En México, la estética de la simultaneidad, de la saturación, es obligatoria, irrenunciable: antes de que así lo quiera, lo perciba, lo asuma, lo busque, lo asome de refilón, ya me asaltan los relieves del penacho en ruta mística y las obligaciones reiteradas del copal. En Miguel Ángel de Quevedo tomo el camión que atraviesa la Ciudad de México hacia sendas del testimonio tierno y todavía visible del Estado benefactor: de la escuela pública a la escuela pública —de la Ciudad Universitaria del Pedregal de Santo Domingo al Politécnico de Ticomán—. Y muy antes de paladear la queja de las guayabas dirigidas, de los aromas configurados por la mano maestra de lo inaprehensible, antes de rozar el primer vislumbre de mis objetivos, este pueblo ya me asalta, disfrazado de sí mismo —como se ha dicho tan bien antes, con precisa transparencia—. Me apeo en la esquina de Isabel la Católica y Diagonal 20 de Noviembre para cortar camino —¿qué es cortar camino en el laberinto de los palimpsestos?— y ya me satura la boca la catedral sin muros de los rituales populares; ya me atraviesa la vida misma, que yo atravieso a su vez disfrazado de viandante: ricos en ayoyotes, estandartes guadalupanos nahuas y lentes de neón verde, lunares artificiales improvisados en la piel del jaguar urbano, me interceptan en su nudo los concheros en la explanada de la Plaza Tlaxcoaque, frente a la capilla de la Santísima Concepción, y sin querer ni investigar nada ya todo es superlativo, ya puntuales los mandatos del humo oratorio. El éxtasis se organiza y las decenas de danzantes esperan el mandato de la estampida de tambores que un líder de percusiones desata y luego desacelera bajo el consejo discreto pero contundente de una mujer de ombligo expuesto. Pide moderación llevando las palmas de su mano al suelo repetidas veces: bajo el pulso de aquel músico se agitarán las filas de los creyentes del giro, indígenas guerreros tardíos a su manera, desnudos en pleno nudo de la modernidad, aislados de la tensión vehicular por el remozamiento de la plaza.
Y, como dije, yo esto ni lo buscaba, apenas pagaba un peaje hacia mis objetivos, pero miro ya al espíritu, a la necesidad de afirmación por pensamiento cósmico, a la obligación vulnerada de habitar la calle más mugrosa, más próxima al batido de uniceles y chilaquiles fétidos abandonados en un rincón de la avenida fray Servando Teresa de Mier: otro nombre que abre las heridas de la mística en este recorrido de los monstruos encimados. Se trata del religioso del discurso de Quetzalcóatl que, queriéndolo o sin querer, desafió el dogma de la necesidad teológica de la conquista española de América y que, con la imaginación poética de un sermón, humilló a un imperio; del joven que, a decir de Reinaldo Arenas, fue insuflado de sus ideas iconoclastas en las catacumbas por una criatura lenguada con murciélagos en el ano, o equivalentes de estalagmita: Borunda.1 Y mi viaje hacia los sapos de la colaboración en los trabajos mágicos, reitero, apenas está por comenzar.
Ni siquiera el Mercado de Sonora2 es todo igual a sí mismo. Antes del recorrido obligado para los turistas, los curiosos y los bobos como yo, que queremos la fotografía entre gallinas negras y Eleguá y jabones del conjuro y la incomodidad con párpados profundos de los santeros que saben que solo venimos de mirones, —¿Qué buscabas? Pregunta lo que necesitas: aquí no jugamos a que nos folcloricen, buscamos ganar monedas—, el recinto es rico en otredades ajenas al Infierno: hay pestañas postizas y juguetes, tazas de barro variopintas, desenfadadas en forma de vaca o esqueleto para saciar cualesquiera corazones, y molcajetes, almohadas, disfraces del hombre araña cuando era niño y de Ash Ketchum, adecuado para enseñar a nuestros hijos a cazar y entrenar pokemones.
