La gran crisis ambiental que se avecina en todo el mundo pone hoy al Pacífico Sur al frente del escenario. Oceanía, en efecto, se considera el continente más amenazado por el cambio climático, además de que sufre la invasión de una gigantesca masa de contaminación por plástico proveniente de todo el globo. Sin embargo, paradójicamente, también nos lo presentan como si estuviera en condiciones de aportar soluciones originales a esta crisis ambiental: la íntima relación de sus habitantes con la naturaleza, la agricultura de subsistencia, la arquitectura tradicional y otras prácticas que permiten prescindir a la vez del Estado y del mercado son aún ahora una realidad cotidiana en los numerosos archipiélagos del Pacífico. Como lo han mostrado recientemente películas tan dispares como un éxito taquillero de los estudios Disney, Moana, o la más íntima cinta de autor, Tanna —completamente filmada en una de las lenguas de la isla Vanuatu—, la herencia precolonial del Pacífico es rica en enseñanzas que actualmente toman la forma de una filosofía impregnada de sabiduría. Sin embargo, para entenderla en toda su extensión, es necesario mirar de otra manera las antiguas y complejas relaciones que guardamos con los pueblos de esa región; relaciones que, hasta ahora, siempre hemos percibido a través del prisma de la dominación política y simbólica de Occidente. Oceanía es el más vasto de los cinco continentes, aunque su superficie emergida, compuesta por una multitud de islas dispersas, sea en realidad muy pequeña. Es también el continente menos poblado, con un total de 42 millones de habitantes, de los cuales 24 millones se encuentran sólo en Australia. Aunque en la actualidad y en el terreno político y económico Oceanía ha volteado a ver, sobre todo, hacia su ambiente regional asiático y australiano, durante mucho tiempo fue un coto de caza occidental: Francia, y sobre todo Inglaterra, colonizaron la mayor parte de esas islas hasta el fin del siglo XX. El Pacífico ha sido la última región del mundo en experimentar una importante ola de descolonización. Los territorios franceses, sin embargo, constituyen una excepción. Tan sólo Vanuatu (antiguamente el “condominio de las Nuevas Hébridas”) obtuvo su independencia en 1980, tras una larga lucha contra la administración colonial francesa. Los británicos, que gobernaban ese país junto con Francia, deseaban devolver la soberanía a la población indígena, como habían hecho en todos los territorios que ocupaban: Samoa (1962), Fiyi (1970), Papúa-Nueva Guinea (1975)… Los otros territorios francófonos (la Polinesia francesa, Wallis y Futuna y Nueva Caledonia) siguen dependiendo de Francia, a pesar de los avances políticos que les han permitido desarrollar cierta autonomía. ¿Qué puede decir la antropología política sobre esta situación? Desde hace dos décadas he estudiado la evolución política de Oceanía, y en particular la de dos territorios francófonos de Melanesia: Nueva Caledonia y Vanuatu. Si bien la ambición general de Francia en la región parece bastante clara (conservar una vasta zona marítima y varios puntos de anclaje físicos en sitios del Pacífico, para casos de conflicto o para realizar ensayos nucleares, como en la Polinesia francesa), es sumamente difícil inferir características más concretas de la colonización francesa en la región. He estudiado la política, especialmente el papel de los nuevos líderes e intelectuales de Oceanía que han surgido tras la lucha anticolonial. Los primeros líderes melanesios que criticaron abiertamente el colonialismo francés se habían educado en las misiones; no obstante, fue difícil para la colonización francesa promover una “élite indígena” en Melanesia.
