Apesar de que los humanos hemos cultivado plantas durante solo el cinco por ciento de nuestra historia, el surgimiento de la agricultura (cuando domesticamos ciertas plantas para nuestra supervivencia) podría interpretarse de dos maneras: como uno de los momentos clave que definió a nuestra especie o como una catástrofe para esta misma. Por un lado, la agricultura trajo enormes beneficios en los distintos lugares en los que ocurrió la Revolución Neolítica; entre ellos mejor alimentación, nutrición y una mayor expectativa de vida. Por otro, hizo surgir una sociedad desigual, pues con la agricultura comenzaron las divisiones políticas: los grupos humanos se estratificaron entre los que trabajaban la tierra y los que no, entre aquellos que comenzaron a reclamar la propiedad privada y los desposeídos, entre los que cobraban impuestos y los que los pagaban. Sin embargo, cualquiera que sea el enfoque, lo cierto es que la historia de las plantas es la nuestra, porque somos una civilización planetaria enteramente vegetal y, como dice el botánico Stefano Mancuso en The Revolutionary Genius of Plants (2018):
Cualquiera que sea el destino —cerca o lejos— que escojamos para expandirnos en el espacio exterior, no podríamos partir sin las plantas. Esto es algo que tendemos a olvidar porque, en efecto, damos por descontada esta suposición: nosotros los humanos dependemos de las plantas. [Son nuestro destino].
De hecho, Elon Musk, quien ambiciona hacer de la humana “una especie multiplanetaria” en caso de un evento apocalíptico, confesó que esta posibilidad se le ocurrió un día en que vio una imagen: plantas cultivadas en Marte. A pesar de sus buenos deseos, el proyecto espacial del multimillonario no difiere del proyecto imperialista y colonialista que se inició hace cinco siglos por el control y comercio de las plantas. No olvidemos que fue debido a las plantas asiáticas que los europeos decidieron expandirse. Solían viajar miles de kilómetros por tierra y luego por mar para traer el té, la nuez moscada, la canela, el jengibre, el clavo, el azafrán, el comino y otras especias más, hasta que decidieron establecerse en los territorios nativos de esos ingredientes, colonizarlos y así iniciar enormes cultivos, a los cuales se fueron añadiendo nuevas plantas (como el azúcar, el algodón, el café y el tabaco) en la medida que los colonizadores expandían sus rutas comerciales en América.
De acuerdo con Christophe Bonneuil y Jean-Baptiste Fressoz en The Shock of the Anthropocene (2016), los imperios europeos tenían sometido el 35 por ciento de la superficie terrestre en 1800, el 67 por ciento en 1878 y casi el 85 por ciento al inicio de la Primera Guerra Mundial. La ambición imperialista, en otras palabras, tiene raíces vegetales. Por esta razón, en A Plantation Family (1979), Daniel Green dice que no es exagerado describir al Imperio Británico, uno de los de mayor alcance geográfico e histórico, como “un imperio vegetal”.
En los lugares colonizados, los europeos impusieron ecologías extractivas basadas en la explotación de personas humanas y no humanas a la vez que destruyeron y modificaron ecosistemas que habían sido sustentables durante milenios para los pueblos nativos. De pronto, los pobladores originarios se vieron no solo desposeídos de su territorio, sino también de sus cultivos para subsistir. Parte esencial del proyecto imperialista de las plantaciones consistió en sustituir la diversidad de cultivos locales con monocultivos o con plantas foráneas. Su finalidad no era alimentar a las personas, sino acumular capital. No es casualidad, como señala Corey Ross en su elaborado estudio Ecology and Power in the Age of Empire (2017), que los jardines botánicos y los departamentos de agricultura del colonialismo estudiaran e investigaran con el único fin de mejorar los cultivos exportables:
Ni siquiera el renombrado jardín botánico neerlandés de Buitenzorg —la Meca del agrónomo tropical— daba prioridad a los alimentos básicos sino hasta bien entrado el siglo XX, e incluso sus estudios fueron periféricos en las investigaciones en los jardines de Peradeniya, Singapur, Victoria y Saigón.
A medida que las plantaciones se expandían, los bosques y selvas disminuían. De acuerdo con Ross, entre 1850 y 1920, en el apogeo de la acumulación imperialista,
un estimado de 152 millones de hectáreas tropicales fueron limpiadas para monocultivos o pastizales, 94 millones de ellos en el África subsahariana, sur y sureste de Asia, los principales centros de expansión colonialista. En total, la pérdida de bosques en este periodo fue aproximadamente cuatro o cinco veces más acelerada que en el siglo pasado.