En México, la estética de la simultaneidad es irrenunciable, obligatoria. Pero encuentro también más o menos pronto lo que venía a aprender, finalmente un recinto breve en la relativa brevedad que permite el México de los problemas monumentales: con sus opulencias en dos océanos, su istmo y su desierto, su peyote y su plaza pública coronada por una bandera gigantesca tejida en Estados Unidos y sustentada en basamentos indígenas, ceremoniales activos en los tiempos en que brillaban los colmillos de Ichilobos. Es tal su breve funcionalidad, por ejemplo, que sus operaciones cotidianas sobreviven sin esfuerzo las consecuencias del incendio de noviembre de 2021, bien identificado en uno o dos locales mientras el movimiento de diablitos y acuerdos al billete se presume y continúa su normalidad acordonada. Se trata apenas de una huella de calcinación aledaña a la oficina administrativa y a la placa de las explicaciones gubernamentales, porque hasta el sueño de las ligaduras guiadas por los hechizos va contenido en el estómago de la gestión pública.
Siendo presidente de la república el ciudadano Adolfo Ruiz Cortínez y jefe del Departamento del Distrito Federal el ciudadano licenciado Ernesto P. Uruchurtu, se puso en servicio este mercado el 23 de septiembre de 1957.
Lo primero después de los juguetes y las uñas postizas son los pasillos de los animales: sin rascar demasiadas pieles me cruzo con lagartos, cabritos hacinados por veintenas en corrales diminutos, batracios cómplices, huevos para limpiar el tórax y sus aglutinaciones espirituales, embrujadas, perdices, gallinas obligadamente negras, otras pardas y otras tantas de distintos colores, palomas blancas para las obviedades que ya sospechamos, quizás, y otras grisáceas para no olvidar ante el hieratismo los contrastes de la fealdad común. Un puercoespín relajado, casi como ninguno de sus pares, se yergue sobre su plato de croquetas y devora; un gatito mejor se resigna a la espera enjaulada y duerme profundamente; unos dieciocho perros se aglutinan, cachorros, los unos contra los otros y su regente, tal vez aburrido de no vender, los reacomoda para que no se acostumbren a la placidez y recuerden que están trabajando en resultar deliciosos y efectivos en la seducción para la compra. Crueldades que no merezco calificar: a las dinámicas de la cultura siempre las acompañan los hilos de baba de la violencia. Y sigo de bobo mirón y todo es una fiesta de colores, formas y contradicciones exquisitas y chocantes, incómodas: a la escultura de un arcángel le hace sombra una de las mochilas que a destajo regaló el Partido Verde en la elección presidencial de 2012. Y hay budas negros y niños negros ataviados con ropones opulentos resueltos en nítidos rojos y azules con encajes dorados, y hay hachas de madera, y hay machetes de hoja metálica, de la que hiende yelmos, y los arcángeles del Verde Ecologista conviven con diablos e indios y pócimas en contenedores de plástico que acompañan sus fluorescencias con etiquetas instructivas: paciencia ante la utilidad de lo inaprehensible. “Aguardiente, cascarilla, puros, velas, mieles”, pregona el pregonero. Y del bramido apocado de los animales no supe cuándo me deslicé a los romerales que nos prometen el alivio curativo, la raíz contra la diabetes, el té que abrace a los hipertensos, la yerba que lave a los obesos. El rótulo presume plantas medicinales nacionales e importadas, precio especial a mayoristas —pues aunque los dioses no fabulan cuando conceden, como dice Álvaro Mutis, en cambio sus oficiantes terrenos requieren de los acuerdos concretos, aritméticos, del comercio—, productos místicos y religiosos, preparados herbolarios, ajo japonés, veladoras, aguas, lociones, spray, etcétera…
Y me miro en los ojos del santo Niño Cieguito de Puebla y en los del san Malverde con su bigote sinaloense, flanqueado por su obligada escudería en brillante tono verde, y no me entero y me he salido ya del mercado, de su estricta nave arquitectónica, para encontrarme con que en su callejón trasero los acuerdos de monedas continúan. El anciano espera a la clientela con un ojo ensombrecido por la catarata y una piel arrugada por los que podrían ser tal vez ochenta años; cuida un carromato con decenas de jabones acomodados por embrujos y colores: apenas diez pesos para conjurar el alivio de la oración y sus frotaciones bajo el agua. Elijo el más inocuo, el que menos me obligue a la apertura de portales y me asalte en la pesadilla de la oquedad habitada por los otros: ruda para ser feliz y tener buena suerte, dinero y amor; producto original, fragancia clásica; elaborado especialmente por santeros con hierbas tratadas y aceites esenciales; fabricantes y distribuidores de productos esotéricos de la mejor calidad; cien por ciento garantizado. Hecho en México:
Yo, (xxx), solicito a Dios encarecidamente y humildemente que todos los trabajos vudú, macumba, magia, hechos contra mi persona o negocio (xxx) sean a partir de este instante deshechos por el poder de Dios. ¡Que así sea! ¡Así será! ¡Así es!