La colonización británica, por el contrario, permitió que se desarrollara muy pronto una clase política melanesia, con el objetivo explícito de llegar al self-government. Al contrario de los líderes francófonos, presos del cerco colonial, los primeros políticos angloparlantes de las Nuevas Hébridas contaron con un fuerte apoyo de las autoridades británicas. El poeta e investigador martinicano Édouard Glissant (1928-2011), una de las grandes voces poscoloniales de habla francesa, explica esta diferencia histórica por medio de una oposición entre el universalismo de los franceses y el más amplio pragmatismo de los ingleses: “A fuerza de un desprecio objetivo, el inglés respeta a los pueblos que ha dominado. A fuerza de ‘superación universal’, el colonizador francés, siempre que las circunstancias se lo permiten, degrada, por asimilación, al colonizado al que gobierna”.1 La descolonización de Oceanía ilustra las dificultades particulares que encuentran las poblaciones colonizadas por Francia.2 La historia de los territorios franceses de Oceanía ilustra la incapacidad de Francia para reconocer, entre los melanesios, una verdadera forma de civilización. Esto ha mermado gravemente la credibilidad del universalismo republicano, a fin de cuentas soluble en una visión racial y etnocentrista, convencida de la superioridad de Occidente. No obstante, sería ingenuo pensar que el colonialismo angloparlante ha sido fundamentalmente más respetuoso con las poblaciones afectadas. Esta diferencia entre franceses y británicos está motivada, por supuesto, por cuestiones políticas; sin embargo, también se explica, de una manera más imprecisa, por la incapacidad de Francia de imaginar una relación que no sea colonial con sus territorios en la región. Hace apenas unos meses, el 4 de noviembre de 2018, los habitantes de Nueva Caledonia fueron convocados a pronunciarse sobre el estado de su territorio, con la posibilidad de acceder a la soberanía plena; si bien el “no” terminó por ganar, la importancia del voto a favor del “sí” (más de 42%) demostró la capacidad de movilización de los independentistas, a quienes se creía divididos y neutralizados. Desde ahora, los canacos son reconocidos como actores centrales de la sociedad de Nueva Caledonia. Este estatus no se les otorgó de buena gana: lo conquistaron con dolor. Nueva Caledonia es un archipiélago de alrededor de 10 mil kilómetros cuadrados, poblado por poco menos de 300 mil habitantes. Fue anexada por Francia en 1853. Comparte con Argelia y Quebec la característica de haber sido, a diferencia de la mayoría de las colonias francesas, una colonia de poblamiento, como Australia, Nueva Zelanda, Sudáfrica y los Estados Unidos, pero también como una buena parte de América Latina. Los canacos, llegados al territorio hace unos cuatro mil años, se convirtieron en minoría a lo largo del siglo XX al diezmarse su población por las enfermedades, pero también por la llegada de numerosos colonos franceses de la metrópoli, que se instalaron en las mejores tierras y relegaron a la población nativa a exiguas “reservas”. Después de décadas de resistencia silenciosa y a veces violenta, después de tímidas reformas para establecer una verdadera igualdad entre los europeos y los canacos, y después de que éstos accedieran por fin a la ciudadanía francesa con la eliminación del código de indigenato en 1946, los independentistas canacos se opusieron de manera abierta al Estado francés en noviembre de 1984. Nueva Caledonia entró en un periodo de violencia que rayaba en la guerra civil. El 4 de mayo de 1988 el Estado francés decidió emplear la fuerza para liberar a los gendarmes que los independentistas habían tomado como rehenes en la pequeña isla Uvea. La intervención del ejército provocó la muerte de 19 militantes canacos, en una verdadera operación de guerra en suelo francés, acontecimiento inédito desde el final de otro episodio doloroso de la historia colonial francesa: la Guerra de Argelia (1954-1962). Aunque en su conjunto la historia de la colonización francesa del Pacífico sigue siendo poco conocida fuera del mundo francófono, resulta pertinente abordarla a partir de las relaciones actuales entre las poblaciones autóctonas y el Estado francés, en tanto que sus relaciones de poder han evolucionado. La historia de Oceanía, en efecto, se ha contado hasta ahora sobre todo desde el punto de vista de Francia, de Europa, del colonizador. Contar la historia de los vencedores a partir del “descubrimiento” de las islas por los europeos (y así relegar el periodo precolonial a un lugar fuera de la historia) no sólo es cuestionable desde el punto de vista político: es un error. La evolución de las relaciones de poder entre europeos y oceánicos, comprendida dentro de las colonias de poblamiento, permanece en gran medida enmascarada por la visión etnocentrista que se ha forjado a lo largo de dos siglos de colonialismo. Ahora bien, resulta asombroso ver cómo la población autóctona, después de un periodo de dominación colonial sin equidad, se ha recuperado para redefinir sus relaciones en un sentido más favorable, por medio de reivindicaciones políticas y de un trabajo de reafirmación cultural.