Esta tendencia continuó en el siglo XX, cuando se drenó para la agricultura el quince por ciento de los cien millones de kilómetros cuadrados de humedales del planeta, un área del tamaño de Canadá, como cuenta el historiador ambiental J. R. McNeill. Actualmente, el cincuenta por ciento de la tierra habitable —unos 51 millones de kilómetros cuadrados— se dedica a la agricultura, pero casi el ochenta por ciento de las plantas cosechadas no son para alimento humano, sino para el de animales de granja, principalmente ganado: cerdo, pollos y salmón. La desgracia de todo esto es que la proteína animal en la dieta global representa, según las cifras de 2019 de Our World in Data, solo el 37 por ciento.
En otras palabras, la agricultura industrial contemporánea, cuyos pilares son las plantaciones imperiales, destruye formas de vida humana y no humana —de las veintiocho mil especies amenazadas de extinción, veinticuatro mil están ligadas a esta actividad— en la medida que continúa abriendo nuevas fronteras extractivas. Lo peor es que ni siquiera con esto se ha podido resolver la pobreza ni el hambre: según la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO), hasta 811 millones de humanos sufren hambre y dos de cada tres individuos en el mundo no tienen una dieta adecuada. En suma, el sistema alimentario global, lejos de nutrirnos, es un peligro para la biodiversidad, pues además es responsable del veintiséis por ciento de las emisiones globales de gases de efecto invernadero —solo una cuarta parte de estas emisiones se generan por el cultivo de plantas exclusivas para consumo humano—. En lugar de construir una sociedad más equitativa, sana y diversa en alimentos, lo que la experta en el tema Carolyn Steel denomina sitopía, está creando una biósfera monovegetal. Según Steel, de las trescientas mil plantas comestibles que existen, únicamente diecisiete representan el noventa por ciento de la comida que comemos.
¿Cuáles son estas plantas que han colonizado el mundo? La lista no es muy larga: la caña de azúcar, el maíz, el trigo, el arroz, la palma de aceite, la papa, el aguacate y la soja son algunas. Pero, ¿por qué? ¿Por qué estas plantas han colonizado las tierras arables? La razón tiene que ver con la conversión de esos cultivos en mercancías, es decir, pasaron de ser alimentos civilizatorios, como el caso del trigo, el arroz y el maíz, a meras mercancías de intercambio o lo que se denomina, desde la época colonial, cash crops: cultivos comerciales cuya única finalidad es generar ganancias.
Como dije antes, los imperios europeos en el siglo XIX buscaron la manera de hacer esas plantas comestibles más eficientes, como sucedió en el mencionado Instituto de agronomía de Buitenzorg —hoy conocido como el Jardín Botánico de Bogor— creado en la isla de Java (Indonesia), cuando la región era una colonia neerlandesa. Fundado en 1817, se convirtió en el jardín botánico más importante del mundo y para 1880 los imperios enviaban a sus botanistas a entrenarse en sus instalaciones con el objeto de producir semillas de mejor rendimiento y plantas menos vulnerables a enfermedades.
El gran botanista francés Auguste Chevalier, quien fungió además como director de la comisión permanente de agricultura del Ministerio de las Colonias, declaró que el jardín botánico de Buitenzorg era “la más grande institución en el mundo para el perfeccionamiento de la agricultura tropical”. Según el historiador Florian Wagner, el sitio llegó a albergar un herbario con hasta doscientas mil especímenes, un museo y una biblioteca de seis mil volúmenes. Ahí se inventaron fertilizantes y pesticidas, se hicieron esfuerzos por mejorar algunos cultivos comerciales, como el del café, la caña de azúcar, el arroz, el caucho y la cinchona, una planta de mayor relevancia, pues con ella se produce la quinina contra la malaria; central para que los europeos continuaran su misión colonialista en los trópicos.
Esta ambición por mejorar los cultivos comerciales cristalizó en la segunda mitad del siglo XX en la llamada Revolución Verde, la cual fue un hito en la formación del sistema alimentario global porque generó la expansión de los cultivos comerciales. Pero ni fue revolución ni mucho menos verde, pues no se trató de un movimiento político y social de campesinos alrededor del mundo, sino de un proyecto económico diseñado en un laboratorio e implementado por tecnócratas al servicio de Estados Unidos y algunas corporaciones, como Dupont y la desaparecida Monsanto —absorbida por Bayer—. El color asignado no se debe a una postura ecologista de fondo, sino a una forma de diferenciar el proyecto de la revolución “roja” del comunismo y de la revolución “blanca” en Irán.