Y en mi recorrido de bobo intruso, recuerdo que soñé antes con todo esto: me hallaba en una cueva en medio de un ritual satánico en el que gobernaban la paz y la concentración, el respeto, misma razón que me hacía sentir incómodo porque sabía que era espiritualmente ajeno y que el envoltorio de aquella oscuridad en torno a un fuego me interesaba apenas por apetito de participación tangencial, y temía que me miraran en la claridad tal vez ventajosa, tal vez desprendida de mis actos. “Cuarenta y dos mil años y…”, decía alguno como la llave de la identificación entre los satanistas en la vigilia, que me prometí recordar para buscarla y contrastar en este mundo. Y de hecho desperté entre las sombras dispuesto a anotar la frase completa, que entonces recordaba, pero antes me arredré ante la oscuridad de la madrugada por un posible asomo de las lenguas de los demonios y decidí volver a dormirme, refugiado en el olvido de la imaginación. Y ahora me encuentro otra vez aquí, intruso ante otra verdad palpable y paralela, entre hechizos de destrucción que, engargolados, oferta un muchacho inhalado de activo y con una playera de los Pumas. “Tú eres mi primo”, me dice tranquilo, sincero y sonriente, sin asomo de oscuridad intraducible, solo por nuestro pelo rizado. Y entre sus variedades ofrece una Biblia satánica y una guía para hacer firmas de palo. Y sus recetas, lo leo directamente del manual de trabajos, requieren cenizas de nombres escritos a lápiz, tierra de panteones, polvos de escorpión, velas negras, panales de abeja, surtidos de piedras, ratones, tierras de derrumbe, puñaladas en los puntos cardinales, pimienta, muñecos personales, ortiguillas, colmillos de caimán, cajas de madera que simulen ataúdes, canela, espuelas de gallo, corazones de cerdo, caramelo líquido, esperma, alfileres, líquido de frenos de coche, azufre, hormigas bravas, saliva, hojas de calabaza, papel amarillo, pelo de mujer, paños negros, tamarindo, tréboles, polvo de ladrillo, ajonjolí, flujos vaginales, tela roja, botellas de cristal oscuro, sudor, excremento de chivo, almizcle, vainilla, aceite de almendras, imanes, manteca de culebras, mejorana, cobre, níquel, estaño, ceiba, polvo de chile, plumas quemadas de paloma, cazuelas de barro, jengibre, perejil, rosas rojas, cerveza, agua de río, claveles, champán, menta, albahaca, hierbabuena, girasoles, gardenias, sándalo, rayadura de coco, sangre de carnero, agua bendita, manteca de cacao, jugo de naranja, vino tinto, ron, ropa blanca, energía del sol y de la luna, loción de Pompeya, pólvora, porcelana, tabaco, jicoteas, tierra de hospital, nidos de golondrinas. Páginas que ofrecen sus recetas e ingredientes entre trazos de flechas recorridas por serpientes y dibujos que elijo no precisar.
En el privilegio de la fe que en su oficialismo no padece fetichización, salgo de Sonora para andar los más o menos tres kilómetros que me separan de la Catedral Metropolitana sobre el andador de Talavera, rico en el vestido de niños dios, y me encuentro con la escena pública de los otros embrujos, los autorizados por la tradición que no se esconde entre pasillos o se reserva a callejones de trastienda y cataratas en los ojos, aunque participa de la misma intensa cera espiritual de un pueblo consagrado a sus pensamientos, ritos e imaginaciones de curación y tránsito e inmensidad procurada. Y en las vitrinas de la calle con prestigio se yerguen el Niño Bondadoso y el Rey de la Misericordia, el Divino Rostro, con sus tocados palestinos y sus cayados que me recuerdan a José Saramago, destino turístico también con su placa gubernamental, ahora firmada por Marcelo Ebrard, y que localiza su inauguración en el Día de la Candelaria de 2011, el 2 de febrero para la consagración del hijo de María. En aparente contradicción pero más bien en obligada resonancia católica, pues en México la estética de la simultaneidad es irrenunciable, obligatoria, descubro en las bocacalles del cuadrante del niño Jesús vestido a dos vigilantes más bien mexicanos: el san Judas Tadeo de las causas perdidas y la Santa Muerte con su ofrenda de cigarros y manzanas rojas, tal vez levemente heridas, como diría Federico García Lorca en su “Grito hacia Roma”.
