Hace poco más de un mes, mi hija Sofi de cuatro años me pidió que la llevara a pasear. Fuimos al cine y después al parque. El clima era fantástico, y mi hija pasó la tarde corriendo en el pasto, junto con un grupo de niños que jugaban a perseguirse unos a otros entre risas. Al día siguiente cerraron su escuela, y me pidieron que mudara mi oficina a la casa. Mi formación de matemática me obligó a ver las cosas en blanco y negro: nunca dudé de que las gráficas con pequeñas curvas, que representaban los contagios de marzo, presagiaban una exponencial para los siguientes meses. Como por fortuna teníamos las condiciones adecuadas para hacerlo, decidí que desde ese momento Sofi y yo nos quedaríamos recluidas por un tiempo indefinido. Ahora mi hija sólo convive con cuatro adultos: mis padres, mi hermano menor y yo. No ha vuelto a ver a ningún niño de manera física. En el interior de nuestro hogar, el tiempo transcurre lentamente. Aunque estamos conscientes de que allá afuera nos acecha un “bicho malo” −como llama Sofi al coronavirus− que ha enfermado y se ha llevado a gente muy querida, y que está causando tragedias dignas de la peor pesadilla, en la casa realizamos nuestras actividades con una extraña calma. Como los astronautas de la Estación Espacial Internacional, vivimos en un espacio delimitado, y nuestro único contacto con el mundo exterior es a través de las pantallas. La reclusión llegó a nuestra vida en el momento en que Sofi empezaba a entender y a disfrutar la socialización con otros niños, a tener amigos y a organizar juegos con ellos. Ahora experimenta este proceso mediado por la tecnología. En un día “normal”, mi hija desayuna y se conecta a través de la tableta a una de las clases que imparten sus maestras de kínder en Instagram. En ellas hacen experimentos de ciencia, preparan recetas de cocina, presentan a sus mascotas y hablan sobre el coronavirus. Después, Sofi sale al jardín a correr, o a jugar con una pelota, y regresa a la tableta para escuchar las clases virtuales de inglés y matemáticas. Mientras ella asiste a la escuela virtual yo trabajo en mi computadora. Leo y escribo artículos, grabo conferencias en video, y preparo cursos y eventos virtuales. Algunas veces asisto a reuniones en Zoom, o veo los seminarios que imparten mis colegas en Instagram. Aunque muchos de ellos viven en otros países, de pronto están en nuestra casa gracias a una pantalla. Sofi se asoma y me pregunta si la pueden ver. A veces el conferencista la saluda antes de iniciar la plática, lo que la hace muy feliz. Los viernes hay una sesión virtual en la escuela donde todos los niños del grupo se reúnen con la profesora, y donde pueden interactuar con sus compañeros. La última vez que se vieron estudiaron a los dinosaurios. Mientras la maestra explicaba el tema, los pequeños corrieron a sus cuartos, y regresaron con todo tipo de animales extintos de juguete: el clásico velociraptor de pasta, el alosaurio fosforescente de peluche, y el tiranosaurio rex que tiene pilas y ruge. Mientras movían sus dinosaurios frente a la cámara y veían los juguetes de sus amigos en la pantalla, los niños estallaron en carcajadas. En algún momento del día, Sofi habla por videoconferencia con su papá, que vive al otro lado de la ciudad. Ella le platica lo que ha hecho, y le pide que le lea un cuento. De vez en cuando, la niña también usa la tecnología para platicar con sus abuelos paternos. Les enseña cómo corre, y les cuenta sobre las hormigas y los cactus del jardín. A la edad que tiene ahora mi hija, yo asistía continuamente a reuniones de juego, con mis amigos o mis primos. Solíamos ir a casa de alguien de la pandilla para pasar la tarde corriendo juntos, como una parvada de aves que destruían todo a su paso. Ahora, Sofi tiene sesiones virtuales de juego con su mejor amiga, Ana. Como en la novela El sol desnudo de Isaac Asimov, donde las personas solo se comunican en entornos virtuales, cada niña se conecta con un celular desde su propia sala, feliz de ver a su amiga en la pantalla. Ana corre a su cuarto por una guitarra y le propone a Sofi que canten una canción. Ella acepta, y va por su xilófono. Juntas improvisan un concierto. Después juegan a ser mamás, y alimentan a sus bebés rosas de plástico. Finalmente, se convierten en personajes de Frozen, la película preferida de las dos. Cuando llega la hora del baño de Sofi, termina la reunión, a pesar de las protestas de ambas. Mientras observo a mi hija jugando con Ana tengo sentimientos cruzados. Sé que Sofi y yo somos afortunadas, pues pertenecemos a un grupo privilegiado que tiene acceso a internet, y a todos los recursos digitales disponibles durante la pandemia. Soy una mamá geek, y desde que Sofi era un bebé le permití que jugara con mis gadgets. Ahora los usa con toda naturalidad: es una nativa digital y eso me hace feliz. Mi generación —la “Generación X”— que creció fascinada con las posibilidades que planteaban películas como Volver al futuro de Steven Spielberg, ahora observa a sus hijos comunicarse con otros niños a través de una pantalla, como si nada. Sin embargo, el que la vida social de Sofi con otros pequeños solo transcurra en la red durante la cuarentena también me causa una sensación de incertidumbre y de tristeza, pues las palabras del filósofo e historiador Yuval Noah Harari retumban en mi cabeza: “cuando esta pandemia termine, viviremos en un mundo diferente”. ¿Cómo será el mundo en el que le tocará a vivir a la generación de Sofi? ¿Ella y sus amigos podrán volver a jugar despreocupados, sin miedo a contagiarse del coronavirus? Y, cuando sean adolescentes, ¿podrán ir a una fiesta a la orilla de la playa, o a un concierto multitudinario, y bailar con otros jóvenes hasta el amanecer, como hacíamos mis amigos y yo? O, ¿acaso les tocará vivir en un mundo tan devastado por el cambio climático y las enfermedades virales que tendrán que inventar su propio universo virtual, donde puedan vivir una segunda vida, como en la novela Ready Player One de Ernest Cline? Espero fervientemente que a los miembros de la “Generación Alpha”, aquellos nacidos después de 2010, les toque ser parte de un planeta donde puedan abrazarse y besarse, sin miedo y con libertad. Pero ahora mismo sólo tengo una certeza: el aprendizaje virtual de sus primeros años de vida los marcará para siempre, y para bien o para mal, definirá su interacción con el mundo en el que les tocará vivir, de maneras que aún no podemos imaginar. Solo el tiempo nos dirá como será la vida futura de los pequeños habitantes del ciberespacio.
Grabriela Frías Villegas estudió matemáticas, literatura inglesa y filosofía de la ciencia. Está interesada en procesos interdisciplinarios que involucran el arte, la literatura y la ciencia. En 2016 obtuvo el Reconocimiento Sor Juana Inés de la Cruz de la UNAM.
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Imagen de portada: Niña aprendiendo. Imagen de rawpixel. CC