurus, con un postfacio. ↩
“El erotismo se esconde entre los pliegues de la cordura y de la política: la cautiva es una figura erótica”, escribe Cristina Iglesia en un incisivo y bello texto sobre esa figura presente como botín de guerra desde la mitología griega: Roma, Europa, Helena, son algunos de los nombres que recuerda Herodoto.11
Cristina Iglesia, La violencia del azar. Ensayo sobre literatura argentina, FCE, Buenos Aires, 2003, p. 24. ↩ Ruy Díaz de Guzmán, “La Argentina manuscrita”, apud Cristina Iglesia, op cit. p. 27. Iglesia trabaja a partir de la figura mítica de Lucía Miranda, esposa del conquistador español Sebastián Hurtado. Ambos son personajes ficticios. ↩ “Según el Registro Nacional de Tierras Rurales, […] el 35 por ciento del territorio nacional figura como propiedad de […] 0.1 por ciento de los propietarios privados”. “Listado de los terratenientes de la Patagonia argentina”, Polos productivos regionales, 28 de febrero de 2020. Disponible en este link ↩
Aquello que se presenta como la otra cara de ese baño de sangre es, en realidad, su complemento: la fantasía de la creación de un nuevo país, casi utópico. Ya se trate del Estado liberal moderno, del “granero del mundo”, de la tierra prometida a los inmigrantes, o de la nueva capital imaginada por el presidente Alfonsín en la ciudad de Viedma, todas estas propuestas parecen partir de una política de arrasamiento, que hace tabula rasa para dar paso a una nueva fundación del (futuro) paraíso.
La Patagonia pareciera contener algunas de las expresiones más fuertes de la imaginación utópica que alimentó la conquista de América. Se dice que dos características debe tener el relato utópico: la lejanía y la insularidad; “una lejanía que puede ser temporal o espacial, y una insularidad que no exige que haya una isla propiamente dicha”.14
Ver Fernando Lizárraga, “Utopía y distopía del Estado mínimo en la Patagonia: sueños de secesión y pesadillas apocalípticas”, En(clave) Comahue, 2017, vol. 22, núm. 4. Disponible aquí ↩
Si la pequeña voz de la historia tiene audiencia, lo hará interrumpiendo el cuento de la versión dominante, quebrando su línea del relato y enredando el argumento. Ranajit Guha
Ranajit Guha, Las voces de la historia y otros estudios subalternos, Crítica, Barcelona, 2002. ↩
Recupero, en los quiebres de estos nuevos escenarios de exclusiones, el sonido de las “pequeñas voces”, como plantea Ranajit Guha, que funcionan como espacios de resistencia, generando estrategias de sobrevivencia social.15
Mapa de la Patagonia, en Antonio Pigafetta, Diario del viaje de Magallanes, ca. 1525. Library of Congress
Algunas de estas voces nos llegan, por ejemplo, a través de Historias mínimas (2002), la película que Carlos Sorín filmó en el momento de mayor crisis del nuevo modelo de “modernización excluyente”. En ella el viento frío sopla sobre don Justo, quien con sus ochenta años recorre más de 400 kilómetros para encontrar a su perro Malacara (“El único que de verdad me conoce”, dice); sopla sobre María, que tiene que ir a recoger el “multiprocesador” que ganó en un concurso televisivo (“Pero decime, la interpela su contrincante en la pantalla, ¿acaso vos tenés electricidad en la casilla?”); sopla sobre Roberto, viajante de comercio, quien corteja a una joven viuda llevándole un pastel para el cumpleaños de su hijo. Tres historias que se entrecruzan en este ejercicio de un director sumamente cuidadoso, que filma poco y con una técnica más cercana a la artesanía que a la industria. Historias mínimas, ubicada en algún remoto lugar de la patagónica provincia de Santa Cruz, es precisamente lo que su título permite intuir: una película sobre las pequeñas historias de la gente común y corriente. Lejos de las “luces” de la gran ciudad, interpretada no por actores profesionales sino por la gente que vive en la zona en la que se filmó, con bajo presupuesto y un agradecible poco ruido y nada de soberbia, me gustaría pensar en esta película, a un tiempo despojada y arriesgada, como en una metáfora de la sociedad argentina nacida de esas ruinas que el ángel de la historia de Walter Benjamin mira con espanto. En 2001, en una de las crisis económicas más brutales de su historia, la sociedad argentina se mostró quizás más viva que nunca. Sabemos que los gestos solidarios, generosos, comprometidos que llevaron a cabo muy diversos sectores, protagonizados no por los actores conocidos (podría decirse que los más desubicados ante la crisis nacional fueron justamente los políticos profesionales), sino, como en la película de Sorín, por la gente común y corriente, no constituyen por sí mismos una alternativa política a la crisis en el sentido tradicional; los comedores populares, las redes de trueque, el respeto a los “cartoneros”, las guarderías creadas por grupos piqueteros, los merenderos para jubilados y desempleados, entre otros cientos de acciones que nacieron “desde abajo”, no son seguramente un modo de rediseñar el Estado, no establecieron las bases de un nuevo pacto nacional —imprescindible para poder pensar en algún tipo de proyecto de futuro—, pero fueron, sin duda, la manifestación más clara de que el hartazgo y el cansancio pueden despertar fuerzas creativas en la sociedad.