Luego, entre invocaciones a Tonatiuh y a Ometéotl, decido apartar de mi pecho todo embrujo o brinco con dientes de metafísicas posibles sobre mi cuerpo, y elijo aplicarme una limpia al costado oriente de la misma Catedral Metropolitana, la del Señor del Veneno: irónica estética de las simultaneidades donde todo es grave y se infecta de espesa sangre de los siglos y de difíciles consagraciones dolorosas en la tradición de los peregrinos que imitan el sufrimiento del crucificado para encontrar su propia pasión hacia la plenitud teológica, hacia la total densidad del reino. Una señora de sonrisa ligera y gentil sopla sobre mi esqueleto el humo del copal, invoca, recita, recorre; me talla la cara con una ramita nutrida de pirul y me enreda las manos con su plasma y pide por mí y mi paz. “Santa Rosa de Guadalupe, mi fortuna es amar”, le escucho decir a uno de sus asistentes guarecido bajo los toldos de un pequeñísimo campamento, pues la lluvia y el cielo nublado no los interrumpen. Luego todavía viajaré a Coyoacán a leerme el Tarot a la sombra del Sanborns con que Carlos Slim cancela o usufructa o instrumenta la belleza colonial de ese barrio del sur, y un Tenoch de voz aguda y piel adulta me dirá que camino en el camino de mis deseos, que hay prosperidad y que me acompañan el Mago y el Loco de las acciones, signados por la mesa de trabajo y por el extravío que no teme el ridículo del perro que le muerde las nalgas, y que me iluminan los cántaros corriendo el líquido de sus vientres bajo la luna. Respiro un poco de frescor domesticado en espacios menos proletarizados donde, no obstante, también se ejercita la fascinación por el nacimiento de los dioses, como figura la filósofa española María Zambrano, la de la razón poética. Una cultura depende de la calidad de sus dioses. Como esta: cultura de Borunda entre los drogadictos que reparten dulce de leche enlatado sobre sus panes tostados, sentados en un sillón podrido junto al tiradero de basura. Cultura de Cuba en todas partes a través de los paralelismos entre el fuerte de San Juan de Ulúa, en Veracruz, y la prisión del castillo del Morro en La Habana, y del biógrafo voluntarioso desde Holguín de nuestro fraile Servando. Cultura de la simultaneidad abigarrada, que aplasta a quien se entera e intelectualiza todos los nombres que lee y también aplasta a quien sufre la intemperie sin piedades, requerida por eso de ensueños donde la justicia provendrá de una oración y de los jabones que protegen, tras el conjuro, el cuerpo. Cultura que antes de llegar al palacio de los brujos se escurre ya en peseros atiborrados rumbo al aeropuerto, en talleres banqueteros de bicicleta, puestos de herrería y mimbre, peluquerías, recauderías, en comales prestos para las gorditas y rodeados en concilio por bancos de plástico triangulares, durante la contradanza de los hambrientos. El escupitajo contra mi rostro de la espesura de este nudo de cenizas en el cementerio y de muñecos en el tianguis ya prefigurados para el amarre es apenas la babosa caminante de un sábado cualquiera, sin ceremonias piramidales flamígeras ni conmemoraciones mayestáticas que inauguren un nuevo umbral en la puerta de tu sonrisa —y aquí no anoté nada que no supiéramos ya todas—.
Imagen de portada: ©José Ignacio Hipólito, de la serie Mercado de Sonora, 2015. Cortesía del artista
Me refiero a la novela El mundo alucinante, que además de consagrar la magnífica prosa en desobediencia del cubano —curada a las prisas solidarias por Virgilio Piñera y acompañada por José Lezama Lima, según cuenta Arenas mismo en Antes que anochezca— fue justamente editada en México en un trajín de accidentes y abusos de uno y otro lados del mar que separa a este país de la isla. ↩
Parece que hay un uso técnico del nombre que prescinde de la preposición: Mercado Sonora, pero no lo quiero: elijo la fluidez del habla, que tiene sus ritos y preconiza sus seriedades, su dignidad autoproclamada. ↩