Desde el campo de la historiografía ha comenzado recientemente a revisarse esta visión eurocentrista del Pacífico Sur, con el giro de la historia global en el seno de la cual la región ocupa un lugar central: muy pronto (desde fines del siglo XVIII) se volvió una gran encrucijada en la expansión de la economía mundial, como lo ha demostrado magistralmente Nicholas Thomas en su libro Islanders3 y en la gran exposición que creó junto con Peter Brunt para la Real Academia de las Artes de Londres, y que también pudo verse en el Museo de Quai-Branly, en París. Esta visión dinámica de los pueblos de Oceanía es reciente. Durante mucho tiempo la antropología ha contribuido, a pesar de sí misma, a reforzar la alteridad de los pueblos oceánicos al concentrar sus esfuerzos en la singularidad de sus prácticas sociales y sus creencias, y al ignorar el reverso de las grandes conmociones históricas que padecían en el momento mismo en que los europeos comenzaban a estudiarlos: el final del siglo XIX. Sin duda esto ha contribuido a reforzar la extrañeza de los oceánicos a ojos de los europeos, y a justificar en última instancia la dominación colonial, pues esos pueblos no parecían aptos para gobernarse a sí mismos. La descolonización de Oceanía, sin embargo, ha desmantelado en gran medida esta creencia. El surgimiento de líderes y discursos anticolonialistas, el renacimiento cultural, los avances en el campo del derecho y de las reivindicaciones territoriales, han hecho que las voces oceánicas se escuchen por fin. El Pacífico indígena es hoy conocido y reconocido en todo el mundo, de la misma manera que otros pueblos autóctonos que han obtenido el reconocimiento de sus derechos afirmándose cultural y políticamente. Ya sea en el cine, la literatura, el deporte, la política, las cuestiones ambientales o la alimentación, el Pacífico Sur hace oír voces singulares en el mundo globalizado, como lo anunciaba ya la idea de la “vía océanica” (The Pacific Way) popularizada por el presidente de las islas Fiyi, Ratu Mara, en la década de 1970. La vía oceánica, mezcla sutil de tradiciones oceánicas y occidentales (como el cristianismo o la democracia), se presentó en su momento como una “tercera vía” para escapar del enfrentamiento Oriente-Occidente; en nuestros días, la alternativa de un mundo más respetuoso con el ambiente, y que proponga un modelo distinto del desarrollo capitalista parece ser la única opción viable. Los líderes indígenas del Pacífico Sur se han vuelto figuras precursoras en el tema de nuestra relación con el ambiente. Es entonces útil volver aquí a una figura importante de fines del siglo XX en el Pacífico: Jean-Marie Tijibaou (1936-1989), quien surgió como líder político y pensador original de la descolonización durante el periodo llamado “de los acontecimientos” en Nueva Caledonia. Su trayectoria se escribió en paralelo a la del país y estuvo marcada por la violencia de las relaciones entre Francia y los canacos: los militares franceses mataron a su abuela durante la represión de la rebelión de 1912, y dos de sus hermanos fueron asesinados por colonos vecinos en noviembre de 1984, junto con otros ocho hombres de su pequeña tribu de Hienghène. El propio Tijibaou murió asesinado en Uvea el 4 de mayo de 1989, durante la conmemoración del asalto a la gruta por el ejército francés un año antes. Tijibaou, exsacerdote católico, había estudiado etnología en París en 1968. Ayudó al renacimiento de su pueblo con un trabajo de revalorización cultural, y más tarde construyó un verdadero proyecto político capaz de incluir, en la idea de un futuro “Kanaky” independiente, a todos aquellos que él llamaba “víctimas de la historia”: el pueblo indígena, por supuesto, pero también los descendientes de colonos europeos y de sujetos del imperio (otros oceánicos, vietnamitas, indonesios…). Más allá de eso, Tijibaou desarrolló también una visión original