No resulta casual que los primeros laboratorios de la Revolución Verde para crear mejores cultivos estuvieran en países como México, India, Vietnam y Filipinas, en los que el comunismo podía germinar y la población crecía considerablemente. Las semillas de la Revolución Verde, en lugar de ayudar económicamente a los campesinos y afianzar su autonomía, los amarraron al mercado global y destruyeron sus formas ancestrales de experimentación genética. Durante milenios, los agricultores habían sido capaces de crear sus propias semillas a través de intercambios, selección y replantación, pero la Revolución Verde los despojó de la oportunidad de continuar aquel proceso milenario para suplantarlo por otro diseñado por corporaciones. La solución propuesta, por tanto, no trataba de reorganizar la producción de alimentos por medio de la justicia social y la repartición de tierras —pues tal sugerencia habría bebido de los valores socialistas—, sino de aumentar la productividad de ciertos cultivos para generar ganancias a menor costo.
El primer éxito de la Revolución Verde ocurrió en México con el trigo, en 1954. Un año más tarde, casualmente, surgió el concepto que engloba y modela toda la agricultura moderna: el agronegocio. Fue acuñado por John H. Davis, ejecutivo de corporaciones alimentarias y burócrata del Departamento de Agricultura de Estados Unidos, durante una cátedra en la Harvard Business School. En su discurso, Davis argumentó que para garantizar las ganancias de los productores agrícolas era necesario depender menos del gobierno y más de agentes privados del libre mercado. La producción de alimentos debía ser guiada por el interés económico y no por una garantía estatal de acceso público. El objetivo era producir dinero, no bienestar. Casi setenta años más tarde, el resultado de este largo periplo genético de manipulación vegetal es que ahora solo un puñado de corporaciones alimentarias y biotecnológicas controla todo el proceso de producción de la comida, desde las semillas y los fertilizantes hasta el uso de la tierra, su costo y distribución. En la producción: Unilever, Coca-Cola, PepsiCo y Nestlé. En la distribución: Walmart y Carrefour. Y en la semillas, fertilizantes y pesticidas: Cargill, Bayer, ADM y Bunge, entre otros.
Si tuviera que elegir una planta distintiva que resuma este extenso arco histórico sería la palma de aceite (Elaeis guineensis) porque su producción no ha cambiado mucho desde la época colonial hasta hoy. El aceite de palma está en el ochenta por ciento de los productos que encontramos en el supermercado y, por tratarse de una planta extremadamente lucrativa, tiene una historia negra de devastación ambiental, extinción de especies como el orangután en Borneo, despojo de tierra y explotación laboral.
Su impacto es tan grande que en 2019 la revista Lancet la incorporó en lo que llama la gran sindemia global, compuesta de obesidad, desnutrición y crisis climática generadas por la palma de aceite. Su monocultivo produce deforestación, lo que echa gasolina al calentamiento global, genera pérdida de nutrientes por la suplantación de cultivos y hace aumentar los índices de obesidad entre sus consumidores al ser utilizada principalmente para comestibles ultraprocesados.
Su cultivo global, dice Jocelyn C. Zuckerman en Planet Palm (2021), abarca actualmente una superficie de veintisiete millones de hectáreas o el tamaño de la superficie de Nueva Zelanda. Su producción rebasa los setenta millones de toneladas anuales y es originaria de África central, Malasia e Indonesia, donde se genera el 85 por ciento de la producción mundial, regiones que, por lo demás, albergan una de las biodiversidades más exuberantes del planeta y que, por esto mismo, han recibido críticas sobre su economía basada en la palma de aceite. En los últimos veinte años tan solo Malasia ha perdido más de ocho millones de hectáreas de selva mientras que en Indonesia el monocultivo de palma de aceite abarca más de trece millones de hectáreas. Curiosamente, Indonesia, donde se instauró el laboratorio de agricultura imperial que sentó las bases de esta historia, es uno de los países con mayores emisiones de gases de efecto invernadero desde 1850, según cálculos del instituto Carbon Brief, debido al uso del suelo y los incendios anuales para limpiar áreas para la palma de aceite. En 2015, las emisiones causadas por los incendios incluso rebasaron las de Estados Unidos.
No obstante, que las plantas estén ancladas al destino de la humanidad no significa que el colonialismo que da forma a sus cultivos sea inexorable. A pesar de estos datos devastadores, hay otra historia alternativa y anti-imperialista de las plantas comestibles que no requiere imaginar un futuro lejano porque acontece ahora mismo. De acuerdo con la organización GRAIN, se ha demostrado que los campos de pequeños agricultores son más productivos por hectárea de tierra, protegen mejor la biodiversidad, producen alimentos más diversos y nutritivos, crean más trabajo y evitan que la gente deba migrar por presiones económicas. Aunque en los últimos quinientos años las plantas han sido motores de colonización, también pueden ser la liberación de un sistema económico al que solo le importa el precio de todo y el valor de nada. Como dijo la pionera de la agricultura orgánica y primera mujer en estudiar agronomía en Inglaterra, Lady Eve Balfour, “la salud de las personas, animales, plantas y tierra es un absoluto indivisible”. El bienestar humano es, también, el de las plantas que comemos.