Escucha el Bonus track de Sandra Lorenzano, con Fernando Clavijo
Imagen de portada: La Patagonia vista desde la Estación Espacial Internacional, Expedición 47, 2016. NASA Image and Video Library
Fernando Sánchez Zinny, La Nación, Buenos Aires, 13 de marzo de 2010. Disponible aquí ↩
Creada por Adolfo Alsina entre 1876 y 1877 fue un sistema de fosas y terraplenes sobre la frontera que dividía, en la provincia de Buenos Aires, los territorios que estaban en manos del gobierno federal de aquellos que permanecían en poder de los indígenas. ↩
La Patagonia tiene “2.66 habitantes por kilómetro cuadrado, el más bajo de las regiones del país. […] A fines de los años noventa, la Patagonia producía más del 50 por ciento de la energía nacional, más del 80 por ciento del petróleo y el gas, y el 100 por ciento del aluminio”. Diego Reis, “Patagonia, lugar de la utopía”, Diario Andino, 4 de febrero de 2013. Disponible en este link . ↩
Ver Javier Roberto González, El nombre de la Patagonia. Historia y ficción, Pontificia Universidad Católica de Chile, Santiago, Anejo del número 32 de Anales de Literatura Chilena, diciembre 2019. ↩
“Si desde el día en que me fui con la emoción y con la cruz, yo sé que tengo el corazón mirando al sur”, dice un tango de Eladia Bázquez, que llevo siempre conmigo. ↩
Diego Reis, art. cit. Los títulos literarios contemporáneos sobre la región son numerosos y, aunque diversos, parecieran compartir la búsqueda de un elemento utópico. Pienso en Inclúyanme afuera y Falsa calma de María Sonia Cristoff, o en Mempo Giardinelli y su Final de novela en Patagonia, o en las novelas ubicadas en Ushuaia, Fuegia de Eduardo Belgrano Rawson y La Tierra del Fuego de Sylvia Iparraguirre. ↩
David Viñas. Indios, ejércitos y fronteras, Santiago Arcos Editor, Buenos Aires, 2003, p. 18. ↩
Diego Reis, art. cit. ↩
Citado en Javier A. Trímboli, “1979. La larga celebración de la conquista del desierto”, Corpus, 2013, vol. 3, núm. 2, párr. 4. Disponible aquí ↩
Maristella Svampa, El dilema argentino: civilización o barbarie, Ediciones El Cielo por Asalto, Buenos Aires, 1994. Reeditado en 2006 por Taurus, con un postfacio. ↩
Cristina Iglesia, La violencia del azar. Ensayo sobre literatura argentina, FCE, Buenos Aires, 2003, p. 24. ↩
Ruy Díaz de Guzmán, “La Argentina manuscrita”, apud Cristina Iglesia, op cit. p. 27. Iglesia trabaja a partir de la figura mítica de Lucía Miranda, esposa del conquistador español Sebastián Hurtado. Ambos son personajes ficticios. ↩
“Según el Registro Nacional de Tierras Rurales, […] el 35 por ciento del territorio nacional figura como propiedad de […] 0.1 por ciento de los propietarios privados”. “Listado de los terratenientes de la Patagonia argentina”, Polos productivos regionales, 28 de febrero de 2020. Disponible en este link ↩
Ver Fernando Lizárraga, “Utopía y distopía del Estado mínimo en la Patagonia: sueños de secesión y pesadillas apocalípticas”, En(clave) Comahue, 2017, vol. 22, núm. 4. Disponible aquí ↩
Ranajit Guha, Las voces de la historia y otros estudios subalternos, Crítica, Barcelona, 2002. ↩