marcada por su trayectoria híbrida, a caballo entre la sociedad melanesia y Occidente. Inspirado en el humanismo cristiano, en los derechos humanos y en un naciente movimiento ecologista, Tijibaou creó un discurso original y pragmático que mezclaba diferentes influencias en una forma de filosofía oceánica, la cual buscó dar a conocer y hacer reconocer. También convirtió a su pueblo en explorador, a la vanguardia de un mundo donde ya era evidentemente necesario ofrecer una alternativa al desarrollo capitalista, como lo expresó en 1981 durante una conferencia en Ginebra, publicada por la célebre revista francesa Esprit:
Esta concepción podrá conducir a los hombres, a los individuos, a pensar en la supervivencia del planeta; a imaginar cómo podrían integrarse en este universo, cómo hacer para que la Tierra sea una madre para los hombres y que esta dinámica de relación se mantenga siempre vigente, porque todo está vivo. Entretanto, la otra concepción, que es arrogante con respecto al Universo y a la Tierra, hace del hombre el superjefe, técnico, tecnócrata, oportunista, capitalista, orgulloso, que debe someter todo a su poder. […] Pienso que la concepción que conduce a una conquista de poder aplastante debe reconsiderarse si queremos salvar al planeta y a los seres humanos.
Tras la repentina desaparición del dirigente canaco, considerado en todo el mundo como un político visionario y humanista, Nueva Caledonia no se ha embarcado en una economía no capitalista: al depender de la explotación de sus principales minas de níquel para salir de la dependencia económica de Francia, está sufriendo ahora todo el peso de la caída de los precios de este metal, así como de las consecuencias ecológicas de esta explotación. En Vanuatu, en cambio, en los últimos años se ha honrado la kastom ekonomi (o economía tradicional). La valoración por parte del Estado de bienes no mercantiles, la autosuficiencia alimentaria y otros conocimientos ancestrales han dado sus frutos. El país participa activamente en el movimiento Slow Food y, bajo el liderazgo de otro político visionario, Ralph Regenvanu (actual Ministro de Asuntos Exteriores), Vanuatu ha prohibido el uso de bolsas de plástico y bandejas desechables, y ha anunciado que prohibirá los pesticidas y se convertirá en un país totalmente orgánico a partir de 2020.
Los occidentales aún ejercemos una influencia enorme sobre las orientaciones políticas y económicas de Vanuatu, por nuestras concepciones de la economía y el desarrollo; es una lástima que lo contrario no sea verdad, pues nos haría bien inspirarnos en un país cuya población siempre ha sabido vivir en autosuficiencia, a pesar de estar en un ambiente tan hostil. En un artículo publicado poco después del paso del ciclón Pam por Vanuatu el 15 de marzo de 2015 —ciclón que alcanzó el nivel 5 de intensidad, nunca registrado hasta entonces— escribí, por estas mismas razones: “Hoy día es urgente ayudar a Vanuatu, pero es también urgente comprender que Vanuatu puede ayudarnos, a condición de que aprendamos las lecciones de este drama ambiental planetario de nuestros tiempos”. ¿No es momento ya de considerar un poco mejor las ventajas que brindan las alternativas sociales concretas, probadas por siglos de vida sin el apoyo del Estado ni de la ayuda internacional?
Imagen de portada: Fotograma de Martin Butler y Bentley Dean, Tanna, 2015
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Édouard Glissant, El discurso antillano, Monte Ávila Editores, Caracas, 2005. ↩
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Eric Wittersheim, “Sociedades en el Estado: Antropología y situaciones poscoloniales en la Melanesia”, Estudios de Asia y África, El Colegio de Mexico, 2008, núm. 134, pp. 501-40. ↩
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Nicholas Thomas, Islanders. The Pacific in the Age of Empires, Yale University Press, New Haven, 2010. ↩